viernes, 26 de junio de 2015

Un paseo por el lado salvaje

Michael Pollan
"Cocinar, una historia natural de la transformación"
Debate, 2014


En la tapa de Cocinar: una historia natural de la transformación –el nuevo libro de Michael Pollan– hay seis siluetas. Cinco de estas cuentan la clásica historia de la evolución humana, del mono hasta el hombre. En la sexta, el hombre consiguió erguirse con mayor soltura y lleva sobre su cabeza un toque blanche, mientras avanza sosteniendo un cucharón como si fuera un trofeo o una promesa. Pero a la tapa le faltan dos cuadros: el de un hombre que, en su afán de soberanía, arroja al cesto de basura el gorro y el cucharón y –acá viene el último- en el que decide sentarse en un sillón, junto a su control remoto, mientras en los programas de tv se cocina lo deseado. Si no se encontró antes, en estos cuadros promete estar el eslabón perdido: el que corresponde a un estadio larvario que da cuenta del fin de la evolución. O de que el ciclo debería recomenzar.
O así, al menos, pudo pensarlo Michael Pollan –autor de El detective en el supermercado; El dilema del omnívoro y elegido en 2010 por la revista Time como una de las cien personas más influyentes del mundo– que, en su nuevo ensayo recientemente editado en Argentina por Debate- encuentra en el actual estado de las cosas una posibilidad: “¿Acaso la fermentación no es sino la facultad biológica para transformar la materia corriente de la naturaleza lo que se nos da, como preludio necesario para crear algo nuevo?” y empieza por recordarnos que en el origen de la evolución de la especie humana estuvo el fuego y la capacidad de decidir qué hacer con él.
Aunque tampoco esto de la decisión sea tan exacto, porque según cuenta una leyenda que se recupera en el primer capítulo “fuego”, la primera vez que se prendió el fuego para asar un cerdo fue por azar, por error y porque el hijo retrasado de un porquero chino provocó un incendio en la casa-granja de su padre y al término del magnánimo evento pasó sus dedos por el cuero de un cerdo rostizado y se los llevó a la boca. Así, mientras su padre lloraba desolado, él comentó: “Qué buenos están los cerdos”. Desde ese día, en la familia comenzaron a incendiar periódicamente la granja; luego fueron sus vecinos y la costumbre de quemar casas para mejorar el sabor de la carne del cerdo se extendió tanto que la gente empezó a pensar que la arquitectura se extinguiría como disciplina.
Si la leyenda es cierta o no bien poco importa; aunque admite cierto crédito extra que haya sido extractada de un libro escrito por un tal Lamb (Charles Lamb) -en un ensayo titulado A dissertation about a roast pig- y, también, confirma una mirada de Pollan sobre la evolución; que valida el retroceso como herramienta constructiva y que se maravilla tanto de los hallazgos alimentarios mejor logrados como de las metáforas e historias que los emplatan.
Periodista, activista por la causa ambiental, estudioso de las relaciones de los seres humanos con el mundo natural y profesor en la Universidad de Berkley de un taller de escritura culinaria, su libro es una invitación a volver en sentido opuesto al de la Historia no sólo por cierta vocación revisionista –en el largo periplo que llevó ese conocimiento–  sino también porque Pollan confía en que no existe un futuro mejor sin recuperar ese saber.
En cuatro capítulos señalados por los elementos esenciales – fuego, agua, aire, tierra– se cuenta la historia de la relación que el ser humanos estableció entre los elementos y los alimentos y cómo en esa relación se definió a sí mismo. Apuntando ciertas nociones culturales que despertaron esos vínculos y ciertas reflexiones prestadas por la antropología, la psicología, la filosofía, la gastronomía –Lévi Strauss, Freud, Brillat Savarin aparecen invitados al banquete– se entromete en las cocinas para registrar diversos procesos de transformación y coción, mientras accede a las historias de los cocineros que no son las mega estrellas de la guía Pellegrino sino quienes prometen custodiar un saber hacer histórico.
Ya Anthony Bourdain había propuestos en sus celebrados libros Confesiones de un chef y Viajes de un chef un recorrido narrativo por escenarios similares con un sentido del humor más ácido y mayor oficio en las hornallas –que abreviaba ciertas descripciones de procesos culinarios, acertaba en hallazgos maravillosos capaces de abrir el apetito del lector o hacerle recordar el sabor perfecto de su infancia–. No obstante esto y que el relato de Pollan no termina de definir un ensayo científico, ni una denuncia periodística; tampoco una crónica de viaje por cocinas del mundo ni una enciclopedia o historia de los modos de cocinar, Pollan ofrece una propuesta que recuerda a Reed: take a walk for the wild side, aunque ese lado salvaje es bastante poco habitual: una crítica contra el sistema inscrita en un paisaje aromático, silvestre, diurno. Y ofrece, también, un pensamiento novedoso acerca de las simbologías y la actitud frente al mundo que suscita cada uno de los elementos y las técnicas específicas que ofrecen transformar la naturaleza.
El descubrimiento de que el fuego está signado por cierta heroicidad masculina, por cierta rudimentaria teatralidad en un sacrificio que se resume a: ¡fuego, leña, animales! y una vida compartida al aire libre y, como antípoda, que en el agua –que supone un clima más íntimo desarrollado en interiores (dentro de los cuencos, dentro de las casas, paciente y cotidianamente)–  hay una naturaleza femenina, detallista y sutil, tanto en lo aromático –son tipos de cocción que se integran de plantas, hierbas, especias, vegetales– como en las leves variantes de ingredientes u orden de los mismos que configura las idiosincrasias de las distintas nacionalidades y culturas –variantes que Pollan primero menciona y puntualiza y luego simplifica en una suerte de “sintaxis de los platos de olla” que harían pegarse un tiro a los compiladores de la guía San Pellegrino: que no exactamente gracias a reduccionismos así se llegó a la clasificación mundial de estrellas Michellin– es un gran descubrimiento o, por lo menos, una interesante construcción.
El aire permitió a la especie tomar un puñado de semillas de cereal y elevarlas. Pollan encuentra que la historia de la civilización occidental podría resumirse en el pan, que señala el momento en que la civilización tomó fatídicamente el rumbo equivocado –no se refiere a la creencia depositada en el relato bíblico de la repartición de los panes sino al hecho literal del leudado, que volvió a los alimentos menos nutritivos– y la tierra, en la prescidencia del calor nos provee si no de la calidez hasta aquí resumida al menos de la oportunidad de volvernos menos hipócritas en cuanto a lo que nos gusta comer: moho y fermentaciones que como eufemismos conocemos por cervezas, quesos. Hay en las verdades que ofrece la tierra la posibilidad de un ejercicio inteligente y delicioso de administrar la pudrición de los microorganismos.
Cocinar es una puerta de acceso al recuerdo de que cocinar –el verbo–  ofrece sus ventajas: comer mejor, saber qué se come; intentar restablecer el equilibrio entre producción y consumo; despertar la creatividad; revisar el saber heredado; ubicarse como un organismo más del Universo; estar en un tiempo presente en el lugar de la acción y volver a tener una noción realista del tiempo –cuando las tecnologías a las que nos vinculamos nos ofrecen la opción de salirnos de allí y no estar en ningún lado–. Buscar, encontrar, unir, separar, esperar y, luego, invitar, conversar y compartir, que significa refundar el lazo social roto cuando nos acostumbramos a comer de una lata frente a la pantalla y en soledad.
El proceso de cocinar nos integra al gran ligado del que nos creemos desvinculados porque todo lo que recibimos como comida tiene el lejano perfume a… un fragmento de… un color o forma similar a… el de los seres, plantas, cereales, semillas que existen en el mundo natural. Los itinerarios de acceso a ese mundo están ataviados hoy de góndolas, marcas, paquetes, cámaras refrigeradoras. Los caminos verdaderos deberán ser buscados, conocidos, inventados volvernos artífices de ese trabajo de relación del que cualquier plato de comida casera da cuenta.
Tomar la sartén por el mango tiene connotaciones políticas. Al término de la segunda guerra mundial importamos de Estados Unidos (junto con la cultura en sentido estricto: el arte pop, el rock, la literatura y en sentido amplio: los modos de vestir, vivir, comer) la versión optimista de las bondades de una industria que vendría a quitarnos del tedio cotidiano del quehacer doméstico. Al mismo ritmo que empezaron a entrar electrodomésticos y paquetes en los hogares y nos libramos de faenas tan inútiles como el lavado a mano de la ropa o de la casa se perdió el hábito de cocinar. Esta sustitución de trabajo esclavo por soluciones mágicas en materia alimentaria no fue tan gloriosa por tres razones. Una es la última: por los resultados –el tipo de comida del que nos provee el Mercado está poco interesado en una nutrición saludable y engendró los malos hábitos a la hora de comer y la obesidad como epidemia que hoy padece Estados Unidos y propaga a su paso por el mundo-. Otra es porque el mismo proceso de hacer de comer supone un poder que libera la conciencia. Ya sea que se usado en un sentido zen –que cuando uno corte cebollas solo corte cebollas (actitud que tendría el visto bueno de la corriente mindfull y que el mismísimo Pollan, por más new age que se vea no pudo lograr y gracias a esta incapacidad tenemos un buen libro)– o que, como Francis Mallman, mientras se colocan la carne y los vegetales sobre el fuego se deje vagar la conciencia por otras latitudes, profundidades y disciplinas (que, para el caso, si por algo se le adjudicó a la cocina el prestigioso don de haber sido  el salto cualitativo más importante en la evolución de la especie fue por generar tiempo libre que antes se usaba en digerir alimentos crudos); por lo tanto, dejar de hacerlo supone un retroceso. La última contiene un reclamo genérico: la conquista femenina de retirarse de las hornallas como obligación de especie fue inconclusa si el resultado fue el abandono de la cocina; mucho más interesante hubiera sido el relevo de la posta con los hombres y no sólo por el resultado objetivo de los platos, sino por la comprensión de la significación de un proceso de pensamiento y construcción y destrucción tan cotidiano, importante y efímero como el que supone la cocina.
Cocinar implica volvernos protagonistas en las muchísimas posibilidades de transformarse que tienen las materias y este ejercicio nos hace sujetos pensantes, activos; que calibran, deducen, prueban, ratifican y corrigen errores (si se puede) y si no se lo comen así o empiezan otra vez. La industria nos evita todo esto. La industria pensó para nosotros la comida (y, dicho sea de paso: con más azúcar y sal agregada y más grasa de lo que es considerado saludable; más barata de producir y eficaz a la hora de generar adicción y menos variada de lo que la publicidad pretende vendernos); qué hacer con el tiempo libre -nada. O consumir haciendo de ese tiempo libre un tiempo inmóvil, parasitario- y qué hacer con nuestro tiempo laboral –una sola cosa; la especialización nos volvió hábiles de una sola habilidad-. La suma nos da una impotencia adquirida que beneficia a las corporaciones y nos perjudica como especie.  
Si bien puede ser naife decir que la cocina podría ser una trinchera desde donde luchar contra el sistema –convengamos que el lugar es poco épico y trascendente aunque sea de vital importancia – el recuerdo de que Michael Focault alguna vez habló sobre las micro partículas del poder para referirse a la forma en que el sistema penetra y nos domina debería ayudar a afirmar que el reencuentro con la cocina es la llave para regresar a la libertad, que no porque sí en la Antigua Grecia a los cocineros (y también a los sacerdotes) se les decía mageiros –una palabra que comparte raíces etimológicas con la palabra magia–; hablaba del poder del saber hacer un proceso milagroso.




Nos han dado el trigo


Los mejores trigos crecen en este país. Por sus condiciones climáticas, Argentina, Australia y Canadá son los suelos ideales para sembrar y producir trigo. Culturalmente, este cereal se enraíza en la historia nacional desde el comienzo, cuando lo trajeron a América los conquistadores y la idiosincrasia que resultó de la fusión entre pueblos originarios y los principales afluentes inmigratorios –españoles e italianos y, en menor medida, suizos, alemanes, noruegos, galeses– también afectó en la construcción de la cultura culinaria. Es un cereal que tiene sentido consumir como alimento en un territorio de clima templado frío y que nutre –como hidrato de carbono; solo con ese potencial– y ayuda a templar los cuerpos.
En los últimos años ha comenzado a instalarse como discurso en los medios masivos de comunicación, en los medios de divulgación científica, en papers médicos y en los consultorios de nutricionistas y médicos alternativos que el consumo de harina “hace mal”. La posibilidad de que esto sea cierto o no depende de una actividad que contraría la pereza: habrá que desarmar la masa y volver a identificar los elementos, las instancias y procesos en los que la harina se vincula a otros elementos y su consumo puede ser nocivo. Ahí habrá algo más cierto para decir. Y también será necesario repensar las formas propias de consumo.
Hay una primera cuestión verdadera: la harina no debería consumirse como base en la pirámide nutricional. Esa pirámide alimentaria que se propagó por el mundo occidental y durante décadas se utilizó como criterio para alimentar a los niños en edad de crecimiento apoyada en los cereales fue desarrollada por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos -organismo que controla la producción de cereales en el mundo- en el año 1992; momento en el cual comenzó a desarrollarse en forma geométrica la epidemia de la obesidad infantil en el país que tiene el peor sistema alimentario del mundo y los peores hábitos de consumo (porciones grandes de comida, paquetes individuales, saborizaciones artificialmente, la ingesta desasociada del hecho social de la reunión familiar y asociada a otras actividades que se realizan mientras tanto, como mirar televisión, hacer footing, ir a un museo y que produce el pensamiento de que la comida es un hecho automático; ni meditado ni medido).
Hoy esa pirámide está cuestionada por la OMS, que definió en la base de la alimentación aconsejable el consumo de frutas y verduras. El primer error está entonces en el paradigma de referencia que se utilizó y la información científica que lo propagó.
El molino Campodónico es el molino más grande en la ciudad de La Plata y un productor importante de harinas en el país. Consultado Alejandro Campodónico, uno de sus dueños sobre el momento del proceso en el cual la harina podría convertirse en un alimento nocivo, advierte: “Si el campo no es tratado con agroquímicos para el control de maleza –y en los campos argentinos sembrados de trigo no se usan más que los permitidos por Senasa porque no es complicada la producción de este cereal– la molienda es un proceso natural; tal como viene del campo se descarga, se limpia de materias extrañas u otro tipo de granos y no se agrega nada. Algunas moliendas le agregan encimas para generarle estabilidad a la producción pero no incide en las potencialidades nutricionales del producto ni altera la calidad. El problema real me parece que aparece en los cambios que hubo en el proceso de panificado. Antes para la cocción de la harina se usaban hornos de barro y ahora se usan hornos eléctricos y rotativos; se hacen cocciones más cortas y a más velocidad, entonces la harina tiene que soportar y acomodarse a una pasadora de alta velocidad que rompe las estructuras proteicas… A lo mejor las proteínas de alguna manera no soportan la liberación de ese oxígeno que produce el dióxido de carbono que provoca la levadura y se queda adentro del pan como alimento. Quizás a la harina hay que ponerle algún tipo de aditivo para que soporte ese proceso y se desnaturaliza la harina, pero eso sería en la posmolienda. La harina en sí no tiene conservantes; no tiene grasa ni se enrancia. Tampoco provee las necesidades proteicas, pero porque no son los cereales los que tengan esa propiedad. Por un tema de normativa actual lo que se le agrega hoy en la molienda es un núcleo vitamínico. De alguna manera, así se garantiza que la población consuma las vitaminas que quizás no puede consumir de otro modo. Se le ponen también a la leche. Si bien no es la manera más natural, compensa una carencia existente por la falta de acceso de la población a otro tipo de alimentos. Y es mejor darle el núcleo vitamínico de esa manera que el hecho de que no consuma vitaminas”.
Otra voz autorizada en el tema es la de Silvia Elena Lerner, Ingeniera Agrónoma, ex investigadora de la Universidad Nacional del Centro y de la UBA, dedicada a conocer la calidad de las harinas y la genética de las variedades de trigo, que da la clave para entender esto: “en la producción de trigo, la relación entre productividad y calidad es inversamente proporcional y no se le paga la calidad del trigo al productor. Muchas variedades de trigo se eligen con un criterio rentable: que sea resistente a los fertilizantes y que sea subsidiario de la soja. Es decir, se eligen trigos de cosechas rápidas, cortas, que en diciembre están listas y que luego permiten sembrar soja, aportándole a esa cosecha propiedades que el trigo deja. Por otro lado, la demanda en el mercado de productos de una apariencia mejor significa que hay que borrar el rastro desparejo del trigo, utilizando blanqueadores, por ejemplo. Y luego, en la posmolienda, para lograr la textura aireada que queremos encontrar en los panes lactales que a veces compramos como saludables porque tienen semillas hay agregados de gluten porque la variedad de trigo requerida tiene bajo gluten. La apariencia no tiene que ver con la calidad.
En su completo y fundamental libro ¿Qué come mi hijo?, el médico especialista en nutrición Lucio Tennina, advierte que los niños no pueden comer sino lo que los padres estén dispuestos a permitir que coman y lo que ellos mismos consumen. Por eso, recomienda que la familia funcione como un núcleo trinchera contra el avance del Mercado que evite el consumo de los derivados procesados industrialmente, con procesos sobre los que el consumidor no tiene noción o injerencia; que sea un lugar de lucha contra los propios errores alimentarios como forma de permitirles una herencia en salud. Tennina señala tres momentos clave en el desarrollo biológico, en que los adipositos (células grasas) tienen una mayor tendencia a aumentar en cantidad y volumen y a fijarse la estructura de un cuerpo. El primero de estos momentos es el tiempo comprendido entre la alimentación complementaria (a partir de los seis meses de edad) hasta que el bebé tiene doce meses. El segundo, entre los cinco y siete años (fundamental porque es el incio de la escolarización y cuando empieza a tomar contacto con otros niños y sus formas de alimentarse, cuando “comienza la contaminación alimentaria”). El tercero es en el comienzo de la adolescencia.
En estos momentos, especialmente, pero a lo largo de la crianza de los niños en que la alimentación depende de lo que les provean los padres como alimento, debe tenerse en cuenta que aquello que no se cocina; que se compra hecho como derivado tiene el riesgo de contener ingredientes que no podemos determinar exactamente qué son, cómo se vinculan a los que estamos eligiendo que consuman porque estimamos en ellos un poder nutricional que sí nos interesa ni que riesgos produce esa forma de producirlos, aunque los estándares industriales que se expliciten al dorso de los paquetes nos prometan alimento. “El trigo, el más insípido y maleable de todos los cereales por su gran contenido en gluten, va a ser introducido no sólo en los productos de panificación sino también en fiambres, quesos, helados, poco relacionados con los cereales. Los almuerzos y las cenas van a saturarse de productos empanados: patitas de pollo, milanesas de pescado, bollitos de espinacas, alimentos de muy fácil preparación, de aspecto inocente y saludable y sumamente adictivos. Las clases sociales más informadas han ido tomando conciencia y tratan de mejorar sus conocimientos para evitar el sobrepeso y la obesidad, pero las clases bajas siguen pensando que el azúcar es lo que engorda y que un producto se vende libremente, con alto contenido de cereales no puede ser algo malo”.
Miguel Cardós, profesor en la cátedra de Cereales de la Facultad de Ciencias Agrarias de la UNLP, comenta que en la cuestión alimentaria el problema no está en qué se le agrega a la harina, sino en a qué otras cosas se les agrega harina. “Hoy hay demasiados productos de los que circulan en el mercado que están mezclados con harina por una condición que tiene la misma llamada palatibilidad y que es la sensación que se siente al morder un alimento. La harina tiene esta condición y por el hecho de ser inolora e insípida permite integrarse otros sabores, sin estorbar y redondeando su sensación al paladar. Ninguno de todos los otros cereales ni seudocereales tiene esa posibilidad. El maíz es dulce y cualquier cosa que se le agregara, se notaría; el arroz no leuda; la quinoa o amaranto no se integran ni producen gluten”. Por esta razón cuando se habla del consumo de harinas en la dieta de un país tienen que pensarse no sólo los productos cuya base es la harina sino todos aquellos que la contienen traficada. Mucho más cuando otros alimentos (verduras, carnes) reducen su potencialidad de absorción cuando se combinan con harina en una misma comida.
En Argentina se produce y consume trigo por una cuestión cultural. Alejandro Campodónico que probablemente el proceso de obtención de harina de quinoa sea mucho más simple por tratarse de una molienda integral; más simple, incluso, que la molienda de trigo. Sin embargo, el consumo no justifica ese tipo de producción”. La cuestión cultural incide en que si bien los costos de producción no estén tan distanciados, la rentabilidad aparezca, en este caso, dada por una demanda idiosincrática. Pero es necesario diferenciar algunas cuestiones en esta asunción de que el consumo de trigo sea un patrón cultural. Porque uno es el hecho arraigado que nos dio un tipo de idiosincrasia gastronómica, alimentada y perfeccionada por modos de cocinar de los descendientes de italianos de la primera oleada inmigratoria y de suizos, noruegos, franceses, alemanes que poblaron nuestras pampas con la segunda oleada inmigratoria y que han sido las recetas con las que se dado calor, alimento, combustible a un pueblo.Y otro  –muy distinto en calidad – es el patrón de conducta alimentaria actual, promovido por el mercado, la industria alimentaria y la publicidad que se traducen en un sinfín de snacks saborizados, edulcorados, salados, coloreados ofrecidos en las góndolas como si se tratara de verdaderas opciones cuando, en definitiva, provienen de la misma mezcla de sal, azúcar y harina, que es un veneno a corto y largo plazo para quien lo ingiera y que, combinado con alimentos verdaderos –fruta, verdura, proteína– dificultan la absorción de los nutrientes que tienen estos últimos alimentos y que modifican los metabolismos, sobre todo en etapas de crecimiento.

Soberanía alimentaria puede significar tantas cosas, que sería bueno ir definiendo de qué estamos hablando cuando apelamos a esa bandera que tan bien nos hace quedar. Como principio, no estaría mal que sumemos en la lista de ítems que le dan cuerpo a la bandera: el control de las producciones propias y, fundamentalmente, la capacidad de replantearnos si necesitamos la comida que le conviene al Mercado producir. Y como otra cuestión central habrá que apuntar el hecho de recuperar el hábito, el gusto y placer por la cocina, que es una pieza esencial en esta cadena de revertir los malos hábitos que se han inculcado en la población derivados del consumo de harina. Porque no es lo mismo el pan que se logra luego de un amasado casero, con harina y levadura, que es predecedero y que no podremos hacer revivir más de una vez una vez cocido que ese pan de apariencia saludable decorado con semillas que es resistente al envejecimiento; cuya contextura es más blanca y su textura más palatible, que tranquiliza nuestra conciencia. En ese pan –que además es más caro– ha habido modificaciones para que el pan sobreviva al tiempo. Para advertirlo es necesario recordar el proceso verdadero. Y mientras no se cocine; mientras no se recuerde lo que sabíamos y se recupere ese poder; mientras se deje el hacer (y el precio) en manos del mercado, ganará el consumo del discurso engañoso. La forma de revertir la impotencia adquirida con respecto a una actividad tan esencial y vital para el ser humano, que se repite entre dos y seis veces por día, con suerte todos los días de la vida, en todas las clases sociales, las casas, los géneros, requiere volver a meter las manos y experimentar.