Conversaciones

chica punk

El primer día que mi amigo Felipe vio a mi madre, al cabo de un rato de escucharla con atención mientras la iba siguiendo en sus rumbos –las irrefrenables subidas y bajadas por la escalera; las visitas al baño cada cinco minutos para buscar una lima, un peine, un pincel, un hilo dental, un consuelo en blíster–, Felipe volvió del baño desde donde ella se maquillaba con la puerta abierta y desde donde se la oía dar cátedra sobre alguna cosa –no me cuesta imaginar que provista de su puntero azul marca Lancome– y, agotado, se tiró en el puf del living y me dijo: “Uf. Ahora te entiendo, claro. Es una chica punk”.

A la fecha, luego de algunos años que hace desde que la conoce, Felipe sigue sin poder concebir los caprichos de la Naturaleza (cómo la muchacha punk –enérgica, lisérgica, imperativa, ultraviolenta – pudo tener una hija como yo –más bien desvaída y lenta, susurrante, dubitativa–) y disfruta de ser casi el único testigo de los episodios que nos involucran a ambas, mientras yo, alternativamente, me avergüenzo o sufro, respiro hondo para no matarla o me voy y la dejo hablando sola… Y ella: grita.
La semana pasada, la punk ha venido con su amiga Angélica a pasear por Buenos Aires y me llamó para pedirme que fuera a visitarla. Yo di varias vueltas postergando el asunto de encontrarnos… hasta que acepté; básicamente pensando en emular la política de Felipe, que tiene el don de la diplomacia natural, la pésima costumbre de incentivarla en sus planes más descabellados –aunque no es que la muchacha punk necesite patrocinadores... se ha pasado la vida dejándole en claro a todo el mundo que puede con todo sola– y la excelente obediencia de tomarse la vida al pie de la letra de las prescripciones que me hizo mi hermana Emilita, una tarde de verano, en una hoja de los tantos recetarios borradores que andan dando vueltas por la casa de la chica punk en Mar del Plata y ante los ojos azorados de Felipe escribió: “tomate una garompa cada 8 hs. Y si no te hace efecto, cada 6”. Gracias a todo eso, ahora vamos las tres –la punk, su amiga y yo– caminando por las calles de la ciudad porteña, desde el hotel donde ellas se han instalado hasta Santa Fe a mirar vidrieras.
En algún momento, en medio de la vereda, la punk se adelanta dos pasos, gira, frena de golpe y me frena a mí, tomándome de los hombros como un cobrador de la mafia lo haría con alguien a quien va a apurar. He aprendido a tener la flexibilidad de un junco o de un aikidista cuando me patotea y los reflejos despiertos de Jacki Chan cuando la asalta un exabrupto de ternura maternal. Pero me doy cuenta de que esta vez simplemente quiere que la escuche.
        No sabés… –dice.
La miro. Me mira. El silencio debería anteceder una confesión interesante, una mundana sorpresa que acaba de recordar. Sin embargo, como es de prever con ella –casi todo es demencialmente imprevisible– antecede un delirio:
        En La Rural… vimos un tordillo que era igual a Víctor Hugo Morales. Así… –y se achina los ojos imitando a un tordillo que debería parecerse a Víctor Hugo Morales.
Si no la conociera tanto, si la amiga tampoco… no sería inconjeturable que le preguntara a la amiga si logró averiguar qué clase de drogas está tomando antes de dormir, cuando se va desde el baño del cuarto a la cama gateando porque se ha olvidado los zapatos bajo la cama y porque detesta pisar el suelo sin zapatos, provista de su crema para manos, el diario bajo el brazo, la lima y un frasquito con pastillas. Pero como la conocemos demasiado… ambas seguimos caminando. Yo me muerdo el labio y su amiga larga una carcajada y me dice: ¡Pero vos ves las cosas que observa…!
        Ni me lo digas –le digo.
        Ah. Y vimos también a Lilita Carrió
        ¿Y no te pareció una vaca…?
        No. Estaba más o menos elegante.
        Eso es imposible –le digo.
Levanta y baja los hombros, sigue su paso frenético hacia adelante, más por esa costumbre inextirpable de andar por la vida desafiando todo, incluido el tiempo, que porque tenga alguna verdadera urgencia en llegarse hasta el futuro.
        Bueno, hace lo que puede, pobre mujer. No todas son tan lindas como vos… –me dice, un poco irónicamente, un poco en serio.
        Lo que podría hacer es dejar de hacer política. Con eso ya haría bastante… Incluso por los demás.
        Estás muy kirchnerista vos, ¿eh? –me dice la amiga.
        ¿Viste? –pregunta mi mamá a la amiga. – Víctor Hugo también. Y nuestro hermano… –agrega, mientras alternativamente clava su dedo índice en mi esternón y en el de ella: también está muy kirchnerista.
        Tu hermano. Mi tío. Y no hace falta que me introduzcas el dedo en el costillar.
        ¿Y yo qué dije?
        Nuestro hermano. Es tu hermano. Mi tío.
        Ay: llegamos. Esto es Zara, ¿no?
 En el pasillo distribuidor donde alrededor hay 30 probadores, la amiga se sienta en un sillón y ella, con un tono que es audible desde la Santa Fe y Perón, pregunta:
        ¿Puedo ver cómo te queda el sweater?
Abro la cortina de una, para no hacerla esperar y gritar un rato más ante cualquier probador. La chica que lo ha abierto también de golpe, asustada, la cierra. Ella gira la cabeza. Me ve, me sonríe, se acerca.
        ¿Te gusta?
        Ah… sí… Qué bonito… Ojo que es chico María Celina, ¿eh?
Me miro al espejo. De frente, de espalda.
        Está bien.
        No… No está bien. Fijate la sisa. Levantá el brazo.
Levanto el brazo.
        ¿Ves?
        ¿Si veo qué?
        Que es chico…
        No. Me queda bien
        No me parece… Te voy a buscar un talle más
        No quiero un talle más
        Ya le pido a la vendedora un talle más y te lo traigo –dice y rota sobre su eje, comienza nuevamente a caminar frenéticamente hacia adelante. Vuelve al minuto con un sweater igual, un talle más grande.
        Tomá
        No quiero un talle más.
        Probatelo
        Dejame en paz. Así uso la ropa yo…
Abraza el sweater que trajo y me mira en el espejo con cara de congoja.
        Chica.
Mientras está en la caja pagando y eligiendo en una pecera de plástico medias de algodón con flores y bicicletas, suena mi celular. Es mi hermana. Me alejo un metro para atenderla.
        ¿Y? ¿Cómo va todo? ¿Cómo se está portando?
        No…
        Pero ¿qué pasó?
        Ay, es muy difícil… Hace menos de dos horas que llegué y ya no la aguanto más… Pidió un molinillo de pimienta negra en un café llegando al once; se enojó con el mozo porque no tenía. Y ahora tortura a la cajera de Zara preguntándole porqué hacen la ropa tan chica. Me quiero ir…
        Tranquila. Imaginate que estuvieras en el medio de Calcuta, en un leprosario, haciendo un trabajo humanitario. Y todo va a salir bien.
Miro hacia la caja. Hay una fila de veinte mujeres esperando, mientras ella le conversa a la cajera.
        No sé. Estoy en el polo opuesto a Calcuta. Allá los que se están muriendo son los leprosos. Acá la que casi se muere soy yo.
        Es el mito del contagio. Pero no hagas caso de eso. Pensá que el trabajo humanitario te será recompensado.
        ¿¿¿Cuándo???
        En alguna estampilla de la posteridad.
        ¿Y vos? ¿Alguna novedad?
        ¿Viste que Majo se casa?
       
        ¿Viste que el otro día le hicimos la despedida de soltera?
       
        ¿Viste que me tocó a mí llamar al streaper?
       Ah, no. No sabía.
        Bueno, sí. El streaper se me enamoró y ahora me está llamando para ir a ver una película. Lo que me faltaba. Ir a ver cine social con un streaper.
        ¿Querés que te lo cambie por mamá?


salideras


–Este bar… está lleno de pelotudos –dice Felipe y alrededor la gente habla. En el patio de Kerry Kill, a metros de calle Güemes, Felipe y yo estamos tomando una Coca Cola y una cerveza. Felipe, una Coca Cola y yo una cerveza. Si no fuera porque hay excepciones (ésta, por ejemplo) podría decirse que el Polaco Goyeneche tenía razón. Él prefería no explicar. El tipo llamaba al mozo; le pedía le trajera dos cafés y le decía: “uno cortado; no importa cuál”. El mozo asentía de buen ánimo porque así eran los mozos de antes.
Pero como ya no quedan de esos mozos que aprecian la sutilezas del lenguaje mientras refriegan una rejilla maloliente contra la fina capa de mármol de la típica mesa de bar y como en este caso sí importa cuál es el que toma la Coca Cola y cuál es la que toma la cerveza negra –estrictamente por cuestiones narrativas– ese chiste que tanto me gusta como homenaje al Polaco casi se cae en desuso junto a una pila de otras costumbres que van cayendo y a una pila de viejas casas del barrio Los Troncos que han sido destruidas para construir estos nuevos edificios espejados y arruninar los territorios de jardines extensos.
Sé que la introducción a la conversación se está haciendo un poco larga por mi culpa, pero dado que es la última conversación del blog y dado que el mood del verano y de la conversación vino así: nostálgico, un poco somnoliento, lleno de flashbacks, un poco desencantado y tanguero, me permito la licencia de contárselos así, con los delaysque quiera, mucho más cuando la historia recupera escenas de dos antihéroes viendo caer, entre otras cosas casas y costumbres, y tratando de luchar contra el mundo que se les impone sin permiso.
Están ahora por sentarse en unas banquetas de la barra de un bar concheto de Mar del Plata porque no tenían ganas de caminar muchas cuadras más y porque en general el mejor plan es arrojarse en algún asiento y comenzar: ir al núcleo crudo y duro de las cosas sin dar vueltas.
– Pero te aseguro que todos estos pelotudos son más felices que nosotros –dice después.
No me animo a decir si es que la desgracia lo envalentona o qué; pero a posteriori de la profecía, contrariamente a lo que era de prever, Felipe caminó en línea recta hasta la barra del patio y cuando encontró una sola banqueta libre, me miró con cara turbada:
¿Qué hacemos? ¿Nos sentamos acá?
- ¿A vos te parece el mejor lugar del bar para que nos pongamos cómodos los dos, esa única banqueta?
- Ay no, perdóname, perdóname –dice y se agarra la cabeza. – Es que estoy tan mal… No sabés lo que fue dejar a esa francesa…
Miro alrededor mientras intenta una vez más empezar a contarme el flagelo de dejar a la extranjera ninfómana con la que salía porque ahora dice que prefiere las célibes citas de leerle poemas de Borges a una adolescente con las que comenzó a salir y de la que dice estar enamorado. El patio del bar es una jungla no tan distinta a la que recorre Güemes de día, sólo que ahora es una jungla maquillada y perfumada. Él sigue parado al lado de la banqueta, hablándole a la banqueta como Hamlet a la calavera, cuando un pelotudo que está sentado con otros tres amigos pelotudos detrás de Felipe y su monólogo, me ofrece su banqueta. Bien. Un pelotudo copado; con buenos modales, que ahora va a sentarse a la otra esquina de la barra desde donde se saca fotos con sus amigos con pulseras doradas y camperas rompe vientos fosforescentes en una noche en que se suicidan los pájaros, tirándose de los árboles, del calor que hace. Mientras Felipe le hace el pedido al flaco de la barra, el pelotudo con buenos modales me hace miraditas insinuantes y pretendidamente viriles. Un pelotudo a secas.
- Dijiste que te gustaban más que yo los hombres con hombros –me recuerda.
- No cualquier hombre con hombros, Felipe
- ¿Vas a escuchar mi historia con la francesa? Te pedí que me salves a tiempo y no hiciste nada… Fue terrible. Tuve que llevarla en el auto de una amiga hasta la casa. Mientras la francesa lloraba, mi amiga la trataba de convencer de que lo mejor que le podía pasar era que yo la dejara y me hiciera su amigo… Pero yo no quiero ser amigo de la francesa; estoy harto del relativismo cultural, de esforzarme por hablar, de escucharla gemir y decir cualquier atrocidad de película porno en francés, ya estoy grande para seguir teniendo sexo así… quiero coger en lenguas vernáculas… estoy cansado…
- Felipe… ¿de qué te quejás es lo que no entiendo? Tenés como cuatro novias y estás a punto de llorar de la depresión…
- ¡Claro! Es que te voy a decir una cosa. Qué fue lo mejor que me pasó en el proceso de separación tortuosa con la francesa.
¿Qué fue lo mejor?
- Recordé la canción de Moretti que dice “me encanta ir a la cama contigo pero no quiero nada más” y tuve una epifanía. Dije: realmente qué gran compositor es…
- ¿Vos te acordás de que el mes pasado me acusaste de demagoga por defenderlo? Dijiste que era un poeta menor y (sic): “es que claro… yo entiendo... Los opuestos. A una chica tan fina le gusta algo tan vulgar…”. Y ahora me venís a decir esto… Estuve una hora tratando de convencerte que cualquier persona enterrada en el barro de los treinta que haya perfeccionado su vocabulario y ame profundamente las contradicciones del ser nacional y a quien le hayan roto el corazón en un sinfín de oportunidades no tiene mejor opción en la vida que el derecho a amar las canciones de Moretti…
- Pero considero que me equivoqué en mi acusación. Porque llegué a entenderte perfectamente. ¡Qué sinceridad! Entre tanto sollozo francés… Entonces se me apareció esa voz atenorada, melancólica, medio punky, así como bien cutre… Y me di cuenta de que es como una mina fea con una nariz torcida que igual puede enamorarte perdidamente
- Me entendiste ahora…
- Te entendí. Y no solo eso. Me di cuenta que es ¡titánico! En el sentido más literal del término… Algo tan imperfecto que se impone a pesar de sus carencias con esa jactancia merece ser reconocido ad eternum. Es una especie de Beethoveen.
- Felipe, ¿no estás exagerando?
- La comparación es válida en relación a Mozart, a Brahams, por supuesto. Es una comparación al interior del género; no en la relación Beethoveen – Moretti, por supuesto… Pero digo: evidentemente el sentimiento y la necesidad de expresarlo se impone a la forma y al nada democrático concepto de gracia que, al fin y al cabo, ¿qué es?
El silencio subsiguiente hace retórica la pregunta, necesariamente. No estoy para expedirme en un tratado sobre la gracia con miras a ser luego publicado en ediciones del Zorzal, un sábado a la noche con este calor, en un bar de pelotudos…
- En fin. Dejaste a la francesa.
- La dejé. Sí, la dejé.
Repone energías con un trago de su Coca Cola y sacude nuevamente la cabeza.
- Pasame discos de Estelares, después. Quiero escuchar todas las canciones.
- ¿Cuándo tomaste la decisión de hacerte fan?
- Se tomó sola. Como las cervezas en esta mesa, ¿o no?
- Seguramente. 
He vivido más de una vez este proceso: la conversión de un agnóstico a fan de Estelares. Claro que de manera más fortuita y natural, con más lentitud y alegría; no con este estado de desasosiego desmedido. Pero de todas maneras lo celebro con un brindis.
- Tengo un poco de sueño, ¿vamos a dormir?
- De acuerdo. No lo intentemos más…
- ¿Qué cosa?
- Esto de salir de noche no es para nosotros.
Tiene razón, a veces. En el breve camino a casa se oyen grillos y el viento va filtrándose por las hojas de los árboles. Avellaneda es una bóveda arbolada; la luz llega casi llegando a Las Heras.
- Vamos a hacer una cosa. Mañana a la mañana te paso a buscar y vamos…
- ¡a la playa!
Felipe cierra la boca, me acaricia la cabeza como a una nena de cuatro años a quien le acaban de revelar que no van a venir los reyes magos y mientras sostiene mi cabeza entre sus manos me da un beso en la frente.
- No. Hermosa. No me gusta transpirar entre medio de otra gente que transpira con olor a bronceador. A pesar de todo, soy una persona civilizada y con pudores. Así que te paso a buscar a las nueve, desayunamos en un café y luego a la playa te vas solita.
A las nueve de la mañana toca el timbre de casa. Creo que me visto y me lavo los dientes, creo que me quito con un algodón los restos de la crema anti age y me lavo la cara y me pongo la hidratante. Creo que bajo la escalera desde el piso de los dormitorios al central y desconecto la alarma, creo me voy con la llave del garage que no es mi llave sino de alguien que se la dejó arriba de la mesa del comedor diario. Creo que ando sin plata en la billetera. Creo que hay un cajero antes del café y creo que esta luz supina me va a hacer mal. Felipe está blanco y radiante, despierto, lúcido. Yo estoy muerta en vida. No entiendo cómo hacen los hombres para despertarse tan rápido a la mañana y con tantas ganas de hablar.
- ¿Y la punk?
- Duerme
La punk es mi mamá: un exponente clásico de la primera generación de mujeres divorciadas a mansalva y abogada; una chica capaz de amedrentar hombres y poderosos con mejores habilidades que las de la patota entera del narco colombiano Pablo Escobar y con mayor eficacia tortuosa.
- La extraño.
- Yo no. Y vos porque sos masoquista… Te gusta que te rete
- Me cae bien. Cuando no es violenta con vos, confraternizamos bien hablando de Kant.
- Odio que hagas esos cumplidos. Sé que sos nihilista. Por vocación, educación y contexto histórico. Deberías recordar que no podemos ser más que emergentes del mundo post nietzscheano, ¡no me jodas! Lo único que tenemos hacia el futuro, como proyección esperanzadora, son las terapias alternativas, el yoga y cosas así. Y a vos no te gusta esa vida saludable.
- Yo sé que no corresponde, es decir: que es un retroceso histórico. Pero tu mamá me da ganas de ser un poco más kantiano. Me hace creer que vale la pena. Sobretodo con ese petitorio bienintencionado que armó para que dejen de demoler casas.
- En eso tiene razón.
- Estás creciendo, estás más linda a la mañana




el wind gurú


Uno / Comer
Estamos llegando al borde de la playa, donde viven ellos. Mi hermana, en su depto, y a dos cuadras, su novio; en el suyo. Vamos caminando por Alem y se escuchan los ronquidos del mar en la noche todavía fresca. Si supiera sacar bien las cuentas me hubiera dado cuenta de que no me convenía estar acá; yendo a dormir a la casa de Emilita, dado que todos los trámites que tengo que hacer al día siguiente son en los alrededores de la casa de mi madre, veinte cuadras más adentro y aunque la paz de los mates matinales de mi hermana frente al mar no tienen comparación, he hecho mal negocio si lo que quería era verdaderamente levantarme temprano y llegar a la reunión en la gráfica, a depilarme en lo de Marta y a comprarme zapatos. Pero ya está.
- No sé qué hago acá.
Mi hermana, cuya filosofía más trascendelntal radica en la practicidad cotidiana, me dice:
- Ni te lo plantees... Ahora pensá que vas a hacer cuando lleguemos a casa.
De pronto, recuerdo la canción de un rockero español –llamado Sergio Álgora– cuando dice: “Mira el péndulo… Duerme. Ahora: feliz, feliz”. Paramos en la esquina de Alem y Saavedra. Ella besa a su novio que tiene sueño y yo veo encendido a 20.000 watts el cartel de la heladería. El parlante que da a la calle ejecta una canción de Nino Bravo.
- Tomar un helado –le digo. Y ella me levanta un pulgar mientras tranza con el rubio a dos pasos de la entrada del hotel de la esquina.
Yo espero unos minutos; miro mis zapatos un poco gastados; a la gente que va y viene. Ella se da vuelta con la boca colorada y los ojos le brillan.
- Y?
- Y qué?
- El helado?
- Bueno de eso te quería hablar… Está la mamá de Martín en la caja. No puedo ir yo. ¿Vas vos?
- ¡Nooo! La que quiere el helado sos vos. Te espero acá.
- ¿Y vos, Rubio?
Solamente me mira serio.
- ¡Por favor te lo pido Rubio! Yo salí con ese chico a los quince años. La madre cada vez que me ve, me pregunta porqué no me casé con Martín. Martín ya tiene una mujer y dos hijos… Yo hace… dejame pensar… catorce años que como helados gratis porque no me los cobra y me da vergüenza y me caen mal porque siento la presión de la mafia siciliana persiguiéndome… Y tengo que ver el álbum de fotos de la fiesta de quince de la prima mientras se me chorrea el chocolate… es muy terrible. No quiero que me mire otra vez acongojada y me diga “qué lástima”.
El Rubio ha cobrado cierto gesto de impresión. No arriesgo a descubrir si a raíz de lo mismo que a mí me impresiona o de otra cosa. Luego me dice:
- Compralo en la heladería de la próxima cuadra
- ¡¡¡No es lo mismo!!! –decimos a dúo con mi hermana como si estuviéramos defendiendo la moral de nuestra madre. Y sigo yo: – el sambayón de lo del Nono, con su receta italiana, es incomparable. Es como un orgasmo. No me lo podés cambiar por el de la heladería de la otra cuadra que es simplemente otro gusto de helado más...
Con el Rubio no hay caso. Sigue inmutable. No entiende la diferencia entre esos helados. Es deportista. Miro a mi hermana:
- Prestame tus anteojos y la gorra del rubio… ¿No tenés una bufanda?
- Por favor –dice mi hermana.
Vuelvo a los veinte minutos con un cucurucho dado vuelta emergiendo de un vaso de plástico de un cuarto de kilo; una cucharita de plástico colgando de la boca; la marca de un beso fucsia en la mitad de la mejilla y el pelo todo revuelto.
- Me ama –les digo. – Pero no lo soporto. Es demasiado…
- ¿Para qué te dio un vaso con un cucurucho la mamá de Martín? –pregunta mi hermana
- Porque no hubo forma de decirle que quería uno chiquito y porque mientras me hablaba casi se me cae todo el helado, entonces el chico que los sirve vino a traerme el de plástico.
- Así empezó todo alguna vez… –recuerda.
- No. Así no… –digo intentando rescatar la poca dignidad que me queda luego de toda esa escena y poniendo a salvo mi primer noviazgo formal de algún confuso perfil incestuoso. – Tenés que entenderlos… son italianos…
Seguimos caminando por Alem y antes de llegar al tacho de la heladería de la otra cuadra tiro el cucurucho al pie de un árbol. Al lado cae una colilla de cigarrillo que tira el hombre de la puerta del quiosco.
- Eso no se hace –me dice el Rubio. – Es muy feo.
- ¿Qué cosa?
- Salir con Martín –dice mi hermana, aprovechándose de la situación.
- Ha habido cosas peores…
- Doy fe. Peores Martines y Martínez, también.
Todos nos reímos.
- No hacía falta… –le dijo, achinando los ojos y sacudiendo la cabeza.
- Evidentemente sí. Saliste como con cinco…
- Pero por dios, ¿qué decís?
- No intentarás desmentirme supongo…
- A algunos no los conociste…
- Porque ni vos llegaste a conocerlos, para tu propia suerte. Y eso que no estoy contando los primeros
- ¿Qué primeros?
- ¿Vos te acordás que en primer grado te gustaban Martín y Juan Martín y los invitabas a los dos a jugar a casa ¡¡¡juntos!!!? ¿A dónde querías llegar así? Esa fue tu primer historia de amor; un enredo; un desastre…
Yo me doblo en dos de la risa, en la mitad de la calle; el Rubio se muerde el labio inferior; mi hermana sigue caminando erguida como siempre.
- Es que eran perfectamente complementarios –ensayo una defensa personal a los gritos, tres metros más atrás – Juan Martín era un caballero sabio y educado; un mini lord inglés y Martín… –hago una pausa, respiro hondo, bajo la voz, me muerdo el labio y me sale una sonrisa: –Mmm… Martín era un reo divino. Además… ¿yo que culpa tengo de haber nacido en esta sociedad occidental del orto que, por un lado, te enseña que el amor se multiplica cuando se reparte y por otro te obliga a elegir a uno solo? Nunca pude entender las reglas. Soy una incomprendida…
Todos los transeúntes de Alem se han detenido a escuchar nuestra conversación.
- No. Sos un desastre –grita mi hermana y abre los brazos.

Dos / Rezar
- ¿Cómo voy a hacer para civilizarme igual que el resto?
- Enamorándote. ¿Vos creés en dios? –me pregunta María, la mujer de mi papá.
- Sí –le digo, aunque supongo que su dios y el mío no son el mismo, pero son buena gente los dos.
- Bueno… Primero tenés que convencerte de que querés ser feliz y después… Pedile a dios que te mande a tu amor.
- ¿Y será una falta de respeto si además le pido que me lo mande con un cartel que diga: ES ÉSTE; EL OTRO ES EL AMIGO, TARADA.
María niega con la cabeza.
- Así no me confundo…. –le digo.
- Es que vos no te confundís. Te inventás las formas más retorcidas de escaparte y arruinar de la mejor manera posible todas las opciones de ser feliz con el que te importa de verdad. Y hay que decirlo: sos increíblemente eficiente. Pero quedate tranquila: no vas a volver a cometer el mismo error. Cuando llegue el momento adecuado no vas a poder escaparte ni salir corriendo. A mí me pasó eso con tu papá. Mirá que intenté huir y arruinar todo, ¿eh? Pero finalmente no me quedó otra opción que quedarme con él.
Mi papá llega al living con una picada ordenada impecable.
- María ya te dije que queda feo que digas eso.
- Ah –dice María, desatendiendo las prevenciones de mi papá. – Y tené cuidado con lo que pedís. Porque se cumple. Después no digas que no te avisé. No te quiero acá llorando porque sos feliz y estás enamorada, ¿de acuerdo?
- Bueno. Voy a esperar un poco entonces. Total está abierto todo el día, todo el año, ¿no?

Si el amor es como el mar, mucho más que como la tierra firme… Si los naufragios pueden llevarnos tan lejos... Si se trata de partir y de llegar; de volver a intentarlo, de soltarse… Entonces… no se puede renegar contra los designios de la naturaleza; pretender al mar sin idas y vueltas, sin remolinos y sin espumas. Lo único que podemos hacer es aventurarnos a la buena de sus caprichos y, eventualmente, sobre la tabla que nos traslada, aceptar ser engrillados para no perder la posibilidad de acompañar los vaivenes de la vida; acariciar la deslizante superficie; rezarle al wind gurú; adivinar –sin proponernos acertar de qué se trata– la naturaleza que vive allí, en las hondas profundidades.



películas olvidables


Uno /GuionesEl fin de semana, nos juntamos en la casa de mi padre, mis hermanos y yo. Hace bastante que no estamos todos juntos charlando de la vida y por eso, en un momento de la tarde, mi padre me consulta como al pasar:
- ¿Seguís con el mismo… ¿novio?... que tenías?
- No
- ¿Qué pasa con los novios últimamente, hija? ¿Vienen fallados? –pregunta, luego, haciéndose el perspicaz.
- No –le digo, rotundamente.
Pienso un rato. Mientras él, ahora, mira concentrado el partido de Chacarita contra Tigre, lo interrumpo.
- O, mejor dicho, por supuesto.
- ¿Por supuesto qué?
- Que vienen fallados. Pero el problema no es ese.
- No es el problema… -repite como un autómata.
- Es decir… Yo tengo las mías
- Un roto para un descocido, ¿querés decir?
- No. Digo que el problema, papá, no son sus fallas. El problema es que no estudian los guiones.
Mi padre está inmutable, aferrado al control remoto, sentado inmutable como un buda, moviendo sólo las pestañas, mirándome con ojos de vaca.
- ¿Para qué pierdo tanto tiempo escribiéndolos; lidiando con los textos; apuntando rigurosamente cuándo deberían entrar y salir; qué luz cenital debería iluminarlos; qué deberían contestarme si ellos luego van a decirme lo que quieren o les parece? ¿Cómo pueden permitirse esas licencias artísticas? No entiendo… ¿Qué creen que es? ¿Un match de improvisación? Escuchá: le digo a uno, la última vez: “Mirá… Te lloré por teléfono; te dije que te quería ver… y no me respondiste nada…” ¿Y sabés lo que me dijo? ¡¡¡Que no le gustaban las novelas!!! Pero por el amor de Dios, ¿a qué esperaba que jugáramos? ¿A una película de cowboys? Tiene el privilegio de que le haga de Luisa Kuliok y lo desaprovecha. ¡No me importa si no le gustan las novelas! Mínimamente, que me haga de Jorge Martínez.
- Hija: Jorge Martínez es gay –apunta distendido.
- No era un dato que precisara justo ahora, ¿sabés?
- ¿Y que Luisa Kuliok se hacía monja?
- Bueno. No será lo mejor. Pero es peor ser Grecia Colmenares… Andreita del Boca…
- Si te alcanza...
- Nunca alcanza. Ese es el problema. Y por eso trato de aceptar lo que viene.
- Pero hija de esperar tooodo al otro polo... ¿Por qué crees que cualquier colectivo te va a dejar bien?
- Porque vivo en el centro, papá. Cuando me mude a la campiña inglesa, rodeada de flores amarillas, seguramente el único que va a llegar es Charles Ingalls. Por ahora, todavía por mi casa, pasa el 273; el este, el sur, el talp. Así de triste es la vida, papá.
- ¿Y si usaras el centro para encontrar tu meridiano?


Dos / Backstage
El domingo a media mañana me suena el celular.
- ¿Estabas durmiendo?
- No, Ju. Me estaba por levantar.
- Bueno… Si querés, venite a almorzar pastas a mi nueva casa. Te llamaba para saber cuáles te gustan.
- ¡Qué bueno! Todas, cualquiera
- ¿De pollo, por ejemplo?
- ¡¡¡No!!! ¡¡¡De pollo justo no!!!
- ¿Y por qué me decís cualquiera?
- Juliana no me molestes… ¿Y por qué me decís de pollo? Si yo te invito a tomar un helado, ¿vos vas a suponer que es de mondongo?
Después del almuerzo, me pide que la acompañe al baño. Tiene que lavar ropa. Así que mientras saca las prendas del balde, las pasa por agua en el lavatorio, las retuerce y las tira con la habilidad de un basquetbolista al bidet, yo me siento sobre la tapa del inodoro a tomar un té.
- Es el momento de pensarlo –el comentario viene de antes; ya no recuerdo ni de donde… Como es siempre en todas las conversaciones; de un lugar que ya no importa. – Tenemos la edad para tomar la decisión y la tuya es escribir y tenés que escribir y dejar de contarme de otras cosas que no tienen importancia… Mirá si cuando nos juntamos a tomar un vino hablarás pelotudeces que me enteré que tenés una editorial el día de la presentación del segundo libro. Me estaba comiendo un brochette y les digo a las chicas: “¿A qué vinimos acá? ¿Por qué lo presenta Celín?” y ahí me dijeron. Es el momento de pensar que queremos dejar en el mundo
- Es que a mi la escritura y toda esa pavada de la realización profesional femenina me parece super neurótica… Sí… todo bien… un par de libros… Pero eso va a pasar... Y si tiene que pasar. No me desvela; no me muero por eso… digo… Los libros son para los demás, a mí no me importan mis libros...
- A mí sí, los quiero leer.
- Pero no, no, no. Yo escribo, pero prefiero hacer algo más importante…
- ¿Qué es más importante que…?
- Hijos –la interrumpo, con la vista fija en la puerta.
- ¿Pero vos me estás cargando? ¿“Hijos quiero dejar”, decís? Una chica intelectual; que se viste así y come comida en el wok y se junta con los amigos a hablar de temas filosóficos… ¿Me vas a contestar como una piba de la bajada a la autopista? ¿Sos idiota? Te lo pido por favor… Es lo más lumpen que te escuché decir en diez años que hace que somos amigas.
- Es la verdad. Es lo más genuino que pued...
- No soporto que digas eso para evitarte protagonizar lo que tenés que vivir. Mi ex novia no tenía ni un diez por ciento de mis o tus recursos para vivir su vida y se dio cuenta de que lo que podía hacer eran cactus. Y se armó una vida alrededor del cactus. Se mudó a una casa con jardín para cultivarlos; un invernadero. Y viaja los fines de semana a las ferias de San Telmo a hablar con la gente de los cactus. Yo me mudé a esta casa para empezar a darle lugar a mi proyecto y vos tenés tu proyecto y no querés hacerlo porque crees que les va mejor a las mosquitas muertas.
- Y si...
- No... Decís que preferís tener hijos ahora como sea para que te compliquen la vida... Porque no querés hacerte cargo de vos. Porque te da miedo ese protagonismo, porque preferís escaparte. Y, ¿sabés qué es lo peor? Lo peor es que a los hijos no lo podés planificar así… De hecho, pienso que ni siquiera dependen de vos.
- Por eso me preocupa. ¿Y si nunca puedo quedarme con alguien? ¿Y si... simplemente eso no es para mí? ¿Qué voy a hacer? Lo demás... la escritura... depende de mí.
- Aprendé a esperar lo que querés realmente. Dejá de tirar al tragamonedas 25 centavos para no perder tanto. Y si escribir depende de vos, ponete a escribir y no me hagas calentar –dice, retorciendo más fuerte la media que acaba de enjuagar. – No vamos a tener una charla sobre las dudas que te acechan sobre lo inasible del camino porque me cansa que te hagas la pelotuda.


Juliana es de tauro. Yo soy de escorpio. Y, a veces, las veces que hablamos solas, cada tanto, siento que si no estuviera su marca el agua seguiría avanzando hasta desbordarlo todo. Juliana es la tierra; el encauce perfecto.


- Te voy a decir una cosa. Yo no te voy a creer que querés ser Susanita por más que empieces cursos de cocina o de corte y confección para disuadirte e intentar convencernos a nosotras de que querés ser normarl. Ponete a escribir; buscate a uno con el que te guste revolcarte y a las cinco de la mañana le bajás a abrir, porque lo demás va a llegar solo. ¿Está claro?
- Me da mucha fiaca, Ju, bajar a esa hora. Prefiero preparar el mate a la mañana
- Y ponerte de novia... y creerte una historia con cualquier tarado...
- Ponele.
- Bueno. Ahora empezá a ponerle que no. Dejá tu romanticismo para ir al cine conmigo. Esperá al que realmente sea. Y hasta que no puedas ver que sos una persona valiente que se anima a luchar por lo que quiere de verdad y que caminás por sobre tus miedos y tenés sueños, ideas, criterios y suficiente caracter como para no pedir permiso y, entonces, te des cuenta de que al lado tuyo merecés un hombre valiente que se anime a encarar la vida como vos y no un tarado que no sabe lo que quiere, es mejor que te quedes quieta. Hasta que te veas de verdad. Porque no soporto que andes lamentándote por el mal funcionamiento de historias de amor que son lamentables desde su concepción... Que ni son de amor ni son con alguien que realmente te importe. Yo no voy a permitir que te quedes con cualquier tarado con el que te cruzás y te ponés a jugar a Susanita, suponiendo que eso es ser una mujer. Yo sé quién sos. Y no sé porqué vos no lo sabés. Pero ni sos una fóbica, ni una egoísta ni la culpable de todos los fracasos amorosos. Simplemente para que funcione tenés que dejar de actuar, de hacerte la boluda y ser vos. Y el que no te quiera así porque tiene miedo o le significa un desafío demasiado arriesgado que se mate. Me acuerdo de cómo eras a los dieciocho y te extraño… ¿Vos no te extrañás?


Tres / Film
Es jueves y es tarde como para avisarle a Juliana que, en un espasmo cultural, me dieron ganas de retomar una vieja práctica habitual que, últimamente, había dejado abandonada. Por eso decido ir al cine sola. En la web de cinema la plata, la cartelera –por fin– me resulta más que esperanzadora. Hay cuatro películas que me dan ganas de ver y dos que pujan por ser la elección para esta noche del borde de la primavera pero todavía destemplada.
Una es una película francesa: Un affair du amor, de Stéphane Brizé (perdón a los lectores por la profanación: soy la única escribiente que ni queriendo encuentra los acentos al revés). La otra es una pelotudez. Pero resulta que la historia me resulta auspiciosa –más allá de Javier Barden– porque yo leí parte del libro de Eva Gibert en el verano, en la casa de mi hermana, días después de que mi padre decidiera hacerle a Emilita ese regalo para navidad. Intrigada por averiguar porqué mi padre –que comúnmente no entra a librerías– fue tan entusiasta el 24 de diciembre pasado insistiendo en distintos locales marplatenses, entre mares de gente, decidí comenzar a leerlo antes que mi hermana, por las dudas hubiera allí un mensaje bíblico; una clave oculta que organizara milagrosamente (soy así de crédula) mi vida. Comer (en Italia), rezar (en India), amar (en Indonesia); una mujer a la búsqueda del deseado equilibrio entre el cuerpo y el espíritu es una crónica larga del peregrinaje de una chica treintiañera que decide dejar una pareja que no la hace feliz, los lugares consagrados de su trabajo, su vida tal como la conoce y salir a recorrer el mundo, intentando a averiguar quién es ella y de qué se trata aprender experimentando. En la versión cinematográfica la actriz es Julia Roberts y el director Ryan Murphy.
Intentando reconsustanciarme con el espíritu estigma de intelectual que me recordó Juliana y dejarme de pavadas, desecho el segundo plan. Voy al cine Paradiso y tras la puerta de vidrio me llaman la atención los anteojos de la acomodadora del cine, porque son enormemente cuadrados y marrones. Para disimular el cuelgue, le pregunto:
- ¿Ya empezó?
- No.
Nos seguimos mirando un minuto más; estoy fascinada con sus anteojos. Luego, trato de ver desde el mismo lugar donde estoy parada cuál es la sala.
- Es la cinco –me dice. – Estás sola.
- Ni me lo digas.
Se rie; avanzo por el corredor hasta el final y entro en una sala llena de butacas grises. Luego, entra una pareja que se sienta unas filas atrás. Me dan ganas de girar la cabeza, advertirles: “Pero no estoy mal, ¿eh?”. Pero se besan. Empieza la película. Lloro desde el primer beso de una historia que no va a prosperar. Delante mío tengo, amplificada, una historia de desencuentro. Detrás, una chica y un chico se besan cada tanto aceptando que es eso el amor. Ni más, ni menos. Y que las películas son solo en el cine y cada tanto. Definitivamente, termino entendiendo que doy demasiadas vueltas para las cosas tan simples. Debería dejar de pensar.
Comer, rezar, amar. Empezar por ahí no sería un mal plan.


lo que podemos hacer


La loca de mierda (está en todas nosotras)
Hace un tiempo, mi amiga Juliana me mostró unos videos en youtube de un personaje bastante encantador. La chica en cuestión, la loca de mierda: Malena Pichot, es una cheta de barrio norte, prima del jugador de Los Pumas, que cuelga videos caseros sobre sus problemas existenciales de treintiañera que, bien lejos de esos vulgarmente glamourosos prototipos de mujeres consumistas de Sex and the city, es franca y abiertamente un desastre; una chica que básicamente vive adentro de su casa, sin saber qué hacer con ella misma, con su ansiedad, su cuelgue y las traiciones de la autoestima que sufrimos tantas veces las mujeres. Hay una secuencia en la nos reímos mucho y dijimos: “yo también”, las dos a coro, Juliana y yo. Decía algo como: “tengo casi treinta años; no estoy casada; no tengo hijos; ando casi todo el día en pijama; no soy una profesional independiente y, por lo tanto, no me puedo comprar las cremas Avene”. Lo que es más o menos equivalente a tener una vida completamente al pedo. Pero se sobrevive. No con la piel tan tersa como si uno usara las cremas Avene, pero de alguna manera… ¿digna? En fin… A lo que iba o, mejor dicho, por lo que venía a cuento la loca de mierda es por su postulado de que todas llevamos una loca de mierda adentro. Y pienso que, además de ser cierto, es lo mejor que nos puede pasar porque lo otro... lo otro es ser ellas: las buenas, abnegadas, sostenedoras, incondicionales. 
Alimentos nutritivos
Le cuento a mi hermana que no ando muy bien, porque me pelié –y en el fondo no sé porqué; una pavada que no sé cómo se fue tan lejos y cómo en vez de que alguno apague el fuego le tiramos un bidón de nafta– con mi chico que, en realidad, de chico… pero… se entiende. Mi hermana, que es estratégica, racional y contenida sale con un surfista rubio de ojos turquesas que podría haber sido uno de los jugadores del ejército alemán que fue al último mundial de Sudáfrica. Y tiene la capacidad de control sobre la gran mayoría de las situaciones, a diferencia de mí, que no la tengo casi nunca o si la tengo es haciendo mucho ooommmm y poniendo el conflicto en diálogo reflexivo para terminar hablando ya no con mi chico sino con mi psicólogo. Me dice:
 Vas a tener que negociar entre tus expectativas desmesuradas de un amor incondicional e incomensurable y lo que una persona en concreto te pueda dar. Y además… ¿No ves que en la era posmoderna es todo light? ¿Por qué hacés una escena lamentable del romanticismo más pesado y tanguero?
 Y bueno… –atisbo una respuesta. – Odio lo light. Los quesos descremados, el Nutrasweet, las barritas de cereal.... Prefiero un guiso…
 Bueno, pero dejá de perseguirlo con la olla y la servilleta atada al cuello. Y, además, sorry pero te voy a decir algo que es una estrategia básica de marketing: “mami… el susanismo no vende”.
 Ayyyy boluda…. Le lloré encima…
 Naaaa
 Sí. Por teléfono. Dos veces.
 Ahhhh bueno… Hacés todo mallllll. Decime que llegaste a tu casa y pusiste un disco de Luis Miguel, también…
 De Miguel Mateos
 Bueno no sé qué más decirte. Que Dios te ayude.
Cero en marketing
A la tarde, intentando distraerme, voy a caminar por la ciudad. El día está horrible pero no sé qué más hacer. Concentrarme no puedo. Ya limpié. Todo limpié: la alfombra, la cocina, el balcón; compré plantas, cambié macetas, las regué; lavé ropa, limpié la persiana de afuera y de adentro, limpié los vidrios, limpié el horno, cambié las sábanas, limpié el baño, limpié la cortina; me bañe. Así que salgo, con la idea de restaurar mis manos de ese estado de deterioro en el que quedaron. En una perfumería, me atiende una chica gorda y segura de ella misma. Me pregunta qué quiero. Una crema para manos… Algo reconstituyente… Me da una crema con demasiado perfume. No le creo a la crema con perfume y ese olor me da ganas de llorar… Ese olor tan lejano al de la crema Avene… la crema Avene tan cara. Que tenga, por ejemplo, aloe vera, le pido, reconociendo que la vida –por lo menos la mía en este estado– es patética. Sonríe. No entiendo de qué. Me lleva a un mostrador… Me dice: “98% aloe vera. Casi puro”. En el envase, al lado de la marca, en un sticker gigante dice: gel post solar. Le digo: “es gel post solar; para después de la playa”. “No, no. Dice eso, pero en realidad es crema. Muuuuy nutritiva, muuuuuy absorbente, muuuuuuuuy hidratante. Yo la uso siempre después del baño, no sabés, te reconstituye, te saca los pelos encarnados, te deja la piel suave y no es nada pegajosa”. Me la vende. La gorda segura de sí misma que tiene claro lo que quiere me vende a mí, que soy tan inteligente, lo que ella quiere, aprovechándose de que no estoy bien. Es eficaz. Tiene un plan frío y una peligrosamente encantadora estrategia de venta. Gana. Pienso que seguramente a su novio lo haga creer que es feliz usando una camisa rosa. Nunca voy a poder hacer eso. Y, a cinco cuadras del negocio, pienso que ese hecho sirve para explicar todo. Mi papá tiene razón: así no es. ¿Cuánto tiempo más voy a seguir peleada con la realidad de la importancia de la imagen, negada a desarrollar un plan estratégico de venta, negada al marketing, a los números, a la conveniencia? ¿Adónde voy priorizando el sustrato inalcanzable del amor, la piedra filosofal, la teoría del principito de que lo esencial es invisible a los ojos? A comprar un gel post solar en pleno invierno.
Siempre nos quedará Paris
A la noche, mi amiga María me invita a cenar. Después de ver el video que han filmado esta tarde para los faunos; de ver un videoclip de El mató y de ponernos al día con otras cuestiones, le cuento lo del gel, la discusión trivial y todas las sensaciones que tengo más allá del hecho puntual y que tienen que ver estrictamente conmigo. María y yo, en un montón de aspectos, somos muy parecidas. Me dice: “te entiendo tanto amiga, yo hago lo mismo”. Llegamos a la conclusión de que la mayoría de las circunstancias angustiantes que atravesamos provienen de no poder caminar con equilibrio. La estabilidad no es un don que se nos de, como sí se nos dan otros. Aunque no sabemos bien cuáles y que sirvan para algo.
 Lo único en todo esto que yo creo que habla bien de mí, es siempre haber elegido hombres con suficiente carácter como para no dejarse pasar por encima –le digo. – Así como no aguanto a las mosquitas muertas detesto a los hombres obedientes.
 Tal cual... Además, en el fondo sufrimos pero no queremos que hagan lo que nosotras queremos. De hecho, cuando te quiere uno que está absolutamente disponible para vos, decís: “sí, sí te entiendo. Yo también si fuese vos me querría. Pero a mí eso no me aporta para nada. De hecho, me hace sentir peor. Yo quiero que me quiera uno de los que importan. De esos…–dice y señala al novio que está con su amigo charlando de asuntos más felices, triviales y contingentes.
Me rio. Y ella sigue.
 Y además yo sé que si me dejan… puedo llegar a ser terriblemente déspota. Soy capaz de decirle: ahora andá y limpiame el baño… y después andate. Que quiero llorar sola.
 Por eso te digo: lo único que creo que habla bien de mí, aunque no sé si es de buena… Es que no me aguanto que hagan lo que yo quiero siempre… Pero no sé cómo hacer para manejar la angustia que me provoca que hagan lo que quieran y evitar la sospecha de que van a hacer lo que quieran conmigo también…
 Cuando en el fondo no es verdad y lo sabés.
 Pero lo olvido.
 No lo olvides.
 Es esa personalidad oscilante; nunca parada en un punto equidístate y real.
 Yo un día siento que él tiene que agradecerle a la vida estar conmigo; que soy lo mejor que le pudo haber pasado y que cómo una diosa como yo todavía estoy con él es algo que no entiendo… habiendo tantos hombres lindos. Y al otro día, recapacito y lloro y pienso que soy una basura de persona y que no me lo merezco y ruego por favor que se quede conmigo porque si no se queda él, no me va a querer nadie…. Y hay un montón de mujeres más agradecidas y simples….
Me rio. Es como si lo estuviera diciendo yo. Siente exactamente lo mismo.
 Y lo que me sorprende es que encima creen que soy buena persona –dice.
 Es que somos buenas, Mari… Para mí son, lejos, más peligrosas las que venden geles post solares en pleno invierno… En general, cuando podemos ser coercitivas no nos quedamos.
 Sí… –no me lo dice convencida. – Yo me siento un poco como Julie Delpy, en Antes del atardecer, cuando llora y le dice a él que está harta de ser la mujer que los hace pensar
 Sí, entiendo… me pasa lo mismo. La que les cambia el mundo para su bien. A la que aman siempre aunque elijan a las que venden geles post solares.
 Claro. Es desahuciante…. Y dejá de joder con los postsolares...
-- Es que me quedé traumada...
Pasa un rato. María dice:
 Bueno, pero al final de la película ella se queda con él.
 No sé… Él tiene un hijo en Estados Unidos
 Pero pierde el avión que sale de París
 Puede tomarse el siguiente
 No pienso que se tome el siguiente
 No sé… No creo que se abandone un hijo, un país, un matrimonio y un trabajo por un amor tan idílico. Aunque sea más fuerte.
 Claro… es como la elección del amor sin error; del amor perfecto de una noche cuando eran jóvenes, sin haber transpirado, ni trabajado, ni nada. Y además ella es un poco solitaria. Nosotras también.
 Por eso para mí la mejor película de Julie Delpy es Dos días en París. Porque ella es un franco desastre consumado. Pero hace todo lo que puede para quedarse y le pide que la ayude; que entienda lo que le cuesta no fregarla. Y él se queda con ella porque la ve. Y porque la quiere como es.



descartes del discurso amoroso


UnoLe pregunto a mi hermana por el msn cómo anda con su chico. Escribe: “Me mata el rubio. Acá estoy con él, encerrada en mi departamento desde anoche. Después de habernos pasado la tarde al mejor estilo Woodstock, lo tendrías que ver con pantuflas de snoopy cocinándome un pollo, mientras Luca [se refiere a Luca Prodan; lo dice por ella; a veces tiene la pésima costumbre de hablar de sí misma en tercera persona] está desnucada, todavía con olor a alcohol de ayer, mirándolo sin hacer nada”.
– Qué desastre. Estaba pensando… ¿No crees que es momento de proponer una liberación masculina?– le digo, luego.
Mi hermana no es hippie. Hará el amor como en Woodstock –toda la tarde, sin preocupaciones– pero a mí no me engaña: es fría y racionalista, como todo el ejército alemán.
– Puede ser… – dice, mientras la veo por la camarita masticando una rodaja de zanahoria y mirando hacia arriba, más allá de la pantalla – Pero, de momento, le queda tan lindo hacer un pollo y a mí me gusta tanto su espalda bronceada que sobresale por el borde superior de la notebook, que no creo que sea bueno proponérselo justo ahora. Contame algo vos… Y cambiá esas ideas.

Dos
– Pero que con esos anteojos de freaky, ¿qué querés? “Yo soy artista porque tengo problemas y otra perspectiva de la realidad”. Te lo digo así, mirá: volá de acá con ese flaco. En cambio, el otro… onda no tiene… Pero va. Yo al gordo te lo banco. Tiene anteojos de verdad. Deno-veo-una-mierda. Eso me cae mejor que todas esas pretensiones de intelectual de ese otro que –sabelo desde ya–: no me lo traigas a comer a casa, ¿eh? Con ese aspecto de cheto torturado tengo culpa... Porque no lo voy a recibir. A lo sumo te lo saludo en un bar; más no me pidas. Y si querés que te preste atención y considere realmente que es tu novio… por respeto a todos nuestros años de amistad: venime con un pibe normal; un pibe de barrio, uno de verdad...
-- Pero no estoy eligiendo... Yo... No... Es que... Pero... ¿Me lo vas a elegir vos?
-- Sí. No. ¿Yo? No te digo. Nada; yo no te digo nada. Vos sos grande. Fijate. Pero recordá que cada tanto como que perdés el eje y te parece que todo el mundo es copado. Y considerá que vos ya de por sí sos bastante infumable… Nosotros porque te queremos así, porque tenés otras cosas buenas y, básicamente, no te damos mucha bola a todos esos enrosques, pero buscate uno que te aguante de verdad; que te banque a muerte; no te pregunte mucho el nombre, te ponga por ahí… –dice y señala vagamente, cerca de la ligustrina de su casa: –una casa, tres pibes ¡y no jodas más! Para glamour comprate zapatillas en Las Pepas. Pero no podés considerar en serio a alguno de todos esos afectados que a menudo conocés y que a uno le dan ganas de decirle: “Ay, sí, sí, bueno Roberto, yo te entiendo que sos un chico sensible, especial… Pero traete un pan; un paquete de yerba y uno de carbón del almacén, ¿dale? Haceme el favor. Que es domingo; se está haciendo la hora del almuerzo y desde que te levantaste estás ahí leyendo a Banville como un muerto”.
– Pero sí… Ya sé… Yo no te digo que no, pero tampoco es tan fácil. Es una cuestión de compartir cierto punto de vista…
– Es, básicamente, una cuestión de anteojos. Y de que ya desde ahí te tenés que dar cuenta de quién no te sirve. Hay que ver las cosas que me traés… Y eso que vos no tenés problemas de visión; es una cuestión de distorsión en la mirada. Y yo tengo que estar acá parada; firme, al pie del cañon, porque soy tu amiga… pero vamos. Vamos. Vamos.

Tres– ¿Vos querés un pibe de barrio? –dice mi amigo, sentado al otro lado de la mesa del bar donde estamos almorzando y lo dice con una mirada oblicua y ciertos perceptibles temores de que darme la receta sea algo así como develar un punto neurálgico de la cadena de lavado de dinero por narcotráfico: una bomba terrorista – A partir de mañana dejá de leer literatura. Sentate en un bar de esos que te gustan a vos y mientras te tomás el café, agarrá el Clarín. Mirá el titular. Si dice: “el mundo se acabará mañana” o “la Argentina está próxima a desparecer” a vos no te importa. Vas a ir directamente al punto; vas a pensar como piensa un pibe de barrio. ¿Qué haría un pibe de barrio ante ese titular?
– No sé.
– Esforzate un poco.
– No sé. Se preocuparía como todo el mundo.
– No. Preocuparte y entristecerte son características muy tuyas… Iría a lo que le interesa. “Menotti y Bilardo en un desempate imperdible, suplemento deportivo, página 52”. Entonces vos vas ahí y omitís todo el resto de información sobre el mundo porque es innecesaria. Sobretodo –enfatiza: – sobretodo el suplemento de cultura. Volalo a la mierda. Abrís en la página 52 y leés. Estudiás todo bien. La tabla de posiciones, antes que nada. Y formás tu opinión sobre algo que valga la pena y que te sea útil. Si con el Clarín no te alcanza, vas al quiosco y te comprás el Olé. O lo agregás a favoritos, en vez de tanto blog de diseñadores japoneses y música francesa. Te lo pido por favor. No podés estar así como una paloma muerta, pasando con displicencia las páginas de la Para ti decoración y diciendo que el mundo está perdido en un trance nihilista. ¿De acuerdo? Porque es verdad; todos lo sabemos, pero se trata de construir igual.
– ¿Y por qué tendría que saber yo de fútbol? ¿Qué más querés que haga? Bastante esfuerzo hago mierda, carajo.
– No. Es que no es tanto. Porque no es mucho más que eso. Disculpame si tu sensibilidad esperaba otra cosa del amor. Pero si vos te sabés la posición de su equipo en la tabla; le hacés un comentario medianamente inteligente al pasar por detrás del sillón donde están mirando el partido y le preparás la comida, empezás a establecer un lazo fuerte. Y en un contexto de desintegración tan grande, donde todo tiende a disgregarse y no hay una identidad muy clara con respecto a nada y las parejas parecen amenazadas por los jackers, tenés que generar lazos sólidos con el otro. Y el lugar más sólido para un hombre; más perdurable, más permanente es su equipo de fútbol. Es una de las cosas más importantes que tiene en el mundo desde que nació. ¿No viste la película de Campanella: El secreto de sus ojos? ¿Te acordás de qué equipos están jugando cuando sucede el episodio de la cancha? Bueno. Andá a mirarla de nuevo. Prestale atención. Y la próxima vez que nos veamos me lo vas a contar.
-- Está bien.
-- Ah. Y dos cosas más. Importantísimas. Primero: nunca salgas en serio con un hombre que es de independiente. Y, segundo: hacete de un cuadro.
-- Soy de Racing.
-- No. Ese no. Uno de la B. Cosa que el pibe te tenga así como un poco de lástima, porque nunca salen campeones.
-- ¿Cuáles son los clubes de la B?
-- Almagro, Nueva Chicago, All boys, Godoy Cruz, Ferrocarril Oeste.
-- ¿Hay un equipo que se llama All boys?
-- Sí, claro.
-- De All boys me voy a hacer. De acá a la china.
Casi le tira a la moza los platos en los que trae los pollos humeantes...
-- Me encanta cuando te surgen convicciones. Sos más vos que nunca.


dejar llover


Uno.– Estoy embarazada –dice mi amiga y se muerde el labio y le brillan los ojos.
Yo estoy igual que hace un rato; un poco ajena al lugar donde estamos charlando. Pero la escucho y luego recuerdo que hasta la semana pasada ella tenía dos novios. Pienso en esto. En cómo a veces la vida define el partido sin nuestro último añorado penal. Pienso cómo se puede vivir con una duda así. Llego, por fin, a ese lugar donde tenemos la charla y dejo de transitar los rumbos sinuosos de mi cabeza. Le digo de pronto, desesperada:
– ¿Qué vas a hacer? ¡No sabés quién es el padre!
Me mira enojada y triste, lamentándose por tener problemas más complicados que un embarazo no buscado, por ejemplo: una amiga idiota.
– ¡Ay; cómo que no sé! Es obvio que es alguno de los dos.
Si a ella le alcanza, ¿por qué a mí no?


Dos.
Un amigo de Mar del Plata vino de visita a la ciudad. Pasó por Notorious diez minutos antes de que comenzara un espectáculo de jazz. Dijo: quedemonos. Subimos al salón. Nos sentamos. A los tres minutos dijo: soy un intelectual que detesta a los intelectuales. Este jazz de exhibición me está rompiendo las pelotas. Le prometí traer algo para tomar, me levanté de la silla y fui hasta la barra a pedir una cerveza.
Desde allí vi cómo intentaba encarar a una de mis compañeras de trabajo hablándole al oído y observé con agobio la fría y asexuada forma de tocar el saxo que tenía el músico importado. Empecé la cerveza sola, parada en la barra para no interrumpirlo. Pero a los dos minutos mi compañera se levantó y se fue.
Volví a la mesa. Le pregunté, con temor, qué le había dicho para que se fuera tan rápido. Subió los hombros, negó con la cabeza.
– Le pregunté si yo le gustaba
– ¿Así directamente?
– ¿Cómo, si no?
– ¿Qué te dijo?
– Que no –sigue moviendo la cabeza de un lado a otro, en actitud de negación.
– ¿Qué le dijiste?
– Nada – sigue moviendo la cabeza de un lado a otro, en actitud de negación. – A esta altura de la vida ya no me interesa disentir con nadie.
Tres.Llora. Llora, llora, llora por la debacle irreversible de Occidente en todos sus valores amorosos, románticos y afectivos; en todas las formas posibles.
- Llorá de verdad - le dice su amiga. - Por algo que te duela de verdad.
– Hace tanto que estoy sola, sola, sola…
– ¿Cuánto? –pregunta su amiga como si recién la conociera
– Como quince días.
Hay silencio.
– Estoy a la vuelta de todo y no hay nada…
– No te preocupes. Dejá de llorar. Hay más modelos que el príncipe azul y Maradonna.
– Pero cada vez se complica más: ahora quiero al príncipe, pero que no sea azul y que sea tan ordinario como Maradonna. Nunca debí seguir conociendo hombres porque ahora sí realmente no sé qué quiero –dice y el esmalte rosa de sus uñas sí dice algo con más claridad.
– Insisto: hay más hombres... Ya te vas a volver a enamorar. Si lo que sobra en el mundo es gente... Hay diez mil millones de hombres; no seas tan caprichosa y cerrada.
De pronto, deja de hacerse la protagonista de una medieval y trágica historia de amor no correspondido. Se limpia los mocos como el 4 de Banfield –sólo que con una kleenex perfumada– y con fervor peronista, le dice a su amiga que está mirando cómo se le embarró la punta del taco de Prune:
– Y vos no seas una despreciable demagoga. Que no están los diez mil millones de hombres en la puerta de casa tocándome el timbre.


Cuatro.
Alrededor de las cinco de la tarde, con el día ya jugado, voy a lo de mi amiga Anita a devolverle un cd. Pasá. No, me voy. Pasá un minuto. Tengo que irme. ¿Por qué? ¿Qué tenés que hacer tan urgente?
– Estoy contracturada, quiero llegar a casa; no fue un buen comienzo de la semana. Fui a la depiladora.
Me mira seria y un minuto después me pregunta:
– ¿Estás mejor así, quejándote en la puerta?
– No. [Y eso que todavía ni empecé]. Ok – le digo– ¿querés realmente que pase y te entre en detalles más específicos, mientras me cebás unos mates?
– Sí por supuesto –me dice.
[El masoquismo desconoce límites].
– ¿Empiezo? 9 am llegué a la depiladora. La elocuencia matinal no es un gesto que celebre. Nunca jamás, pero menos cuando acabo de conocerla y no dá para decírselo. Noto cierto exceso de entusiasmo en los tirones; una sobre energía innecesaria. Y veo que frunce demasiado la boca. Intento no renegar de su brutalidad contra unos pobres pelos; he soportado dolores peores, así que me callo y me la aguanto. Pero lo peor es que sigue hablando.
– ¿Y?
– Y yo entiendo que la tanta intimidad tan pronto y próxima, a los ojos de la depiladora, amerite esa charla confianzuda en la que me pone al tanto de sus cuestiones sentimentales, amorosas, familiaries y hasta incluso al tanto de su punto de vista categórico sobre algunas cuestiones seudo filosóficas como la naturaleza del amor y la angustia femenina derivada del no saber qué es lo que se está buscando, pero no comparto la idea de que sea mejor charlarlo. Prefiero el silencio; la música reiki; mirar la british Vogue. Para algo fui a la depiladora y no al psicólogo. Sin embargo, la escucho, la consuelo e intento dejar de apretarle la mano cada vez que con su vehemencia me flagela en la camilla…
En un momento Ana me frena:
– ¿Y a quién se le ocurre ir a depilarse con este frío un lunes a la mañana? ¿No estarás arreglando mal tus citas? ¿A esa hora no sería mejor tener entrevistas de trabajo?
La gente salta a sus propias conclusiones muy rápido, desde el lamentable trampolín de los titulares mal escritos.
– Lo único que quería era no entrar en la semana con cierto aspecto gorila.
– No, no te hagas problema. Vos jamás votarías a la derecha. De hecho, jamás votaste. Dejate los pelos tranquilos –dice, mientras revuelve la bombilla dentro del mate como si estuviera batiendo creme brulé. – Ahora… vayamos a lo importante: ¿qué hacés los sábados a la noche que arreglás encuentros para los lunes?


Cinco.– No sabés lo que me pasó / quiero… / ayer detuve a una moto /sería mejor.
– Hay tiempo hasta mañana
– Es que en realidad me queda más cómodo
– ¡¿Tanto?!
– ¿Cómo que no fui? Si llegué a la puerta pero… / Sí; vi esa película.
– Yo decía la otra.
– Me mojé.
– Dicen que mañana va a seguir lloviendo...


Las conversaciones se reproducen como los mosquitos en verano y yo vuelvo a casa. Necesitaría dos cosas ahora: arrojar estas botas de lluvia y tirarme a mirar Lost in traslation. Pero no tengo grabada Lost in translation. Al final del camino hasta la pila de discos me arrojo sobre el de New York Dolls, lo pongo y noto que sólo necesitaba esto: silencio y oír, tras la ventana, cómo la lluvia de la madrugada en La Plata se confunde con el track 8 del disco ´Caus I sez so: “Making rain”.
Desparramada sobre la alfombra, espero así que la lluvia tape todo, todo, todo. Que limpie. Que tras ella vuelva el sol y todos seamos nuevos.