Michael
Pollan
"Cocinar, una historia natural de la transformación"
Debate, 2014
En la tapa de Cocinar: una historia natural de la transformación –el nuevo libro de Michael Pollan– hay seis siluetas. Cinco
de estas cuentan la clásica historia de la evolución humana, del mono hasta el
hombre. En la sexta, el hombre consiguió erguirse con mayor soltura y lleva
sobre su cabeza un toque blanche, mientras avanza sosteniendo un cucharón como
si fuera un trofeo o una promesa. Pero a la tapa le faltan dos cuadros: el de
un hombre que, en su afán de soberanía, arroja al cesto
de basura el gorro y el cucharón y –acá viene el último- en el que decide sentarse
en un sillón, junto a su control remoto, mientras en los programas de tv se
cocina lo deseado. Si no se encontró antes, en estos cuadros promete estar el
eslabón perdido: el que corresponde a un estadio larvario que da cuenta del fin
de la evolución. O de que el ciclo debería recomenzar.
O así, al menos, pudo pensarlo
Michael Pollan –autor de El detective en
el supermercado; El dilema del
omnívoro y elegido en 2010 por la revista Time como una de las cien
personas más influyentes del mundo– que, en su nuevo ensayo recientemente editado
en Argentina por Debate- encuentra en el actual estado de las cosas una
posibilidad: “¿Acaso la fermentación no es sino la facultad biológica para
transformar la materia corriente de la naturaleza lo que se nos da, como preludio necesario para crear algo
nuevo?” y empieza por recordarnos que en el origen de la evolución de la
especie humana estuvo el fuego y la capacidad de decidir qué hacer con él.
Aunque tampoco esto de la decisión sea
tan exacto, porque según cuenta una leyenda que se recupera en el primer
capítulo “fuego”, la primera vez que se prendió el fuego para asar un cerdo fue
por azar, por error y porque el hijo retrasado de un porquero chino provocó un
incendio en la casa-granja de su padre y al término del magnánimo evento pasó sus
dedos por el cuero de un cerdo rostizado y se los llevó a la boca. Así, mientras
su padre lloraba desolado, él comentó: “Qué buenos están los cerdos”. Desde ese
día, en la familia comenzaron a incendiar periódicamente la granja; luego
fueron sus vecinos y la costumbre de quemar casas para mejorar el sabor de la
carne del cerdo se extendió tanto que la gente empezó a pensar que la
arquitectura se extinguiría como disciplina.
Si la leyenda es cierta o no bien poco
importa; aunque admite cierto crédito extra que haya sido extractada de un
libro escrito por un tal Lamb (Charles Lamb) -en un ensayo titulado A dissertation about a roast pig- y,
también, confirma una mirada de Pollan sobre la evolución; que valida el
retroceso como herramienta constructiva y que se maravilla tanto de los
hallazgos alimentarios mejor logrados como de las metáforas e historias que los
emplatan.
Periodista, activista por la causa
ambiental, estudioso de las relaciones de los seres humanos con el mundo
natural y profesor en la Universidad de Berkley de un taller de escritura
culinaria, su libro es una invitación a volver en sentido opuesto al de la
Historia no sólo por cierta vocación revisionista –en el largo periplo que
llevó ese conocimiento– sino también
porque Pollan confía en que no existe un futuro mejor sin recuperar ese saber.
En cuatro capítulos señalados por los
elementos esenciales – fuego, agua, aire, tierra– se cuenta la historia de la
relación que el ser humanos estableció entre los elementos y los alimentos y
cómo en esa relación se definió a sí mismo. Apuntando ciertas nociones
culturales que despertaron esos vínculos y ciertas reflexiones prestadas por la
antropología, la psicología, la filosofía, la gastronomía –Lévi Strauss, Freud,
Brillat Savarin aparecen invitados al banquete– se entromete en las cocinas para
registrar diversos procesos de transformación y coción, mientras accede a las historias
de los cocineros que no son las mega estrellas de la guía Pellegrino sino
quienes prometen custodiar un saber hacer histórico.
Ya Anthony Bourdain había propuestos
en sus celebrados libros Confesiones de
un chef y Viajes de un chef un
recorrido narrativo por escenarios similares con un sentido del humor más ácido
y mayor oficio en las hornallas –que abreviaba ciertas descripciones de
procesos culinarios, acertaba en hallazgos maravillosos capaces de abrir el
apetito del lector o hacerle recordar el sabor perfecto de su infancia–. No
obstante esto y que el relato de Pollan no termina de definir un ensayo
científico, ni una denuncia periodística; tampoco una crónica de viaje por
cocinas del mundo ni una enciclopedia o historia de los modos de cocinar, Pollan
ofrece una propuesta que recuerda a Reed: take a walk for the wild side, aunque
ese lado salvaje es bastante poco habitual: una crítica contra el sistema inscrita
en un paisaje aromático, silvestre, diurno. Y ofrece, también, un pensamiento
novedoso acerca de las simbologías y la actitud frente al mundo que suscita
cada uno de los elementos y las técnicas específicas que ofrecen transformar la
naturaleza.
El descubrimiento de que el fuego está signado por
cierta heroicidad masculina, por cierta rudimentaria teatralidad en un
sacrificio que se resume a: ¡fuego, leña, animales! y una vida compartida al
aire libre y, como antípoda, que en el agua –que supone un clima más íntimo desarrollado
en interiores (dentro de los cuencos, dentro de las casas, paciente y
cotidianamente)– hay una naturaleza femenina,
detallista y sutil, tanto en lo aromático –son tipos de cocción que se integran
de plantas, hierbas, especias, vegetales– como en las leves variantes de ingredientes
u orden de los mismos que configura las idiosincrasias de las distintas
nacionalidades y culturas –variantes que Pollan primero menciona y puntualiza y
luego simplifica en una suerte de “sintaxis de los platos de olla” que harían
pegarse un tiro a los compiladores de la guía San Pellegrino: que no
exactamente gracias a reduccionismos así se llegó a la clasificación mundial de
estrellas Michellin– es un gran descubrimiento o, por lo menos, una interesante
construcción.
El aire permitió a la especie tomar
un puñado de semillas de cereal y elevarlas. Pollan encuentra que la historia
de la civilización occidental podría resumirse en el pan, que señala el momento
en que la civilización tomó fatídicamente el rumbo equivocado –no se refiere a
la creencia depositada en el relato bíblico de la repartición de los panes sino
al hecho literal del leudado, que volvió a los alimentos menos nutritivos– y la
tierra, en la prescidencia del calor nos provee si no de la calidez hasta aquí
resumida al menos de la oportunidad de volvernos menos hipócritas en cuanto a
lo que nos gusta comer: moho y fermentaciones que como eufemismos conocemos por
cervezas, quesos. Hay en las verdades que ofrece la tierra la posibilidad de un
ejercicio inteligente y delicioso de administrar la pudrición de los
microorganismos.
Cocinar es una puerta de acceso al
recuerdo de que cocinar –el verbo–
ofrece sus ventajas: comer mejor, saber qué se come; intentar
restablecer el equilibrio entre producción y consumo; despertar la creatividad;
revisar el saber heredado; ubicarse como un organismo más del Universo; estar
en un tiempo presente en el lugar de la acción y volver a tener una noción
realista del tiempo –cuando las tecnologías a las que nos vinculamos nos
ofrecen la opción de salirnos de allí y no estar en ningún lado–. Buscar,
encontrar, unir, separar, esperar y, luego, invitar, conversar y compartir, que
significa refundar el lazo social roto cuando nos acostumbramos a comer de una
lata frente a la pantalla y en soledad.
El proceso de cocinar nos integra al
gran ligado del que nos creemos desvinculados porque todo lo que recibimos como
comida tiene el lejano perfume a… un fragmento de… un color o forma similar a…
el de los seres, plantas, cereales, semillas que existen en el mundo natural.
Los itinerarios de acceso a ese mundo están ataviados hoy de góndolas, marcas,
paquetes, cámaras refrigeradoras. Los caminos verdaderos deberán ser buscados,
conocidos, inventados volvernos artífices de ese trabajo de relación del que
cualquier plato de comida casera da cuenta.
Tomar la sartén por el mango tiene
connotaciones políticas. Al término de la segunda guerra mundial importamos de
Estados Unidos (junto con la cultura en sentido estricto: el arte pop, el rock,
la literatura y en sentido amplio: los modos de vestir, vivir, comer) la
versión optimista de las bondades de una industria que vendría a quitarnos del
tedio cotidiano del quehacer doméstico. Al mismo ritmo que empezaron a entrar
electrodomésticos y paquetes en los hogares y nos libramos de faenas tan
inútiles como el lavado a mano de la ropa o de la casa se perdió el hábito de
cocinar. Esta sustitución de trabajo esclavo por soluciones mágicas en materia
alimentaria no fue tan gloriosa por tres razones. Una es la última: por los
resultados –el tipo de comida del que nos provee el Mercado está poco
interesado en una nutrición saludable y engendró los malos hábitos a la hora de
comer y la obesidad como epidemia que hoy padece Estados Unidos y propaga a su
paso por el mundo-. Otra es porque el mismo proceso de hacer de comer supone un
poder que libera la conciencia. Ya sea que se usado en un sentido zen –que
cuando uno corte cebollas solo corte cebollas (actitud que tendría el visto
bueno de la corriente mindfull y que el mismísimo Pollan, por más new age que
se vea no pudo lograr y gracias a esta incapacidad tenemos un buen libro)– o
que, como Francis Mallman, mientras se colocan la carne y los vegetales sobre
el fuego se deje vagar la conciencia por otras latitudes, profundidades y disciplinas
(que, para el caso, si por algo se le adjudicó a la cocina el prestigioso don
de haber sido el salto cualitativo más
importante en la evolución de la especie fue por generar tiempo libre que antes
se usaba en digerir alimentos crudos); por lo tanto, dejar de hacerlo supone un
retroceso. La última contiene un reclamo genérico: la conquista femenina de
retirarse de las hornallas como obligación de especie fue inconclusa si el
resultado fue el abandono de la cocina; mucho más interesante hubiera sido el
relevo de la posta con los hombres y no sólo por el resultado objetivo de los
platos, sino por la comprensión de la significación de un proceso de
pensamiento y construcción y destrucción tan cotidiano, importante y efímero
como el que supone la cocina.
Cocinar implica volvernos
protagonistas en las muchísimas posibilidades de transformarse que tienen las
materias y este ejercicio nos hace sujetos pensantes, activos; que calibran,
deducen, prueban, ratifican y corrigen errores (si se puede) y si no se lo
comen así o empiezan otra vez. La industria nos evita todo esto. La industria
pensó para nosotros la comida (y, dicho sea de paso: con más azúcar y sal
agregada y más grasa de lo que es considerado saludable; más barata de producir
y eficaz a la hora de generar adicción y menos variada de lo que la publicidad
pretende vendernos); qué hacer con el tiempo libre -nada. O consumir haciendo
de ese tiempo libre un tiempo inmóvil, parasitario- y qué hacer con nuestro
tiempo laboral –una sola cosa; la especialización nos volvió hábiles de una
sola habilidad-. La suma nos da una impotencia adquirida que beneficia a las
corporaciones y nos perjudica como especie.
Si bien puede ser naife decir que la
cocina podría ser una trinchera desde donde luchar contra el sistema
–convengamos que el lugar es poco épico y trascendente aunque sea de vital
importancia – el recuerdo de que Michael Focault alguna vez habló sobre las
micro partículas del poder para referirse a la forma en que el sistema penetra
y nos domina debería ayudar a afirmar que el reencuentro con la cocina es la llave
para regresar a la libertad, que no porque sí en la Antigua Grecia a los
cocineros (y también a los sacerdotes) se les decía mageiros –una palabra que comparte raíces etimológicas con la
palabra magia–; hablaba del poder del saber hacer un proceso milagroso.
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