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Cien mil fotos enviadas este año al concurso internacional de fotoperiodismo más importante de todos (o uno de ellos): el de la asociación independiente World Press Photo 2009. Observadores de 124 países distintos. Solo tres fotos de cada categoría ganan y son seleccionadas y ahora se exhiben hasta mediados de octubre (quizás; no me responsabilizo de la exactitud de las fechas, averigüen mejor) sus fotos en el Centro Cultural Borges (Viamonte y San Martín).

Las demás caen al abismo. Todas aquellas otras fotografías–aún publicadas en los diarios correspondientes a la jurisdicción del hecho retratado en el tiempo indicado de la noticia– se olvidan. Como se olvidan los nombres de los protagonistas de las historias, luego las noticias.
Aquellos ojos que vieron algunos instantes que no se repetirán jamás y dispararon; aquellos ojos que gatillaron sobre eso que, de no haber sido capturado, se habría olvidado antes de ser recordado, pero que no fueron premiados, son anónimos. Y me intriga saber quiénes eran; qué habían visto y que vieron los otros ojos: los que eligieron las fotos éstas y no las otras.
Pero, como sea: recordamos a los ganadores. Recordamos sus fotos premiadas. Recordamos porque nos dicen: éstos. Recordamos las fotos y ellos recuerdan los mapas; las coordenadas precisas en que la vida les mostró el mundo. Recordamos que algunos no soportaron lo que vieron y se suicidaron. Recordamos que alguno volvió, veinte años después, a buscar a la niña de los ojos más singulares y enigmáticos de la Tierra y se encontró con una mujer derrumbada y común.
No sé qué signifique sacar fotos. A pesar de que muchas veces la vida puso frente a mí momentos que hubiese necesitado –no solo querido– conservar, ver luego, mostrarle a alguien para creer que existieron, no he sacado casi ninguna foto en mi vida, salvo alguna que otra en navidad y, a pesar de que están bien enfocadas, no ameritan ni siquiera mi propio premio a sobreponerme a la brutalidad e ignorancia que me genera la tecnología. Pero comprendo algo: el vértigo. Y algo más: la capacidad singular de ver las cosas. Y algo más: que algo te caliente tanto como para hacer desaparecer el tiempo que pasa. Y algo más: que a veces algunas fichas o sucesos de nuestras vidas se amontonan adentro nuestro, sin que lo sepamos y algún día caen sin que hayamos podido preverlo diez minutos antes. Y no fue la suerte, ni la premeditación, ni una ideología al respecto, sino la combinación del mundo con nosotros mismos. No sé –y no me interesa reconstruir acá– qué sucesos pudieron ser los que hicieron que ellos fueran ellos; los ojos despiertos, los narradores del mundo. Prefiero darles los nombres de los cinco fotógrafos ganadores que elegí y mostrarles algunas de sus fotos premiadas y otras no premiadas que encontré en internet. Prefiero este collage de esos sitios donde valió la pena ver. Y, más allá de sugerirles rastreen en Radar del domingo pasado la nota de Saccomano sobre la exposición (otro collage desordenado, catártico sobre otros fotógrafos premiados; sobre otras fotos que a él le llamaron la atención) no tengo mucho más para decir, cuando las fotos hablan por sí mismas.


la naturaleza del tiempo


Hacía mucho –y esta mañana ocurrió– que no iniciaba el día pudiendo barrer la espesa bruma de todas las tareas que debería realizar en el día, dejándolas consignadas en una hoja del cuaderno donde anoto las cosas que tengo que hacer y que luego no hago. Ya fuera de ese turbio remolino de ideas concretas que reclaman operatividad eficaz, gestión, sobre el mediodía, con medio desayuno por tomar, veo –al otro lado de la ventana– que también el día promete cosas que no va a cumplir: lluvia, por ejemplo, y me siento absolutamente feliz de esta calma consustanciada; de esta suspensión de lunes a la mañana, mientras todo el mundo corre sin saber a dónde.

Echada sobre un sillón, retomo la placentera lectura de un libro, escoltada por la tenue luz del día que se acerca al verano o se aleja del invierno pero también de la primavera y que no es un día definido en absoluto –salvo porque es lunes– y a raíz de ese clima recuerdo, sin querer, una película que vi en Mar del Plata hace algún tiempo –cuando aún la daban en el cine– una noche oscura de invierno junto a mi amiga Laura y que se llama Las horas del verano (Olivier Assayas; 2008).
La película es larga, es lenta y tiene el timing de la vida cotidiana; sin emociones fuertes a cada secuencia. Pero recuerdo ahora, un año después, los gestos de los personajes, el clima y ese ambiente no de suspenso sino de suspensión; como si algo no revelado flotara en el ambiente salvaje y bien cuidado del jardín de esa casa materna donde los tres hermanos se encuentran congregados, primero, en un almuerzo y, luego, ante la noticia de la muerte de la madre. El film es un drama. Y no hay drama. Cada uno de los hijos ha elegido su camino y esos han sido tan distintos y lejanos al camino de sus antepasados y entre ellos mismos que cuando les toca afrontar el momento de la muerte de la madre, simplemente pasan a negociar las ventas de la colección de arte como si estuviesen en las subastas de Christie´s o Sotheby´s; con una completa conciencia de la parte de la herencia que les tocará y con cierto desapego a esa herencia que, primero, son los objetos que han recorrido la historia de la familia y esa casa rodeada de un jardín virgen donde ellos mismos se han criado.
Adienne (Julieta Binoche) es una diseñadora de objetos modernos que vive en Nueva York y que desprecia las cargas invisibles que arrastran los objetos con el tiempo; Jeremie (Jérémie Renier) es un exitoso hombre de negocios radicado en China acostumbrado al valor del dinero y las finanzas enajenado de su traducción a objetos concretos y Frédreric (Charles Berling) es el más romántico y nostálgico de los tres, trabaja como profesor de Historia en París y está destinado a ser derrotado por el avance irreversible de sus hermanos menores, que representan la mayoría y la amable prepotencia de los nuevos valores de la sociedad actual: el dinero, la eficacia, la utilidad, la conveniencia, el desapego.
Mientras acabo de escribir se oye un trueno, sin preanuncios lumínicos. Es posible que me haya equivocado y el día cumpla sus promesa y que llueva. Y yo no las cumpla: no haga nada de todas esas cosas que anoté en mi cuaderno. Porque me quedé detenida, pensando en otras cosas importantes como la película de Assayes y su pregunta sobre qué puede hacer el tiempo con las cosas y los seres y qué puede hacer cada cual para borrarse el rastro de la historia, del tiempo.



Se escapan las promesas


Quise acomodar el orden de las cosas de otra forma. Pero está visto ya que el orden de las cosas, las cosas y el mundo me toman el pelo. Yo hubiese querido, esta vez, colgar otros tres textos y no los que colgué. Hubiese querido escribir un relato consistente sobreCorazones (la última novela –reeditada– de Juan Forn); otro, sobre el libro de cuentos de Vila Matas: Suicidios ejemplares. Y hubiese querido cumplir una promesa: armar una historia sobre el agua, para inspirar a Emiliano a componer una obra de música contemporánea sobre este elemento para un concurso internacional en el que debería participar y ganarse el premio que su talento y sus rulos de Mozart se merecen.

Hubiese querido, con la historia del agua, que mi escritura fuese, por una vez, la que inspira música y no al revés. Hubiese querido, volver sobre el libro de cuentos, para contarles lo raro que se siente caminar encima de los pasos seductores, jazzísticos y frenéticos de Vila Matas que se propuso acompañar los itinerarios de los suicidas más delirantes de la tierra.

Y, por último, hubiese querido, a partir del libro Corazones de Juan Forn, contarles dos cosas. La primera es que hay gente a la que uno quiere sin que ésta se entere; que a Juan Forn yo lo quiero sin que él lo sepa y sin que nos conozcamos –no le llamaría a una entrevista para una agencia de noticias conocerse y tampoco a haber coincidido en una misma librería de capital y saludarnos de lejos, blandiendo una mano mientras la otra, aterida, estaba dentro del bolsillo del abrigo de cada cual y tampoco le llamaría conocerse a que una mañana de febrero en que él pasó por Sibelius con su amigo Saccomano y nos reímos todos (ellos dos, Adrianita y yo) de la tapa del disco de Fernando sings Dylan–; lo quiero porque me cae bien. Porque, a diferencia de otra gente a la que no le creo nada lo que escribe, a él si le creo porque le pone el cuerpo a lo que hace y creo que escribe sin tanta celebración estilística pero con más sinceridad que, pongamos por caso, Rodrigo Fresán (que me encanta como escribe, pero puedo reconocer que no le pone el cuerpo a lo que hace y que se esconde detrás de los freaks, de Peter Pan, de las contratapas de los discos y de una Barcelona glamourosa, culta y un poquito rockera). Si bien no hay una real disyuntiva en lo que planteo –yo misma tengo en la biblioteca libros de ambos– a lo que voy es a que me gusta que en un texto importe la historia y, sobre todo, que le importe más a quien la escribe que a todos los demás.
La segunda cosa es que el ejemplar de su última novela que llegó a la librería –y que empecé a leer frenéticamente– está fallado!!! Y que luego de la página 64 vuelve a la 33 y repite las mismas treinta páginas hasta llegar otra vez a la página 64 y luego sigue por la 98. Cerré el libro. Le puse un cartel en la tapa que decía: fallado / devolver a Ramiro (el vendedor de Planeta) / pedir uno nuevo a la editorial. Después deposité el ejemplar en uno de los estantes del mueble que está detrás de la barra de Notorious y me fui de allí porque terminaba mi turno de trabajo.
Volví a casa todavía refunfuñando por la falla del libro. Pensé en comprarlo en otra librería. Y en un momento de revelación detuve mi cabeza y volví a paso de autómata otra vez a Notorious y, ante la mirada azorada de mis compañeros, dije: me lo llevo. Me lo llevo así. Atravesé la barra, arrojé al tacho el cartel botón y me volví a casa aferrada a esa tapa de helechos lisérgicos y fosforescentes.
Me saqué las botas y arrojada sobre el sofá como una chica de Chandler en su chaise longe, pensé: al fin y al cabo así es como son las cosas. Imperfectas. Los libros, en general, nos proveen de la utopía del orden de las cosas, en un mundo que es un caos. Y yo no quiero ya el error resarcido. Quiero este ejemplar, porque no me importa cuánto haya de fallado en su montaje; creo en la historia y en que, como sea, aún con lapsus, saltos y repeticiones, la historia va a estar.
La historia estuvo. Yo me sentí mejor; menos editora; más lectora, en el mundo de los corazones fallados.
Decía… que quería escribir sobre estas tres cosas (como quería empezar a hacer algún deporte esta semana y no lo hice y no lo haré hasta que, cerca del verano, vuelva a natación como el perro arrepentido, sin el objetivo de ejercitar correctamente los músculos y con el deseo mas profundo de tirarme al agua fría para no morirme de calor, al menos una hora al día). En cambio, escribí sobre lo que sigue.
No los libros; las fotos.
No los textos que quisiera recordar; las imágenes del olvido en el que todos caemos a diario, cuando la distancia de los hechos nos ayuda a no sentir y llenamos los periódicos de migas de tostada.
No los suicidados europeos; las vidas que se sobrellevan en las otras encarajinadas y camboyanas ciudades del mundo entero.
No la escritura que nutre a la música, a sí misma y al arte; la vida que nutre las historias que luego algunos escribimos, simplemente, para no olvidar.
Es lo que hay.


frozen beach


Todo podría haber sido diferente. Pero no era entonces tiempo de hablar ni fue después. Tres páginas adentro de este maravilloso libro y sobre el papel book cell estamos asistiendo al momento más íntimo de una pareja, su noche de bodas, en una inglesa playa helada y todo está por pasar. Corren apenas los primeros días de los años sesenta y en el mundo entero, también, algo está por pasar, pero nadie sabe y nadie puede arriesgar qué es.
Después, todos –fumando porro, sentados en el piso, en jeans y zapatillas– diremos soltura y bajo el resguardados de ese manto indestructible y descarado que es la juventud: “fueron los Beatles”; Fito Páez cantará que él era un pibe triste y encantado de ellos, caña Legui y maravillas; García Márquez escribirá que recién a partir de entonces las chicas comenzaron a desnudarse con naturalidad; la Historia los colocará como puerta bisagra a este nuevo mundo sin utopías y Sergio Pujol dará sus clases en la universidad pública hablando de la ideología del rock ante aulas colmadas de jóvenes boquiabiertos y fascinados.
Pero en la novela de Mc Ewan, Chesil beach, aun nada ha ocurrido. Corren los primeros días de 1962 y Florence toca el violín con la espalda arqueada. Sus rulos están cayendo sobre un cuello extenso y delicado mientras  Edward, su amor, no puede dejar de mirarla. Ha intentado todo, pero no ha habido caso y en ese mismo lugar impreciso de su pierna donde él se nubla de ganas de hacerle el amor, ella encuentra un límite preciso donde frenar todo, disuadirlo. Él sabe que de ser trascendido ese lugar, ella tirará por la borda su noviazgo, su futuro, los hijos que podrían tener. Edward es –antes que un caballero inglés o tal vez a raíz de eso– un tipo paciente. Y pasa un año ejerciendo el colmo del autocontrol hasta que un día, ya sin poder concebir los rechazos de ella pero sin perder la paciencia, le pide matrimonio que es –supone– la autopista correcta para llegar al destino esperado.
Ya se han casado, están cenando. Él la quiere, ella lo sabe y ella también lo quiere pero le asquea la idea de verlo desnudo, de dejarse arrastrar a esa cama que amenaza con tragársela y asfixiarla. Y cualquier maniobra burda de distanciamiento le parece que podría arruinar todo. Debe ser sutil para mantenerse a salvo; debe lograr algunos minutos más de gracia, hasta animarse a hablar. Pero es su noche de bodas y en un momento ya no es posible eludir lo ineludible, lo esperable.
Apenas ha acabado de oscurecer el cielo, en Chesil beach. Las olas resoplan al ras de la costa y Florence encuentra en el hueco de un árbol caído un lugar que la contiene del miedo, del fracaso, del llanto. ¿Qué le ha pasado a Edward? ¿Por qué le ha hecho eso? ¿Pero no debió ella haber hablando antes? ¿No debió haberle dicho? Pero cómo decir lo que entonces no se nombra. Eso de lo que nunca nadie habló con ella ni ella habló con nadie. Eso que ha evitado con maestría durante tanto tiempo y que es ahora lo que tenía que suceder y sucedió.
Entre los restos de la cena fría y los residuos de la noche más inhóspita -imposible de ser prevista así ni por él ni por nadie que está recién casado- Edward se pregunta: ¿qué le ha pasado a Florence? ¿Lo ha engañado? ¿Ha querido humillarlo? ¿Es frígida? En cualquier caso su reacción ha sido intolerable; una forma mucho más allá de su paciencia infinita. Pero él, ¿no debió haberlo considerado antes? ¿No estaba acaso en ese límite preciso de su pierna la señal clara de la realidad? ¿Pero qué hace entonces? ¿Salir corriendo? ¿Hacia dónde? ¿Hacia la playa; hacia Londres?
Mc Iwan logra someternos a la tensión que generan un hombre y una mujer conociéndose y a punto de hacer por primera vez el amor. Y en ese sinuoso, pulsional y especulativo camino transitamos los miedos de una chica a la que aún Los Beatles no la han salvado del recado y la moral cristiana y el desierto y el desconcierto que hay en la cabeza de un hombre que lo único que ha querido fue complacer a su mujer que, como cualquier otra chica es, sencilla y silenciosamente, críptica.
Y el final de la novela me toma por sorpresa porque lo que los ha separado no es el sexo, sino la incomunicación y ese manto todo poderoso y protector que es la juventud cuando es, también, la imposibilidad de la paciencia; la inexperiencia. Y como en aquel cuento magistral de Jack London Por un bistec, la posibilidad de comprender llega demasiado tarde. Y una vida entera o dos se han jugado a la ruleta en un instante.

reflections

Ha oscurecido. Sentada al otro lado del mostrador de Sibelius, veo que la calle está desierta; veo cómo se encienden los carteles de los negocios, en la vereda de enfrente.
Ha oscurecido más y el equipo lee el tema 3 de un disco de Sony Rollins, mientras Alejandro Urdapilleta descose hombres en Vagones transportan humo, para ver qué llevan adentro. Y yo leo, impávida, cómo lo hace.
Él debe estar, con viento a favor, encerrado en su casa escribiendo más textos tristes porque eso lo alegra, según lo escuché decir alguna vez, en una entrevista. Lo alegra a pesar de sabe que no; que feliz-feliz no se es nunca y que, a lo sumo, a semejante maravilla –la felicidad– llegamos a verla pasar como vagones que transportan humo.
O llegamos a oírla sonar, dentro de un equipo, cuando Rollins sopla su saxo tan lejano. Siete minutos de felicidad (no de magia; en la magia sólo pueden creer los ipis que venden duendes en parajes del sur y odio a los hippies y a su vegetarianismo esmirriado y a su olor a pachulí). Siete minutos y un segundo de zigzagueantes reflecciones vagas, flaneurs y delicadas, pero allá adelante del mostrador, detrás de la vidriera, fuera del negocio –fuera, fuera– cruza un camión con un gigante cartel publicitario promocionanado a Cheruti, a Cobos y a sus poderosas vedettes con brillantina y sin ropa. Esa fría luminosidad artificial se pierda junto al ruido del motor del camión en un fuera de campo.
Y otra vez está la calle desierta. Y Rollins está gastando su aire. Y Urdapilleta, diciendo: “hombres que soplan, que se desangran gota por gota".


top ten de un buen día


Para Esteban Rodriguez
1. Universo ao meu redor (marisa monti)
2. tava por ahí (martin´alia)
3. calipso (adriana calcanhoto)
4. olhos nos olhos (maria bethania)
5. rei do mar (djavan)
6. o pato (joao gilberto)
7. pensando en ti (paulinho moska)
8. eu sei que vou te amar (vinicius, toquinho, maria creuza)
9. a primera vista (pedro aznar)
10. lanterna dos afogados (os paralamas)


top ten de un mal día


Han sido demasiadas las personas que sugirieron mi parecido a John Cusak en Alta fidelidad. Así que aquí va mi top 10 (ya sé que el de él era un top five, pero yo soy mucho más exagerada y soy mujer). Venga la lista (y no me voy a andar poniendo intelectual a estas horas de la madrugada):

1. Let´s do the things we normally do (Dido)
2. Just the way you are (Barry White)
3. Sexual healing (Marvin Gaye)
4. Inside me. (Willy Crook)
5. Simple the best (Tinna Turner)
6. Hold on (Tom Waits)
7. Louisiana 1927 (Randy Newman)
8. Don´t think twice; it´s all right (Bob Dylan)
9. Little wing (Jimmy Hendrix. Versión: Stevie Ray Vaughan)
10. Jelows guy (John Lennon. Versión: Pedro Aznar)
Espero les gusten estas sugerencias por hoy.


el fin
Suenan los Doors, mientras las bombas sacuden el lento balanceo de las palmeras de una selva vietnamita y la encierran en medio del fuego. Los helicópteros, como fantasmas, sobrevuelan el inmenso territorio regado de muerte. “This is the end. My friend, the end”. Y ese es sólo el comienzo; el primer minuto de Apocalipsis now (Francis Ford Coppola, 1979; 2001).
Abandonado sobre la cama de una habitación, el capitán Willard rompe un espejo, se corta la mano. La mano sangra, riega todo su cuerpo mientras él espera una misión.
“Esta misión nunca existió y nunca existirá” le encomienda un superior, al momento de su encuentro. Debe encontrar a Kurtz; un general del ejército a quien han estado preparando para un futuro de gloria al frente de Estados Unidos y que se ha salido del programa. Debe matarlo. Él ha fundado su propio ejército; una especie e reinado místico, sobre una tribu de fanáticos vietnamitas que viven entre las plantaciones de gardenias y cabezas podridas colgando de los árboles, domesticados con la fuerza de la palabra, de la poesía.
Ellos, los generales del país invasor, estiman que Kurtz se ha vuelto loco y delirante en sus métodos; que en un brote irreverente y trascendental no ha podido resistirse a la tentación de ser Dios. Aceitado con este discurso y con la biografía de Kurtz que ellos quieren bajo el brazo, el capitán Willard emprende un viaje sobre el río Mekong; un camino húmedo y pantanoso en el que va descubriendo que puede comprender los métodos de Kurtz y que la guerra no tiene un principio, no tiene razones, no tiene un fin, aunque los que deban morir estén muertos. Porque los que mueren son todos; también los que vuelven. “Todavía sigo solo en Saigón”, cuenta como una confesión posterior a la misión, en el inicio de la película, el capitán Willard. Todos siguen solos allí todavía.
Ahora es el regreso de la guerra. Ahora es Robert De Niro metido dentro del personaje de Travis Bickle; un ex combatiente de la guerra de Vietnam que trabaja como taxista nocturno para paliar el insomnio, la angustia y la depresión. Y entonces ahora es otra habitación de una pensión, en Manhattan, en Taxi Driver (Martin Scorsese; 1976). Bickle está poniéndose la ropa de combate. Ha terminado la guerra. Está quitándosela. Está desnudo haciendo flexiones de brazos sobre el piso, está jugando con la ametralladora, hablando solo frente al espejo, rapándose la cabeza hasta que aparece la cresta punk. Está volviéndose loco; intentando huir de las imágenes de Vietnam y todas vuelven. Ha empezado otra vez la guerra.


lluvia


No vi nada más lindo que Manhattan. O sí, pero en este caso no importa.
No vi nada más lindo que la lluvia y sí vi, pero tampoco en este caso importa.
No vi una lluvia en Manhattan y esto sí, en este caso, importa porque entonces me quedé con la postal de la única –o la mejor, o la única que recuerdo, que quiero recordar– lluvia que vi en Manhattan, que fue en una película, muy vieja por cierto: Desayuno en Tiffany (1961, Blake Edwards).
Así me enamoré de esa lluvia y de la película.
Una lluvia que se desploma, en la escena final, sobre un callejón de la gran manzana donde Holly (Audrey Hepburn) busca a su gato perdido y Paul (George Peppard) la busca a ella.

En el amanecer de la primera escena, Holly camina sobre la 5º avenida desierta. Luego, frente a la vidriera de la joyería, desayuna café con medialunas. Entonces hay sol y hay luz, esa luz ficticia que tiene Nueva York cuando la están –la estamos– mirando. Y Holly tiene esa misma luz.
Holly es una chica que viene del paisaje rural pero que, excéntrica y desprejuicida, se mueve con elegancia en las fiestas de la alta sociedad neyorquina de la década del 50 donde se cruzan la mafia, el alcohol y las drogas. Allí, en el territorio liberado de las ataduras sexuales y moralistas de una de las décadas más conservadora y reaccionarias de la historia de los Estados Unidos, la aparentemente frívola y alocada Holly busca posibles maridos de abultadas billeteras que complazcan sus anhelos. Luego duerme, cerca de su gato, bajo un cubreojos que le da oscuridad plena y la protege de las luces de Manhattan, sin quitarse los pendientes de brillantes. Esa es una Holly.
La otra Holly, tal vez la más bella, con su pelo envuelto en una toalla y sin maquillaje, aparece sentada al borde de una ventana cantándole “Moon river” a una luna que busca un pedazo de cielo entre los millones de edificios y va a encontrarlo allí, en el patio interno de su edificio. Y esa es otra luz, vulnerable, melancólica. Es la Holly que no conocen aquellos hombres y que inicia con Paul –su vecino: escritor fracasado; gigoló que entretiene a la aburrida esposa de uno de esos hombres de abultadas billeteras, también aburridos, a cambio de un sueldo– una amistad sincera que, lentamente, empieza a transformarse en una historia de amor.
Y es la picante y tierna historia de amor entre estos dos personajes marginales que se aprovechan del dinero pero a quienes, en el fondo, el dinero no les interesa en absoluto. Dos hipsters, tal vez –si Norman Mailer lo dijo de Kennedy, ¿por qué no decirlo de cualquiera?–, que se encuentran en el mismo mundo solitario de todos los tiempos.
Bajo la apariencia de una simple comedia romántica que explora la superficie de una isla en la que la felicidad se mide en kilates, la película entraña una acidez corrosiva en cantidades elogiablemente elegantes. La historia permite abrir con prolijidad quirúrgica las entrañas de ese mundo lleno de brillo, lleno de luz...
Y en la última escena, en ese callejón lleno de tachos de basura donde el gato de Holly se pierde y Holly dice: “somos como este gato, no pertenecemos a nadie....”, Paul le da ese beso. Y llueve.