“No me duele ser tan transparente; no creo que
hubiera sabido hacerlo de otra manera; mi madre decía que un buen libro era
aquel que podías haber escrito sólo tú, que si no, no valía la pena… Insisto en
que no sé mentir… ¿Qué cómo se puede hacer ficción, entonces? No sé, pero yo no
tengo mecanismos de defensa y eso te proporciona momentos maravillosos en la
vida... Si bien puedes hacerte corazas, yo no sé cómo. El resultado es que me
siento “muy incómoda en esta vida: quizá por eso me relaciono tanto con mis
exmaridos… Confío en que la gente me vaya salvando. Porque uno, a sí mismo,
nunca se salva. De la gente quiero la salvación y si no: nada”. Ella es Milena
Busquets (dixit) en una entrevista, a raíz de su libro “Esto también pasará”
–que explotó de ventas en la feria de Frankfurt y con el que se puso al público
de habla hispana en un bolsillo- y, entre otras cosas, por frases como esta –torpes,
sin mucha reflexión ni cautela ni erudición; pero cargadas de un sentir que es el
de una mariposa: pleno, breve, huidizo de la muerte– adoro a Milena Busquets.
No solo me parece una escritora fresca,
divertida, sensible; también me gusta porque podría ser mi amiga. Porque es un
poco como yo y un poco como son mis amigas. Ineficaces en el crucial arte
femenino de la manipulación. Derrotistas. Ansiosas. Impacientes. Inseguras. Intensas.
Capaces de reírse de sí mismas. Aterradas y, por esto, aterradoras. Aparentemente
complicadas y, en el fondo, chicas fáciles; de las que se quedarían a dormir
sin mucho más ofrecimiento que unos mimos y que necesitan, solamente, que las
hagan reír y las escuchen lidiando con sus cabezas maravillosas y oscuras como
bosques. Mujeres que no saben tejer bien, sin dejar hilachas, puntos sueltos;
sin que se les desarme el tejido y del enojo le claven las agujas a alguien
lastimándose, antes que nada, a ellas mismas. Y eso para mí es encantador.
Una me dice el otro día, luego de haber tenido
un primer encuentro amoroso, sexual, con un hombre que le encanta pero que,
desgraciadamente: vive lejos; está separado; está complicado; tiene en común
con alguien seres y cosas cuando ya no tiene ningún sentimiento ni valor en
común; está asustado: “Pero yo pensaba… ¿Por qué no me deja entrar? ¿Por qué no
quiere que lo quiera? Si es tan fácil… Yo no voy a dejar mi trabajo y mi vida pero yo estoy dispuesta a hacer todo
para verlo; puedo viajar cada quince días… Y cuando me jubile a mi me
encantaría irme a vivir al medio del campo donde él vive”. Paré la caminata;
lancé una carcajada y la abracé. “¿Cómo no va a tener miedo?”, le pregunté. Ella
se mantuvo quieta, en silencio. “Si hasta yo tengo miedo”, le dije tomándola
del brazo y estalló en una carcajada. Así seguimos caminando juntas hasta
nuestro destino: el puesto callejero de venta de duraznos sobre la vieja vía
del tren.
Unos días después, fui testigo del proceso de
disolución de su ilusión amorosa. Y protagonista del mío. Ayer, ambas,
esuchamos la historia de otra amiga con su correspondiente hombre, que no se
sentía bien tratada ni correspondida. A la noche, hablé por teléfono con otra
amiga y fue la cuarta que se sentía mal por el amor.
Ayer fue domingo. Y me puse a pensar en la
dinámica común a todas: primero, la atracción; luego, el acercamiento; una
primera intuición de que no era el lugar ideal; una racionalidad preventiva que
pedía distanciamiento; un momento reflexivo posterior como atisbo de avance sin
excesiva implicancia; un segundo encuentro en el que se revela que por encima
de las racionalidades están los sentires y luego, un recuerdo con ternura de
ese otro imperfecto, ya adorable; el deseo de saber de él, de volverlo a ver y un
camino de mínimos, avergonzados o temerosos pasos adelante… mientras el deseo
de que su voz, su olor, su historia empiece a volverse un territorio para
nosotras pulsa con una intensidad descomunal, vertiginosa. Y me puse a pensar
también en la dinámica común a ellos: la que va del total interés y el cortejo
a la desimplicancia, la fobia, los pasos atrás, las aclaraciones de “yo te
advertí que…” o su pariente: “yo te avisé”. ¿Yo te advertí o te avisé? Yo te
avisé… ¡¿qué?! ¿Qué me avisaste? No tenías nada que avisarme… No se manejan las
relaciones personales con señalizaciones de tránsito para explicar esa curva
ascendente-descendente que es la simple traducción literal de su proceso físico,
porque nosotras no vivimos eso. Así que las advertencias bien se las podrían
ahorrar, cuando son tan demodé que ya que no las dicen ni nuestros padres.
“El sexo es una manera de salvarse, de intentar
sacar la cabeza en medio del oleaje; es una búsqueda de algo, no lo veo para
nada banal, ni pornográfico”, dice Milena Busquets en la entrevista. Bien. Yo
tampoco. Ellas tampoco. Y si bien en el libro cuenta ese sexo desparpajado y un
poco promiscuo como una necesidad; es mucho más cierto como deseo de hallar
vida; de hallar un pulso de nado, suave, tibio, que sea la vida, que nos
desentumezca, que nos permita olvidar algo distinto de lo que esperan olvidar
ellos -las responsabilidades o la presión-; que nos permita olvidar el fin. Ellos
parecen no tener un problema con el fin. El fin es el fin y para nosotras es el
principio de algo. Llegamos allí movidas por una promesa que no nos hicieron
ellos ni todas las señalizaciones de tránsito nos hubieran evitado: la de un
territorio nuestro. Yo no sé cuándo ocurrió… pero el deseo de conquista que
tuvieron los navegantes del siglo XIX ya es más nuestro que de ellos. ¿Cuándo
cambió todo tanto? ¿Cuándo comenzaron a titubear? ¿Cuándo comenzamos a salir de
casa, a salir de casería y para qué? ¿Cómo puede ser que salgamos con ese desenfado,
volvamos a casa con tanta preocupación, vivamos pendientes de las noticias del
fin del mundo, estemos llorando como niñas y cuando volvemos a salir sea con la
convicción de hacer tres cosas -patearles
la cabeza como un punk borracho a un tacho; iniciarles un juicio de lesa
humanidad por la merma en las palabras cariñosas después de que han garchado
con vos; leerles un manual de estilo y instrucciones sobre buenos modales- y
hagamos otra: sentarnos a charlar con ellos, que no saben hablar y no les
importa hablar.
“Durante un tiempo, el cuerpo de Oscar fue mi única
casa, el único lugar del mundo. Luego, tuvimos un hijo. Y luego nos conocimos.
Uno intenta actura como un animal de la selva, guiándose por el instito, la
piel y los ciclos de la luna, respondiendo sin demora y con agradecimiento y
cierto alivio a las exigencias de todo lo que no necesita pensarse porque el
cuerpo o las estrellas ya lo han pensado y decidido por nosotros, pero siempre
llega el día en que es necesario ponerse de pie y empezar a hablar. Lo que, en
teoría, sólo ocurrió una vez en la historia de la humanidad, dejar de ir a
cuatro patas, ponerse en pie y empezar a pensar, a mí me ocurre cada vez que
aterrizo del amor. Cada vez, un aterrizaje forzoso”. Claro. Así es. Así tal
cual…
Hace unos años, conocí a la mamá de Milena
Busquets, en una conferencia de un ciclo de editores que se organizó en Buenos
Aires. La mamá fue la grandiosa Esther Tusquets; una vieja pícara,
desfachatada, jugadora de timba, bebedora de whisky que con su encanto
Tres novelas de ella se llaman: El mismo mar todos los veranos; El amor es un juego solitario y Varada tras el último naufragio. Escribió
doce –además de prólogos, contratapas, ensayos, ediciones–. ¿Qué más hace
falta? Decir más nada. Y, sin embargo, ella, a los setentilargos, dijo cosas
tan inquietantes y descolocadas para una conferencia de editores como: “Soy
editora porque empecé creyéndome alguna vez que podía ser editora sencillamente
porque tengo buen gusto y es en lo único que confío de mí” o “no voy a
enamorarme de mi último nieto; ya se los dije a sus padres. No tengo tiempo de
vida para ese amor”. O… (y ésta me encantó rotundamente): “De pronto, algunas
veces pensaba: ¿qué estaba haciendo los años en que no editaba nada? ¿Por qué
tal año no edité? Invariablemente, la respuesta es que estaba perdiendo el
tiempo enamorada de alguien”. Era imposible no amarla, automáticamente.
También conocí primero a la mamá de mi amiga Cocó
y, luego, a ella. Y me enamoré primero de su mamá, una diosa de casi sesenta,
que tuvo 6 hijos y no tardó muchos minutos en decirme – a pesar de su belleza, de
su gracia y charm; a pesar de ser una madre querida y una abuela canchera, a
pesar de tener amor por su profesión, a pesar de estar en pareja y enamorada-: muchas
veces dudé si valía la pena vivir. “Miraba mis dos manos alternativamente y
pensaba: to be or not to be”. Hablábamos de cómo se llena
ese vacío afectivo que nació en la infancia. Dónde, cómo, cuándo, con qué se
cura la orfandad y no había nada. Se convive y ya.
Una mañana me levanté en la cama de un editor
de un prestigioso mensuario político y cultural. Acostada de costado, mirándolo
a él… y más allá –cómo tras el ventanal de aberturas blancas de madera de su
dormitorio, en un edificio de los años cincuenta, las cañas de bambú aleteaban
al viento del fin del verano– le conté cómo me había sentido alguna vez en una
vieja relación. Él recordó que había escuchado una frase casi igual de su
exmujer. Me preguntó, con calma, acostado boca arriba, mirando ahora el techo,
con los anteojos ya puestos y los brazos cruzados tras la nuca y con el mismo
tono cauto, reflexivo con que desgloza la realpolitik, dijo, sencillo: “Yo no
entiendo… porqué es que las mujeres se sienten siempre solas…”. Y había en esa
pregunta un verdadero interés por la respuesta. Pero yo no supe contestárselo
en concreto.
Ahora, años más tarde, pensándolo un poco; de
momento de pie, recién aterrizada y con un leve jetlag, hago las primeras
reflexiones: Cuando el primer día con alguien pensás que va, casi seguro no va.
Y cuando el primer día con alguien pensás que no va, no va. Y que te encante no
es ni siquiera un dato de color. Que te enternezca su fisura, tampoco. Que sea
promisorio, tampoco. Que te incendies, tampoco. Nunca va. Y siempre vamos
solas. Al supermercado. A manejar. A llevar a nuestros hijos al colegio. A
visitar a nuestra abuela. A trabajar. A caminar. A terapia. A estudiar, como
una buena máscara de que alguna otra cosa nos importa más que el amor; a sobrecompensarnos
con títulos por esas carencias que no tenemos siquiera muy detalladas; no
sabemos bien qué es lo que siempre nos falta.
A veces necesitamos un poco no ser; not to be.
Perder la conciencia, amarlos un rato y que puedan prestarnos su olor y su
simplicidad; llenar ese vacío eterno, como lo hacen ustedes: con dos cajas de
pizza, tres cervezas abiertas y el partido de Talleres cuando se fue a la B. Olvidarnos
del fin. Del fin del día, del fin del vuelo. Del fin de la belleza, que a
ustedes jamás les ocurre.
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