Los mejores trigos crecen en este país. Por sus condiciones
climáticas, Argentina, Australia y Canadá son los suelos ideales para sembrar y
producir trigo. Culturalmente, este cereal se enraíza en la historia nacional
desde el comienzo, cuando lo trajeron a América los conquistadores y la
idiosincrasia que resultó de la fusión entre pueblos originarios y los
principales afluentes inmigratorios –españoles e italianos y, en menor medida,
suizos, alemanes, noruegos, galeses– también afectó en la construcción de la
cultura culinaria. Es un cereal que tiene sentido consumir como alimento en un
territorio de clima templado frío y que nutre –como hidrato de carbono; solo
con ese potencial– y ayuda a templar los cuerpos.
En los últimos años ha comenzado a instalarse como discurso en los
medios masivos de comunicación, en los medios de divulgación científica, en papers médicos y en los consultorios de
nutricionistas y médicos alternativos que el consumo de harina “hace mal”. La
posibilidad de que esto sea cierto o no depende de una actividad que contraría
la pereza: habrá que desarmar la masa y volver a identificar los elementos, las
instancias y procesos en los que la harina se vincula a otros elementos y su
consumo puede ser nocivo. Ahí habrá algo más cierto para decir. Y también será
necesario repensar las formas propias de consumo.
Hay una primera cuestión verdadera: la harina no debería consumirse
como base en la pirámide nutricional. Esa pirámide alimentaria que se propagó
por el mundo occidental y durante décadas se utilizó como criterio para
alimentar a los niños en edad de crecimiento apoyada en los cereales fue
desarrollada por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos -organismo
que controla la producción de cereales en el mundo- en el año 1992; momento en
el cual comenzó a desarrollarse en forma geométrica la epidemia de la obesidad
infantil en el país que tiene el peor sistema alimentario del mundo y los
peores hábitos de consumo (porciones grandes de comida, paquetes individuales,
saborizaciones artificialmente, la ingesta desasociada del hecho social de la
reunión familiar y asociada a otras actividades que se realizan mientras tanto,
como mirar televisión, hacer footing, ir a un museo y que produce el
pensamiento de que la comida es un hecho automático; ni meditado ni medido).
Hoy esa pirámide está cuestionada por la OMS, que definió en la base
de la alimentación aconsejable el consumo de frutas y verduras. El primer error
está entonces en el paradigma de referencia que se utilizó y la información
científica que lo propagó.
El molino Campodónico es el molino más grande en la ciudad de La
Plata y un productor importante de harinas en el país. Consultado Alejandro
Campodónico, uno de sus dueños sobre el momento del proceso en el cual la
harina podría convertirse en un alimento nocivo, advierte: “Si el campo no es
tratado con agroquímicos para el control de maleza –y en los campos argentinos sembrados
de trigo no se usan más que los permitidos por Senasa porque no es complicada
la producción de este cereal– la molienda es un proceso natural; tal como viene
del campo se descarga, se limpia de materias extrañas u otro tipo de granos y
no se agrega nada. Algunas moliendas le agregan encimas para generarle
estabilidad a la producción pero no incide en las potencialidades nutricionales
del producto ni altera la calidad. El problema real me parece que aparece en
los cambios que hubo en el proceso de panificado. Antes para la cocción de la
harina se usaban hornos de barro y ahora se usan hornos eléctricos y rotativos;
se hacen cocciones más cortas y a más velocidad, entonces la harina tiene que
soportar y acomodarse a una pasadora de alta velocidad que rompe las
estructuras proteicas… A lo mejor las proteínas de alguna manera no soportan la
liberación de ese oxígeno que produce el dióxido de carbono que provoca la
levadura y se queda adentro del pan como alimento. Quizás a la harina hay que
ponerle algún tipo de aditivo para que soporte ese proceso y se desnaturaliza
la harina, pero eso sería en la posmolienda. La harina en sí no tiene
conservantes; no tiene grasa ni se enrancia. Tampoco provee las necesidades
proteicas, pero porque no son los cereales los que tengan esa propiedad. Por un
tema de normativa actual lo que se le agrega hoy en la molienda es un núcleo
vitamínico. De alguna manera, así se garantiza que la población consuma las
vitaminas que quizás no puede consumir de otro modo. Se le ponen también a la
leche. Si bien no es la manera más natural, compensa una carencia existente por
la falta de acceso de la población a otro tipo de alimentos. Y es mejor darle
el núcleo vitamínico de esa manera que el hecho de que no consuma vitaminas”.
Otra voz autorizada en el tema es la de Silvia Elena Lerner,
Ingeniera Agrónoma, ex investigadora de la Universidad Nacional del Centro y de
la UBA, dedicada a conocer la calidad de las harinas y la genética de las
variedades de trigo, que da la clave para entender esto: “en la producción de
trigo, la relación entre productividad y calidad es inversamente proporcional y
no se le paga la calidad del trigo al productor. Muchas variedades de trigo se
eligen con un criterio rentable: que sea resistente a los fertilizantes y que
sea subsidiario de la soja. Es decir, se eligen trigos de cosechas rápidas,
cortas, que en diciembre están listas y que luego permiten sembrar soja,
aportándole a esa cosecha propiedades que el trigo deja. Por otro lado, la
demanda en el mercado de productos de una apariencia mejor significa que hay
que borrar el rastro desparejo del trigo, utilizando blanqueadores, por
ejemplo. Y luego, en la posmolienda, para lograr la textura aireada que
queremos encontrar en los panes lactales que a veces compramos como saludables
porque tienen semillas hay agregados de gluten porque la variedad de trigo
requerida tiene bajo gluten. La apariencia no tiene que ver con la calidad.
En su completo y fundamental libro ¿Qué come mi hijo?, el médico especialista en nutrición Lucio
Tennina, advierte que los niños no pueden comer sino lo que los padres estén
dispuestos a permitir que coman y lo que ellos mismos consumen. Por eso,
recomienda que la familia funcione como un núcleo trinchera contra el avance
del Mercado que evite el consumo de los derivados procesados industrialmente,
con procesos sobre los que el consumidor no tiene noción o injerencia; que sea
un lugar de lucha contra los propios errores alimentarios como forma de permitirles
una herencia en salud. Tennina señala tres momentos clave en el desarrollo
biológico, en que los adipositos (células grasas) tienen una mayor tendencia a
aumentar en cantidad y volumen y a fijarse la estructura de un cuerpo. El
primero de estos momentos es el tiempo comprendido entre la alimentación
complementaria (a partir de los seis meses de edad) hasta que el bebé tiene
doce meses. El segundo, entre los cinco y siete años (fundamental porque es el
incio de la escolarización y cuando empieza a tomar contacto con otros niños y
sus formas de alimentarse, cuando “comienza la contaminación alimentaria”). El
tercero es en el comienzo de la adolescencia.
En estos momentos, especialmente, pero a lo largo de la crianza de
los niños en que la alimentación depende de lo que les provean los padres como
alimento, debe tenerse en cuenta que aquello que no se cocina; que se compra
hecho como derivado tiene el riesgo de contener ingredientes que no podemos
determinar exactamente qué son, cómo se vinculan a los que estamos eligiendo
que consuman porque estimamos en ellos un poder nutricional que sí nos interesa
ni que riesgos produce esa forma de producirlos, aunque los estándares
industriales que se expliciten al dorso de los paquetes nos prometan alimento. “El
trigo, el más insípido y maleable de todos los cereales por su gran contenido
en gluten, va a ser introducido no sólo en los productos de panificación sino
también en fiambres, quesos, helados, poco relacionados con los cereales. Los
almuerzos y las cenas van a saturarse de productos empanados: patitas de pollo,
milanesas de pescado, bollitos de espinacas, alimentos de muy fácil
preparación, de aspecto inocente y saludable y sumamente adictivos. Las clases
sociales más informadas han ido tomando conciencia y tratan de mejorar sus
conocimientos para evitar el sobrepeso y la obesidad, pero las clases bajas
siguen pensando que el azúcar es lo que engorda y que un producto se vende
libremente, con alto contenido de cereales no puede ser algo malo”.
Miguel Cardós, profesor en la cátedra de Cereales de la Facultad de
Ciencias Agrarias de la UNLP, comenta que en la cuestión alimentaria el
problema no está en qué se le agrega a la harina, sino en a qué otras cosas se
les agrega harina. “Hoy hay demasiados productos de los que circulan en el
mercado que están mezclados con harina por una condición que tiene la misma
llamada palatibilidad y que es la
sensación que se siente al morder un alimento. La harina tiene esta condición y
por el hecho de ser inolora e insípida permite integrarse otros sabores, sin
estorbar y redondeando su sensación al paladar. Ninguno de todos los otros
cereales ni seudocereales tiene esa posibilidad. El maíz es dulce y cualquier
cosa que se le agregara, se notaría; el arroz no leuda; la quinoa o amaranto no
se integran ni producen gluten”. Por esta razón cuando se habla del consumo de
harinas en la dieta de un país tienen que pensarse no sólo los productos cuya
base es la harina sino todos aquellos que la contienen traficada. Mucho más
cuando otros alimentos (verduras, carnes) reducen su potencialidad de absorción
cuando se combinan con harina en una misma comida.
En Argentina se produce y consume trigo por una cuestión cultural.
Alejandro Campodónico que probablemente el proceso de obtención de harina de
quinoa sea mucho más simple por tratarse de una molienda integral; más simple,
incluso, que la molienda de trigo. Sin embargo, el consumo no justifica ese
tipo de producción”. La cuestión cultural incide en que si bien los costos de
producción no estén tan distanciados, la rentabilidad aparezca, en este caso,
dada por una demanda idiosincrática. Pero es necesario diferenciar algunas
cuestiones en esta asunción de que el consumo de trigo sea un patrón cultural.
Porque uno es el hecho arraigado que nos dio un tipo de idiosincrasia
gastronómica, alimentada y perfeccionada por modos de cocinar de los
descendientes de italianos de la primera oleada inmigratoria y de suizos,
noruegos, franceses, alemanes que poblaron nuestras pampas con la segunda
oleada inmigratoria y que han sido las recetas con las que se dado calor,
alimento, combustible a un pueblo.Y otro –muy distinto en calidad – es el patrón de
conducta alimentaria actual, promovido por el mercado, la industria alimentaria
y la publicidad que se traducen en un sinfín de snacks saborizados,
edulcorados, salados, coloreados ofrecidos en las góndolas como si se tratara
de verdaderas opciones cuando, en definitiva, provienen de la misma mezcla de
sal, azúcar y harina, que es un veneno a corto y largo plazo para quien lo
ingiera y que, combinado con alimentos verdaderos –fruta, verdura, proteína–
dificultan la absorción de los nutrientes que tienen estos últimos alimentos y que
modifican los metabolismos, sobre todo en etapas de crecimiento.
Soberanía
alimentaria puede significar tantas cosas, que sería bueno ir definiendo de qué
estamos hablando cuando apelamos a esa bandera que tan bien nos hace quedar. Como
principio, no estaría mal que sumemos en la lista de ítems que le dan cuerpo a
la bandera: el control de las producciones propias y, fundamentalmente, la
capacidad de replantearnos si necesitamos la comida que le conviene al Mercado
producir. Y como otra cuestión central habrá que apuntar el hecho de recuperar el hábito, el gusto y placer por la cocina, que es una
pieza esencial en esta cadena de revertir los malos hábitos que se han
inculcado en la población derivados del consumo de harina. Porque no es lo
mismo el pan que se logra luego de un amasado casero, con harina y levadura,
que es predecedero y que no podremos hacer revivir más de una vez una vez
cocido que ese pan de apariencia saludable decorado con semillas que es
resistente al envejecimiento; cuya contextura es más blanca y su textura más
palatible, que tranquiliza nuestra conciencia. En ese pan –que además es más
caro– ha habido modificaciones para que el pan sobreviva al tiempo. Para
advertirlo es necesario recordar el proceso verdadero. Y mientras no se cocine;
mientras no se recuerde lo que sabíamos y se recupere ese poder; mientras se
deje el hacer (y el precio) en manos del mercado, ganará el consumo del
discurso engañoso. La forma de revertir la impotencia adquirida con respecto a
una actividad tan esencial y vital para el ser humano, que se repite entre dos
y seis veces por día, con suerte todos los días de la vida, en todas las clases
sociales, las casas, los géneros, requiere volver a meter las manos y
experimentar.
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