Estaba escribiendo unos textos sobre mujeres que admiro. Probablemente en un rato siga haciendo eso. Por el momento frené. La materia va más lento que las ideas y yo corrijo mucho. Y me auto exijo mucho, aunque no parezca: la perfección, aunque no me salga. Frené porque no quiero que se me vaya el 8M sin decir algo que de verdad sienta o piense. E iba a hablar de ellas pasando por alto las cosas que me pasan y me pesan a mí.
No me dan ganas de postear un flyer
con una referente feminista. Ni tengo la foto de la marcha, porque no fui. Tampoco
quiero que el asunto quede disuadido hablando de estas mujeres que, si
bien ameritan un escrito por sus trayectorias, impulsos, construcciones y
creaciones, no son las únicas. Más tarde, cuando termine de corregirme a mí
misma, volveré a pensar en ellas. Ahora prefiero que las cosas me pasen por
el cuerpo. Ahora quiero hablar de la impotencia y de la luna llena. De esa luna
llena que me sensibiliza siempre y que justo está ahí, hoy, al fin del día de internacional
de las mujeres. Al fin del día es cuando yo escribo si algo me interpela, aunque
no vaya a marchar. ¿Por qué no voy? No sé. Porque no siento hacer eso. Pero el
tema lo tengo atravesado acá: en la garganta.
Son tres impresiones que no ameritan tanta intriga… Una es que no me siento cómoda con los hombres cuidándose de decirnos feliz día porque les enseñamos enojadas que está mal. Otra es que no me gusta cuando el mercado nos quiere “homenajear” y entonces saca un 2x1 la tienda de ropa, la profe de yoga, la clínica de estética y la cervecería cuelga un flyer desganado en las historias como si a los comunity managers los asistiera siempre la conciencia social. La última es que no me siento bien con la idea de una lucha eterna que no se trasciende más, ni extraditando hombres de la nueva matria. Yo me detengo en esta clase de cosas, me perdonarán, y no en la tapa de los diarios o la sección de policiales. A lo mejor está mal. Pero es esa dinámica más mínima del cuerpo social y son los sueños lo que me importa. Dicho corto, pienso esto: “se fue todo al carajo”. ¿Cuánto más?
No digo que no haya que salir a condenar las atrocidades que se han hecho (y aún esto ocurre) con las mujeres. Por supuesto. Lo que pienso es si este día, ese día nuestro que se puso en el calendario para conmemorar una lucha y el asesinato de mujeres trabajadoras, va a seguir contando nuestra historia. O si será posible alguna vez dejar de estar alerta, en el modo de supervivencia. Y empezar a pensar y a actuar desde el lado luminoso de las cosas.
Cuando anhelo la libertad la anhelo
para todas, todos, para que las almas dejen de estar apresadas y aplastadas por
las estructuras, queriendo cumplir bien con los roles y políticas de
género asignadas según manden los tiempos. Las guerras nos dividen. El amor nos une. El problema
no es si nos dicen feliz día. Ni el problema son las flores. A mí me encantan. El
problema son las guerras y el deseo de estructurar. El problema es la violencia
de la forma en que sea. El problema es que sigamos enfrentándonos como si el
hecho de tener la mitad de los lugares y el doble del sueldo nos salvara de algo: de la
esclavitud, de la soledad. El problema es la falta de apoyo, de comprensión, la incapacidad para sentirnos diferentes pero complementarios. Las energías femeninas y masculinas arman el yin y el yan, ese sagrado círculo perfecto que funciona en equilibrio porque son dos fuerzas opuestas y complementarias. Entonces hombres y mujeres podríamos preguntarnos: ¿dónde necesitamos reconectar con la energía masculina para salir afuera y dar la batalla? ¿Dónde necesitamos honrar y convocar la energía femenina, volver a la quietud y a la recepción? Y cómo vamos en un mismo conjunto, porque ambos aspectos forman parte de un todo no dual, integrado y armónico.
Mientras ceno, me llega el mensaje de
un hombre que algunos veranos pintaba y hacía arreglos en la casa de mi mamá. Y
me queda la comida atragantada. Nos conoce desde niñas, a mi hermana y a mí. La
vio a mi mamá criándonos sola. La vio salir corriendo de una audiencia a la
otra, haciendo bien los deberes de una feminista, en su época, dejándole la llave debajo de
una maceta para que él entre cuando llegue y ella ya se haya ido a resolver
quilombos. Haciéndolo todo, porque puede todo. Pero es agotador. Y ese hombre cuidó a su mujer, que sufrió una larga enfermedad, y
luego enviudó. Crió solo a su hijo, que ahora debe tener veintipico. Seguro que
le mandó el mismo mensaje también a mi hermana, a mi mamá y a las mujeres que
quiere: feliz día y una rosa. ¿Hay que enojarse con ese hombre? Lo leo y me
conmueve, me da ganas de llorar. Que se acuerde de mí y además me recuerde celebrar.
¿Por qué no? No quiero corregirlo. Me aburre una parte muy grande de todas las
tareas con las que nos cargamos las mujeres. La de corregirlo todo ni les digo…
Mientras escribo esto tengo a mi hijo parado frente a mi espalda con un cepillo de madera. Peinándome. Dice que le encanta porque es como cepillar a un caballo. Ojalá tuviera ese pelo y esa libertad. Como cepillar la imaginación: eso me encanta. Ahora me hace una trenza. ¿El problema son los hombres? ¿El problema son las flores? ¿El problema es desear un día feliz hoy (sí, hoy)? Leí esta mañana un posteo: el que hoy te dice feliz día es porque está en un cumple. Yo no estoy en un cumple. Pero estoy podrida de estar en un velorio colectivo permanente un día como hoy. Un día como cualquiera. Y no me siento cómoda entre las mujeres enojadas creyendo que nos salvamos extraditando hombres del mundo. Con esa energía de odio que anda dando vueltas todavía y que multiplica los problemas. ¿Dónde frena?
Ahora lo escucho martillar contra una tabla en la
cocina. Me va a romper toda la mesada, pienso. “¿Qué hacés?”, le pregunto mientras termino la oración, con la capacidad de desdoblarnos en mil temas
que tenemos las mujeres y que nos agota, nos agota tanto. Tanto que ni les
digo… Aunque seguro las mujeres ya lo saben. “Estoy preparando un postre para celebrar el
día de la mujer. Agarré nueces y una tabla”, me contesta intuyendo mi pensar,
ronco y desafiante, para que no disuada su Aries que no tiembla nunca cuando da
un paso al frente. Y entonces me río. “Dejá ese martillo, ya voy a ayudarte”. Y pienso que todavía no me senté con él a buscar la información que le pidieron en el colegio sobre el día de la mujer.
Entonces pienso esto: celebremos cada pequeña o gran victoria. Cada flor que se abre, cada día que nos acostamos con las tareas realizadas y realizarlas fue una maratón. En la noche de la luna llena que ilumina las ciudades y nos recuerda vernos brillantes, completas. Paremos cada vez que llegue un mensaje que llega con cariño, si un hombre nos peina el pelo o nos hace un postre porque es cansador estar en pie de guerra todo el tiempo. Marchemos hacia nuestras metas, celebrando cuando ganamos la lucha interna de no abandonarnos, haciendo lo que nos pidió Natalia Ginzburg un siglo atrás: salir del pozo. Y celebremos cada vez que nos ponemos en primer lugar y en primer lugar a nuestro mundo creativo. Y entonces salvaremos el día, como los superhéroes, las superheroínas. Y haremos en la realidad matérica ese tan anhelado derecho a estar en paz. A ser libres, a jugar. A ser felices.