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orquídea


Un día me di cuenta de que nuestra relación nunca iba a funcionar, aunque lo intentáramos un millón de veces. Era de mañana y vi cómo él se acercaba a la maceta de la orquídea. Habían pasado diez días desde la última vez que yo la había regado con agua mineral. La etiqueta que colgaba de su vara decía en castellano, en letra clara, imprenta, grande: regar en invierno cada quince días.
Todavía dormida, con los ojos a media asta, desde la cama, lo vi a punto de dejar caer de la pava un chorro desmedido de agua de la canilla. Le pedí por favor que no la regara.
– Le hace falta agua –me dijo

– No le hace falta nada, la regué hace unos días.
Seguí durmiendo. Me levanté al rato. Hice mate, desayuné con él. Al mediodía, cuando me quedé sola, todavía dormida, me puse a ordenar. Cuando dejé sobre la mesa la lata de cera suiza y decidí mudar la orquídea de mueble por un rato recordé la escena de la mañana. Abri los ojos de golpe. Levanté la maceta plástica que estaba dentro del macetero de cemento negro. Las piedritas chorreaban agua. La regó, dije.Un tiempo después, luego de una de nuestras tantas peleas, volvimos a hablar de la posibilidad de volver a darle una vuelta más al asunto de volver a estar juntos. En determinado momento no sé que dijo y me hizo enojar.
– No quiero volver. Nunca va a funcionar. La orquídea es una metáfora clara de que esto no tiene solución. La ahogaste.
Me miró y luego miró el piso. Se quedó sumido en un silencio turbio, pensando cuándo, dónde, porqué y con quién habría empezado a drogarme y qué más habría hecho con esa persona que él estaba seguro había sido un hombre, hasta que volvió en sí mismo y, evitando preguntarme lo que en realidad quería saber porque sabía perfectamente que esa iba a ser su ruina, me preguntó con actitud reprobatoria, amenazante:
– ¿Vos me estás hablando en serio?
Seria, me mordí el labio y asentí con la cabeza. El silencio se volvió más turbio y más reprobatorio.
– La última vez la regaste y te estaba diciendo que no necesitaba agua. Pero no me escuchás. Después empezó a perder las flores de la vara. Perdió tres flores luego de esa mañana. Y, luego, una a una las perdió todas. Necesitaba luz, aire. No que la regaras compulsivamente. La ahogaste. Mirala.
Los dos miramos una vara pelada de medio metro y, debajo, una corona de hojas largas como lenguas verdes de los Rolling Stones. Después se enojó porque estuviéramos peleando por una orquídea y no por lo que, según él, eran las cosas importantes que nos distanciaban. Yo no quería hablar de eso porque no íbamos a hacer más que seguir gritándonos cada vez más fuerte y pienso que hablar de cosas importantes es siempre la mejor forma de tapar lo irrevocable afincado en los detalles, por ejemplo: la atroz muerte de una orquídea que está señalando con la contundencia silenciosa que tienen las imágenes cómo nosotros mismos nos estamos muriendo allí.
– ¿Qué más se necesita ver? –le pregunté. – Para mí es suficiente. Si te hace falta vamos a la Corte a ver quién tiene razón, pero a mí eso no me importa. La orquídea sí.
Pasó un tiempo hasta que supimos que ambos habíamos dejado ya de querer volver y nos hicimos amigos. Una tarde hablando por teléfono le conté que se me habían muerto todas las fresias.
– No sé cuidarlas –le dije. – Vos las cuidabas mejor.
– Pero… ¿Y la orquídea? –me preguntó, preocupado.
– La orquídea está perfecta. Me doy cuenta por las hojas. La vara vacía la corté como me dijo un jardinero. Y estoy esperando que vuelva a crecer y florezca. Me dijo que podría tardar dos años.


chicas


Nos cuesta perder los espacios conquistados; esos pequeños lugares donde el orden externo –la limpieza, el ambiente libre de humo, los detalles fotográficos– nos devuelve la imagen de una utopía que no podemos dejar de tener: la perfección del mundo y de nosotras mismas. Nos cuesta hablar de verdad. Preferimos hacer gestos disuasivos, silencios, aires, distancias, chistes.
Decimos: después te llamo y te confirmo, pero en realidad es el único salvavidas que encontramos a esa otra opción que estimamos catastróficamente inadecuada y que no es más que la verdad: prefiero quedarme en casa porque estoy aterrada de volver a verte y enamorarme de vos. Porque sabemos de antemano que la cama con la bolsa de agua caliente es mucho más segura que dejar que nos templen el alma: el alcohol, el amor y la intemperie.

Nos cuesta dejarnos ver en nuestro sentido exacerbado de la nostalgia por anticipado; dejar en evidencia el terror de perderlos, de recordar luego y para siempre un olor, una manera de sonreír al sol, de roncar, de atarse los cordones; sentirnos Calamaro en sus desgarros, pensando deshauciadas: "no sé olvidar" / "odio esperar, pero igual te espero".
Luego de cruzar con valentía estoica a través del viento marplatense, el trecho que va del auto de mi papá hasta la puerta del Yonkee y luego de comer inimputablemente y sin respiro todo lo que nuestro padre le pidió al mozo –dos porciones de papas fritas, una de mollejas, una de vacío, una de matambre, dos ensaladas de rúcula, un vino, un postre y un té a cada una– mi hermana y yo caemos en la cuenta de que estamos aterradas y no por comer así. (Mi abuelo; el papá mi papá nos decía, cuando éramos chicas, que hacía más negocio comprándonos joyas que invitándonos a comer). Estamos completamente aterradas de enamorarnos. Y no sabemos si nos da más miedo que no funcione y suframos como condenadas a muerte por un crimen que no cometimos (o casi no cometimos) o que funcione y sea para toda la vida.
Ya hicimos proyecciones estadísticas, cartas astrales, raíces cuadradas, cúbicas, combinatorias y no. Ya usamos sesiones de terapia, toda nuestra capacidad intuitiva, reflexiva, analítica, femenina; gastamos un cuarto de nuestras neuronas y no: las cuentas no nos dan.
Mi papà –que aunque mi abuela dice que no tiene suerte con las mujeres, va por el cuarto matrimonio– amenaza, ante nuestros ojos azorados y toses convulsivas, que no hay un límite de veces para casarse si es que uno se enamora de verdad. Nosotras no podemos creerlo. ¿Cómo hace para sentir esa firme convicción romántica incluso con tres matrimonios disueltos? ¿Cómo hizo para estar tan feliz y parecer un novato ilusionado ante un cuarto altar cuando nosotras, borrachas y acodadas al mostrador de la barra de tragos de la fiesta, pedíamos otro whisky sin hielo con la desazón sexagenaria del Humprey Bogart en Casablanca?
De pronto, dice, mirándonos a los ojos: hijas, vayan donde vaya el corazón. Jueguen todas las fichas donde sientan. No especulen. Dejen de pensar. Y si se equivocan, vuelven a empezar. Y si pierden, vuelven a apostar todo en otro lugar. Pero no se queden con las fichas en la mano por miedo. Y tampoco las desparramen para no apostar tanto en ningún sitio. Me mira. Tomo otro trago de té. De pronto, pregunto sin esperar respuesta: ¿por qué mi madre no habrá hecho eso cuando se separó? Nos hubiese allanado mucho el camino. Mi papá dice: yo se los allané. Sí. Pero demasiado. Los excesos y las carencias nunca son confiables. Mi papá dice: supongo que les tiene pánico a los hombres. Mi hermana asiente en silencio como si sintiese cierta identificación en esa revelación. Yo, directamente, digo: yo también. Mi papá baja la copa, estira su cabeza hacia la mitad de la mesa y, agravando la voz, dice: ¡hija, no se nota! Los tres nos reímos. Es imposible replicar a eso.
Nos pregunta si salimos. Las ráfagas de viento amenazan volar Mar del Plata. Miramos a través de la ventana del restaurant que los árboles bailan como si fuesen juncos y que las casas están en completo silencio, en la oscuridad, como si estuviesen vacías o llenas de fantasmas. Movemos la cabeza para decirle que no. Entornamos los ojos. Él entiende perfecto.
– Bueno, niñas, a dormir entonces.
Nos deja en la puerta de la casa de mi hermana y se va con su mujer. Entramos al edificio apretando los cuellos de nuestros abrigos sobre el pelo, sobre la boca, entre nuestras manos. Subimos en el ascensor bostezando. Nos peleamos por lavarnos los dientes en el mismo momento. Las dos decimos: bueno, pero no me escupas. Nos ponemos los pijamas con cierto compungimiento acerca de la enseñanza aprendida y no tenemos que dejar nuestros muñecos a un costado de la cama doble. Su ojota fosforescente y mi oveja esquilada como un punk se meten entre nosotras. Yo apago la luz. Mi hermana dice: si no tenés sueño juguemos a descubrir el personaje… ¿Adiviná en quién estoy pensando? Era nuestro juego favorito de las noches de verano, cuando no teníamos sueño, ni colegio al otro día, ni lugares a donde ir.
Le digo: no vale el heladero de la playa, Emilia. Lo hicimos mil veces. Nos reímos las dos. Y, de pronto, se borran nuestros miedos.


aire


En la mesa de su programa de radio, mi amiga Ana, la conductora, que me ha invitado a participar para hacer un micro leyendo ficciones, dice: “escribe desde que salió de la panza de su madre. No puede evitar la compulsión a tipear. Todo lo tipea, lo escribe y tiene que contarlo”. Me rio –al aire, se escucha y por si fuera poco Ana dice: se ríe; se lo cuenta a los oyentes–. Me rio de su exageración. Y luego me quedo pensando.


De ese tipo de personas
Dice Haruki Murakami en Tokio blues: “Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas hasta que las pone por escrito”. Si pensaban que esta noble cita; que esta contundente afirmación iba a servirme para homologarlo a mi caso lamento defraudarlos. Admiro a Murakami. Yo soy, en cambio, de ese tipo de personas que cree que acabará comprendiendo las cosas al escribirlas y luego descubre que no; que es casi imposible comprender y que sí; mientras tanto escribo y lo hago con convicción del hecho en sí; sin ningún horizonte de gloria, sin pensar en el final, ni en el medio, ni en cómo ganarme la vida, casi sin pensar en nada más que acelerar cada vez más los dedos; en llegar a contarlo al ritmo que brota en mi cabeza: ramificado, pelado, luminoso y sombrío como los árboles de Tim Burton y sin ninguna esperanza de que esto me permita comunicarme con alguien, con algo, con el mundo. Entiendo a ET: estaba solo, en el planeta, tratando de encender su dedo para contactar con su casa, tan lejos de la Tierra, en un lugar que ya olvidé donde quedaba.

Lo estoy escribiendo ayer
No entiendo cómo la gente –que es tan bruta para algunas cosas y no se martiriza por eso– apoya los dedos en las teclas como si se tratara de cristales. Trato de respetar a mi hermana cuando me pide que no golpee las teclas de su computadora como si estuviese sobre una Remington modelo 54 y trato de aminorar la marcha frenética de mis dedos, mientras estoy en su casa. Escribo con paz, con calma entonces por mi hermana y también porque sé que lo que estoy contando esa vez existió y está allí. Que puede esperarme un poco. Que hay registro de todo en la memoria de los que vivieron ese momento. Escribo sabiendo, eligiendo, pensando las palabras, el orden. Y es como colgar la ropa blanca recién lavada, impecable, bien extendida en una soga que cruza un jardín: tomando los broches con delicadeza, percibiendo cómo el sol traspasa las remeras.
El resto de las veces cuando me he levantado a escribir, tipeo como una exagerada, como una loca y no puedo evitar golpear las teclas porque necesito dar con ellas. Apretarlas allí en esa hoja A4 digital donde las veo convirtiéndose en algo. En verdad, en la palabra, en el mundo, mientras yo acá ya distante, ya ajena a ellas, las persigo.
Escribo un blog. No puedo hacer otra cosa; no sé hacer otra cosa o no quiero hacer otra cosa. No puedo escribir una novela. Escribir largo. No puedo aceptar querer decir algo tan impulsivo, tan impensado, tan visceral, tan imperfecto y tan cierto de otra forma que no sea en una forma breve. Algunos escritores escriben corto y después amplían; rellenan partes intermedias como si preparasen una lasaña. No me sale. Lo que necesito decir puede reducirse en las palabras que llego a tipear una noche que me he levantado de la cama, he prendido la luz y dejado la cama –uno de los ámbitos en el que más adoro estar (sino en el que más)– para venir a sentarme acá y a vomitar la catarata de ideas que no me dejan dormir.
No me puedo dormir pensando en la inutilidad de lo que escribo. No me puedo dormir pensando en escribir. No me puedo dormir porque allí, en la oscuridad, despierto y tipeo, tipeo, tipeo mentalmente la cantidad de ideas que nacen. En mi cabeza parecería que logro escribir a la velocidad de lo que pienso. Pero prendo la luz, me levanto y camino hasta la computadora y he olvidado el 50% de las cosas. Y antes que intentar recordarlas –sé que mi memoria es absolutamente frágil en la misma proporción en que no lo es en absoluto y podría recordar perfectamente la génesis de una tormenta en el verano de mi infancia– prefiero, por lo menos, ponerme a tipear lo que queda. Los restos náufragos de aquellas cosas que eran tan potentes en la oscuridad y que no son estas que estoy diciendo ahora. Eran otras grandes y hermosas, tan poderosas como un barco lleno de piratas; como una tormenta violeta y como un dinosaurio que camina aplastando el suelo.

Una tarántula en un plato de leche
Desconozco el terror a la página en blanco. Algunos escritores hablan de eso. Pero lo cierto es que nunca me ha pasado. Escribo compulsivamente. Cartas, declaraciones, crónicas, listas de supermercado y actividades que debo realizar alguna vez –en otra vida, cuando sea una persona organizada–. Mails (y aquí me detengo un minuto para dar la debida explicación a mucha gente a la que no le contesto los mails: no siempre contesto porque los releeo, los edito y los quiero escribir como piezas únicas, sin errores, como formas irrepetibles, con destinatarios particulares. Entonces me lleva mucho, mucho tiempo. Y otras veces me pasa eso mismo pero además no sé qué decir o me da vergüenza o prefiero no dejarme tan a la vista y no puedo neutralizar las palabras y la escritura porque para mí éste es un hecho donde se juegan demasiadas cosas. A veces escribo las respuestas y no las mando.
No siempre –bajo el rigor de mis ojos de la censura– algo puede ser publicable. Muchas veces todas las chicas se desaniman: la escritora, la editora, la correctora, a la que le pasan cosas, la que vive aventuras, la que escucha a la gente y aprende o se asusta o se ríe. Caen debajo del colosal desmoronamiento de la autoestima y la voluntad y quedan sepultadas allí por un rato más o menos largo. Ni si quiera es esos casos; en esos tiempos de nulidad creativa recurriría al recurso del terror a la página en blanco para explicar qué es lo que me pasa. Es otra cosa; algo parecido a una crisis energética o una momentánea convicción de que no hay nada que me interese decir o que quiera contar. Pero cuando me siento a escribir escribo y lo que me da terror es la página llena. Las sucesión de páginas llenas y sueltas y ningún centrifugador milagroso que logre unificar las partes en una misma cosa o relato llamado: novela o libro. Y no sólo me da terror esa naturaleza difusa y despareja de los textos que escribo, sino también lo que dicen, lo que pueden decir, lo que yo sé que dicen y no les digo y la interminable lista de dobles sentidos y lecturas que me permiten como lectora.


lenguaje



“Y qué es lo que vas a decir
Voy a decir solamente algo

Y qué es lo que vas a hacer

Voy a ocultarme en el lenguaje

Y por qué

Tengo miedo” 
Alejandra Pizarnik, Cold in hand blues.


Para todo lo que uno quisiera no alcanza el día –me quedo con esa idea cuando se va mi amiga de casa y, detrás, el barullo de su voz estridente y la promesa de vernos en estos días–; ni el día ni el lenguaje para contar tantas sensaciones juntas.
Es casi imposible intentar dar cuenta de esos momentos en los que uno percibe se están cruzando frente a su nariz los hilos del pasado, del presente y del futuro y es nuestra propia mano la que esperamos no tiemble tanto para poder enhebrarlos y ser certeros, sinceros, inequívocos.
¿Qué puedo decir de un momento así? Que estoy sentada con mi buzo verde gigante frente a la pantalla viendo a Fito Páez cantar una canción y pienso en todas estas sensaciones que no quiero contar porque no puedo ponerlas en palabras y nadie sabría, así lo hiciera, cómo se sienten en mi cuerpo. Antes, hacía lo imposible por llegar a transmitírselas a alguna amiga o amigo. Invocaba al dios que me habían acostumbrado a adorar cuando era niña e intentaba que fluyeran la expresividad, la argumentación, la literalitad, la metáfora todos juntos y encontraran un cause conjunto por donde salir sin enredarse y llegaran a buen destino: el océano amplio de la comprensión colectiva. Naufragaba en el intento. Había pozos, elipsis, desbordes de ríos.
Pocas veces, poca gente podía percibirlas; sobre todo podían hacerlo quienes hacían silencio o sonrieían al saber lo lejos que estaban. Los que interpretaban, hablaban, pretendían advertir arruinaban la precaria y temerosa existencia de esas sensaciones que, sin demora, se replegaban como un caracol adentro de sus casas mientras, entre las palabras poderosas, yo misma las perdía de vista para siempre. Por eso empiezo a entender el valor de silencio y de todo lo que es imposible decir.
¿Explicar sobre la confianza con un desconocido? ¿Fundamentar una intuición? ¿Hablar para contradecir un dolor de estómago? ¿Contar cronológicamente para que parezca lógico lo que es irracional y es un espacio robado a la vida organizada?
En mi casa, cuando era chica, la palabra tenía superpoderes. La palabra era una deidad a la que se debía adorar y honrar hablando. Todos hablábamos mucho, demasiado, incluso con las manos si hacía falta. Con mi hermana aprendimos a hablar correctamente antes que a caminar. No éramos dos niñas; éramos dos enanas cuya dicción y vocabulario prolífico asombraba a asesores de incapaces, jueces, prosecretarios, ascensoristas de Tribunales. En mi caso, nuestra manera de hablar me asustaba a mí misma. No era lógico que yo entendiera clases de lógica deóntica a los nueve años. No era positivo preguntar por el origen del mundo a los cuatro años; no era gracioso decir “perfectamente podrías haberlo hecho” a los tres años, aunque mi madre se riera y grabara nuestras voces en un cassette. Pero mi madre era abogada; mi hermana hacía las veces de secretaria de su estudio y yo debía aprender rápido a hablar con propiedad; a fundamentar contestaciones, a fundar recursos de amparo en pos de mi autopreservación. Nunca servían. No había quién pudiera contra su tiranía.
Las apelaciones a las que recurría no hacían más que confirmarme que la justicia no existe: nunca el caso estaba en fueros que no fueran los tribunales de primera –y única– instancia a donde debía remitirme otra vez y aceptar el fallo inaudito. Así era la justicia en este país. Lloraba desconsolada, entonces, como lloran los pobres en esos recintos donde siempre quedan mal, lejos del muro de los lamentos, lejos de todo, encerrada en mi habitación y cuando me calmaba, preguntaba retóricamente para qué tantos manuales de convivencia, códigos de urbanidad; para qué el concepto de común acuerdo, la jurisprudencia, si todo se resumía a la ley de la ferocidad y, como en la selva, el más fuerte sobrevivía y los demás éramos digeridos lentamente en su estómago, previa masticación atávica.
La palabra, en la casa de mi madre, constituía el filtro entre los fieles redimibles y los profanos que no debían entrar al templo; entre los comulgantes y los que eran merecedores de ser arrojados por el monte Taigeto –tal como alguna vez la Historia decretaba se arrojara por allí a los malformados–; expulsados con brutalidad por su brutalidad.
Hice cinco años de una carrera de comunicadora social como un chico californiano se pararía sobre una tabla de surf –con naturalidad, con gracia– para descubrir que detesto el mote de “comunicador social” porque me deprime hasta como suena y que preferiría no ser periodista porque no me gusta estar informada, sobre nada que no sea cuándo se juntan mis amigos a cenar y las noticias informales de la gente que quiero. Comencé a escribir por diversión y ya no me divierte tanto percibir que escribo como una obsesiva: repitiendo las palabras. E hice cinco años de terapia lacaniana y fui –más que en ninguna otra oportunidad– paciente, sólo para aprender a editar. A jugar con las palabras propias, ajenas. A construir un metalenguaje para estar a salvo.
Hay cosas que no se explican. Que no se pueden decir. Porque el lenguaje las destruye y son pequeñas y libres como las flores silvestres mientras el lenguaje no las descubre.


boxeo



Eran otros los tiempos de gloria del boxeo nacional, cuando no nos había quedado solo Osvaldo Príncipi como único vestigio de la narración pugilística y Cortázar, encandilado por el romanticismo y el brillo natural de la disciplina, escribía algún cuento con Monzón como telón de fondo; cuando Abelardo Castillo llegaba a la exaltación del mito del boxeador con ese final sublime del Negro Ortega, muriendo como un Cristo sin redención en el cuadrilátero del Luna: con el pecho hacia el cielo. Hemingway aún vivía y junto a Norman Mailer contribuía a imponer los tópicos indiscutibles de la virilidad. El boxeo era uno de ellos.
Eran otros los tiempos de la Argentina en construcción, cuando crecer dolía pero valía la pena; antes de la fractura ideológica y del desgarramiento visceral que se produjo en el país en los años setenta y que dio a luz –dos décadas más tarde– al muestrario de sus consecuencias. Pero junto al país y a sus hombres bañados en el perfume amargo del tango –epopeya del dolor y el desarraigo de sus tierra natales y de sus infancias ejectadas a las patadas del viejo continente–, crecía en estos suelos sureños un mito peligroso sobre el que se apoyó el imaginario colectivo del país: la del “derrotado injustamente”, tal como señala Sergio Olguín, en el prólogo a una fascinante compilación de cuentos titulado Cross a la mandíbula (que editó Norma, en el año 2000). Ahí estaba Miguel Ángel Firpo perdiendo la pelea contra un Dempsey devuelto mágicamente al ring, cuando el púgil argentino ya había ganado el combate que, luego, termina perdiendo. Esas contradicciones. “Esas cosas”, decía mi abuelo. Y no decía más nada, porque algunos silencios lo dicen todo.
Todavía vivía Tito Lectoure. Las chicas no iban a bares cargados de banderines, fotos y hombres tomando vermouth que escuchaban en speaka la transmisión radial; mucho menos lo veían en vivo y en directo y Beatriz Salomón no se estaba comiendo un choripán en primerísimo primer plano de un canal televisivo por el que transmiten la pelea.
Entonces el deporte estaba lleno de franquezas; la maquinaria publicitaria no lo había avasallado todo y el boxeo era una posibilidad de sobrevivir con dignidad en un mundo violento; una forma de moralidad contenida entre las cuerdas, mientras afuera de ese sitio la realidad golpeaba fuerte y desigual. Y en la lucha se aprendía qué era tener códigos y qué no.

Pelea, en la televisiónDER 
Es sábado 12 de junio de 2009. Estamos lejos de sentir el slap slap de las cuerdas, lejos de la rutina gris de los gimnasios mal iluminados, del olor a transpiración y del bufido regular de las narices. Estamos comiendo torta de frutilla y tomando fernet en la casa de Fiori, porque es el cumpleaños de Alejandro y porque eso es lo que hacemos siempre con o sin cumpleaños: juntarnos. Fox sports está transmitiendo la pelea por el título mundial de los pesos medianos entre Hernán “Pigu” Garay y el español Gabriel “Chico guapo” Campillo –y aclárese de paso que ese mote está por demás inflado y que no responde a la realidad–.– ¡Lo está matando! –dice Alan y Alejandro: –lo está fajando duro, sí.

– ¡Ay no! –grita Fiori.
Lucrecia y Mariano están callados.
– ¡Ay no! ¡Pegale! –grita Fiori.
– ¿Fiori te podés callar? –y no es una pregunta; es una advertencia.
Entonces, pregunta quién quiere más fernet. Los comentarios de boxeo no son su fuerte ni el de ninguno de nosotros. Es el quinto asalto y no nos explicamos cuándo el español se despertó (después de tres rounds sin transpirar) y qué le pasa al Pigu que tiene cada vez menos reflejos alertas. No sé quién se para. No sé quién dice: correte del medio. No sé cómo pude comerme tanto esta uña. No sé cuándo pudimos haber envejecido tanto que los sábados preferimos quedarnos en casa, con un vermouth, al lado del calefactor, mirando boxeo –lo mismo que hacía mi abuelo cuando tenía alrededor de 75 años–. No va a haber KO, pero la pelea tiene un buen suspense. Garay todavía puede dar vuelta el resultado. Pero está corriendo el tiempo, están pasando los rounds, segundos afuera otra vez.
– ¿y qué hace ganando éste; supermediano con pretensiones de campeón? –pregunta uno de los chicos. Y no es para menos. Porque Campillo viene con número 15 en el ranking de la Asociación Mundial de Boxeo. Pero el chico nada guapo insiste con su jab y tiene destreza.
Y para el Pigu se vuelve, cada asalto, un camino ripioso, hasta cuando las marcas corporales –su búsqueda de oxígeno, su falta de reacción, su nariz sangrando– empiezan a dar cuenta del final de la disputa; de su derrota. Y de cómo puede perderse en media hora el título que había llevado puesto desde hacía más de un año.

Los domingos de Tito LectoureR
Es jueves 3 de julio de 2008. Mediante un chantaje conseguí estar acá, sentada en esta butaca dura de un palco del Luna Park, lejos del ring side, pero acá. Cuando mi amigo Alan me propuso ir a ver a Ismael Serrano divisé muy claro el panorama de cómo conseguir lo que quería sin tener que hacer el esfuerzo de convencerlo con insistencia. Negocié y decidí tragarme ese recital como si se tratara de un jarabe para la tos, a condición de que, a la semana siguiente, me acompañara a ver la pelea entre Hugo Garay y Yuri Barashian, por el título del mundo.
El recital de Serrano no estuvo tan mal –de no ser por un par de chicas que, insolentemente, le gritaban barbaridades mientras él, entre susurros, intentaba terminar sus canciones y pedía que no le griten así– y la semana siguiente estuvimos los dos sentados en las butacas duras de la platea nada preferencial del estadio, lejos del ringside, comiendo un pancho emergido de los vapores alucinógenos de una panchera ambulante, con mostaza flúo, a temperatura ambiente, un día de demasiado frío.
Y entonces el Pigu podría haberle arrebatado al yugoeslavo la corona sin trabajo. Y entonces, a nuestra espalda, un alud de hombres vociferaba contra su templanza y bramaba porque el chico de Tigre no perdiese ni un segundo más. Y entonces un viejo se moría de impaciencia y de tos, mientras prendía otro particulares 20 y alguien preguntó: ¿por qué no lo deja knock out ya?
Todos ellos tenían razón. El Pigu tenía la corona de campeón al alcance de su mano y todo podría haber acabado en el sexto round con un KO. Pero estaba luchando contra el campeón del mundo. Y conquistar un lugar así amerita otros gestos más nobles.
Entre quejidos y finales congratulaciones que se pierden en la inmensidad del estadio, rebotan contra las luces del cuadrilátero y vuelven hacia las paredes, termina la pelea. Hernán Pigu Garay es el nuevo campeón del mundo de los pesos medianos.
Me fui sonriente, flotando por Corrientes y Leandro Alem mientras Alan guiaba mis pasos oblicuos y distraidos; iluminada por los faroles del cruce, pensando que el lirismo de ese combate debía ser celebrado con otros clamores. Pero, ¿cómo explicar lo que yo había visto a tanta gente? ¿Para qué? La mayoría vitoreaba el triunfo argentino; el resultado. Yo agradecía la destreza contenida de ese viaje rumbo a su victoria cantada ya en el tercer asalto. Esa lección de respeto y de dignidad. Esa forma rústica de delicadeza.
Yo persistía ajena al mundo pensando que no serán ya los tiempos de gloria del box, pero aún sobreviven dentro del ring gestos elogiables.
La noche se iba fundiendo en un fade, mientras llegábamos al restaurant Pipo.



blonde place


Bueno. Entre mis expectativas estaba la de abrir el año con un texto como un buen licuado en el verano: fresco, dulce, potente, helado, que los hiciera reír y recargar energías. Pero no tengo energías y tampoco el texto. Sí la cabeza dentro de una licuadora, pero no creo que mejores las cosas.
A tres días de la apertura del 2010 caminando sobre las baldosas flojas de La Plata, mirando –pensativa– cucarachas emerger del piso y de las bolsas de basura allí arrojadas, no se me ocurre qué decirles. O tal vez: que nunca pensé que las cucarachas pudieran medir lo mismo que una comadreja. Y que extraño Mar del Plata. Tampoco pensé que iba a caer en esa declaración de clase turista; tan ajena al buen gusto con el que se supone baña la ciudad balnearia a sus nativos desde el mismo momento de su nacimiento. Pero así es la vida; está llena de sorpresas.
Se me ocurre que el hecho de haber nacido en Mar del Plata me proveyó de algo que es mejor que una niña no tenga al alcance de la mano: la utopía concretada y cierta proyección –errónea– de que las cosas pudieran ser siempre así. El mundo podía ser feliz, el mar quedaría siempre a unas pocas cuadras; los caminos de regreso serían siempre arbolados, bienolientes; las vacaciones durarían tres meses; las casas tendrían siempre parque y la crema postsolar se reproduciría dentro de su envase, en la cantidad precisa que se hace necesaria al volver de un día de sol. Pero la vida no es así.
Y en afán de simplificar las cosas; en vías de no dramatizar en exceso este tipo de fracturas indeseables entre la esperanza y la realidad estaba esta tarde cuando imaginé algo que pudiera proveerme, sino de la reposición del orden de aquel mundo tan confortable, al menos de la posibilidad de verlo de una manera más amable y por eso decidí ir a teñirme el pelo.

Estaba tan segura...
Y... estaba tan segura de que rubio era el color que necesitaba para dejar de pensar como una morocha –complicado, obstruido, dramático, almodovarianamente– que me animé a caminar bajo el sol de las cuatro de la tarde, sobre el pavimento plantese oliendo a basura, sin siquiera detenerme ante la peligrosa posibilidad de derretirme en el camino de casa a la peluquería. Rubia sería, por fin, liberada de esos pensamientos turbios, oscuros, elevados, intelectuales, retorcidos.
Y como no estaba tan segura de que el color de pelo de la carta de Revlon–hermoso, ceniza, sin brillos excesivos; exactamente igual al de Gwyneth Paltrow o al de cualquier chica lánguida que justamente tiene esa cara de aburrida por tener a sus pies el mundo tan simplificado– pudiera coincidir con las capacidades de decoloración de mi pelo tercermundista en particular, opté por pedirle al peluquero que por favor restringiera las demostraciones de su maravilloso pincel a los últimos 15 centímetros del largo. Así, podría arrepentirme y cortarme luego un carré muy moderno; llorar desconsolada y pedirle de rodillas que me devolviera mi castaño oscuro plebeyo o, eventualmente –en un brote místico; arrobada por las maravillas ficcionales de la tintura–, requerirle la totalidad de su mano de obra en el resto de los sesenta y tantos centímetros restantes.
Con esa pequeña proporción de pelo rubio alcanzaría, le expliqué, para salvarme del agobio de ser morocha; del pensamientos obstruido. En esos pelos rubios decidiría alojar algunas cosas que no puedo resolver. Un lugar superficial, amable, veraniego, provisto de una gracia ingenua en las afueras de mi cabeza como una especie de playa marplatense sería una solución eficaz.
Pero el peluquero no está de acuerdo. No quiere teñirme, ni arruinarme el pelo, ni que sea rubia. Me dice que tengo un color natural demasiado extraño y lindo como para querer esconderlo y que de no llegar a gustarme el rubio, nunca podría él ni nadie encontrar una tintura castaña tan compleja y rara como la del color de mi pelo de verdad.
Entonces desecho la idea. Comienzo el año entendiendo que tendré que sobrellevar el calor de esta ciudad inhóspita, la realidad de las bolsas de basura arrojadas por doquier y mi cabeza sin opciones de hacer fáciles las cosas.

los límites del mar


Fue de una trompada que el pakistaní terminó en el agua y era de prever. El radiotelegrafista –el hindú– lo odiaba. Lo perforaba con la mirada cuando caminaba con su caftán cada tarde sobre cubierta y lo olfateaba, como lo haría un lobo. El pakistaní no tenía dientes ni problema de reírse sin ellos en la cara del hindú. Pero el hindú tenía las dos cosas y cada tarde juntaba fuerzas para no matarlo…
Pensaba, cada vez, que faltaba poco para el día siguiente. No más allá de las siete de la tarde todos estarían durmiendo y entonces dejaría de tener que verlo, al menos por un rato. Hacía el esfuerzo pero sabía que una tarde no le alcanzarían las fuerzas.
No se odiaban por la risa; se odiaban por los límites geográficos; por defender cada uno su identidad; por costumbre, por tradición. El pakistaní se rió y fue una risa audible, socarrona. Entonces el hindú, finalmente, le dio la trompada que designaría en un momento los destinos de ambos.
El pakistaní se resbaló en la cubierta y entonces no se reía. Decía algo que nadie supo qué quería decir, mientras se hundía en el agua. En el deslizamiento se rompió la cabeza. Ni dientes ni cabeza, entonces.
Algunos comenzaron a gritar agarrados a la barandilla; uno de los marineros, el italiano, se tiró sin pensar demasiado por si aún lo podía salvar. Pero era tarde. Un minuto tarde. Una eternidad. Tarde.
El sol naranja caía sobre el agua, se desvanecía. El capitán ordenó que elevaran el cuerpo, que lo sacaran del agua aunque al rato partiera hacia allí otra vez. Buscó la bandera de Pakistán. No la tenía. Los hombres obedecieron y entonces el pakistaní fue un cuerpo arrojado como un títere sobre las maderas de la cubierta sin un trapo que lo abrazara tan fuerte como él había abrazado ciertas convicciones que enfurecían al hindú y que nadie en el barco llegaba a entender.
El hindú no había arrugado su caftán ni ayudado a cargar el muerto. Miraba descender el sol, desde algún rincón solitario en la popa del barco griego, en el atrás también de su vida de marinero. Al llegar a tierra quedaría detenido.
El pakistaní no llegó a concluir su one round trip a Italia; se desprendieron de su cuerpo ahí nomás… A las vaya a saber cuántas millas de navegación. Dos oficiales lanzaron el cuerpo al agua enfundado en una bandera que no era la de su país y mi tío ni siquiera recuerda si entonces su territorio tenía bandera ni si era un país.
Viajó ajustado entre cadenas y fue como un sable que se perdió en las profundidades azules. Ni dientes, ni cabeza, ni un entierro, ni un lugar en su tierra donde lo llore su familia. El barco dio dos vueltas alrededor del cuerpo. Sus bocinas soplaron lúgubres y ahogadas y, así, una especie de entierro tuvo. Finalmente el pakistaní se hundió. Primero en el agua; después en el tiempo. Por allí cruzaron luego tantos otros barcos…
Y no llegaron a oír por encima del soplido de su bocina el lamento ahogado del fantasma submarino como lo escucha mi tío, tantos años después, pisando tierra firme o, quizás, solo pisando sin querer los límites de las baldosas de granito claro que tiene en el suelo de la cocina de su casa. Pero tal vez, también, hundiéndose en el denso espesor de aquel mar tan lejano al mar líquido que había añorado ver.

brasil II: chicas en la playa


Todos los días iguales. Casi siempre iguales, los veinte días. Estamos con Anamuá y Aye en el departamento de Aye, sobre praia des Ingleses, mirando cómo las olas vienen y van; tomando otro trago de la cerveza más liviana y más fría du mondo, arrojando con displicencia otro naipe sobre la mesa de plástico, en el balcón.
La mamá de Aye nos pregunta: ¿no van a ir a la playa?, con cierta gravedad, con intriga, viendo cómo el sol, en su punto más alto del recorrido, invita a planes mejores como hacer kayak o nadar, pero no jugar a las cartas con desinterés. Alguna de nosotras le contesta algo como… “sssss” o “naaaa” o, como mucho, un “después”. Pero la madre de Aye, que es divina, no se detiene en esos detalles y dice… “bueno, cuando quieran… Acá les dejo un par de toallones”. Pasan veinte minutos. Alguna dice: “¿qué hacemos?”. Pasan cinco minutos. “¿Vamos?”. Silencio. “Ponete el agua para unos mates”.

Me levanto y enciendo uno de los dos cigarrillos que fumo en el día y que me alcanzan para traumatizarme siempre por el olor que me dejan en todo el cuerpo y el gusto áspero y el resfrío alérgico y que justifican la pregunta sabia de todo el mundo “¿para qué fumás? y mi respuesta idiota, de emo: “no sé”. Una de las chicas me pide fuego y le ofrezco y luego me llevo el encendedor para la cocina. Anamuá, casi siempre, bosteza.
Alguien grita en la playa. Se escucha el motor de la banana cargada de turistas argentinos que acelera seis metros mar adentro y las olas que revientan en la orilla sin demasiada furia.
En el balcón, alguna dice: “yo no puedo ir a la playa con estos pelos”. La otra levanta los hombros. “Truco”; “siempre lo mismo… no juego más”. “Porque te distraees, pelotudeas y te mirás los pelos”. “No, no juego más. Me aburrí”.
En la cocina hay olor a pan tostado, a ajo, a ananá, a protector solar. Algunos pájaros chillan al otro lado de la ventana abierta.
- “Ché… ya que estás ahí, ¿no te ponés la cera a calentar?”.
Yo salgo de la cocina y veo que una de mis amigas hace lo mismo que yo, mientras la tercera sigue mirándose los pelos de la axila de reojo: las dos nos quedamos quietas, mirándola, impávidas hasta que pregunta qué pasa.
- ¿Quién te los va a sacar?- le pregunto.
- ¿Ninguna?
- Ni a palos; hace calor.
Le levanto el brazo.
- No tenés pelos
- Bueno. Para mí se ven
- No - casi le grita la otra. –No se te ven- y se acomoda los anteojos y sigue intentando leer o leyendo a Cortázar.
- Ya está el agua. ¿Vamos un rato a la playa?
Ninguna me contesta. Camino en dirección al balcón. Les digo: “No. Está demasiado lindo”. Pongo el agua en el termo. Ana me pide las Baducco. Volvemos a sentarnos en las sillas, alrededor de la mesa, en el balcón. El sol se está empalideciendo un poco, lentamente.
- Pasame los Camel- Estoy aburrida
- Sí yo también.
- ¿Qué quieren hacer?
- Hace calor.
Progresivamente, nos vamos levantando y volviendo a sentar metros más allá, cerca del ventilador, en los sillones. Pasa un largo rato. Abandonamos, primero, la pincita y el espejo; luego, el mate lavado, el termo, a Cortázar, los pijamas de algodón, el atisbo leve de voluntad de ir hacia el sol y cerca de las seis de la tarde, cuando ha mermado la cantidad de gente en la playa, cuando se ha nublado Florianópolis y amenaza la tierra una fina lluvia, cuando los artesanos están vendiendo trencitas, pulseras, hamacas paraguayas y en la playa hay olor a pescado fresco, salimos a dar una vuelta; empezamos el día.
Se prenden luces pequeñas y amarillas a lo largo de la playa. Dispersos puntos de luz y la arena está fría en los pies. Tomamos una de las caipiroskas de esa noche riéndonos, felices y luego, mientras una de las chicas intenta aprender portugués con un paulista mentiroso y buen bailarín, Marisa Monti estrena su voz en el trío con Arnaldo Antunes y Carlinhos Brown y todos hacen Ja sei namorar; la otra de las chicas compra una cerveza, yo camino hasta la orilla y en la negrura, bajo el agua, encuentro mis pies. En ese mar que lleva y trae. Todos esos caracoles.


brasil I: músicos en la bañera


Villa d´ Este. Peña al 100, casi Alem. Verano de 1971. Una casona divina y típica de Mar del Plata, que hoy ya no existe. Iban a tocar Vinicius y Toquinho aquella noche. Mi mamá y sus amigas aguardaban en la recepción porque mi mamá quería pedirles que le firmaran la guitarra en la que ella componía sus canciones y practicaba sus versiones de la bossa en un portugués aprendido a los ponchazos. Vinicius las hizo pasar y las invitó a sentarse en una de las mesas más cercanas al escenario. Así vieron el espectáculo.
Luego de aquella noche, mi mamá llegó en la siguiente tarde aciaga de enero hasta la puerta de la casa donde los compositores brasileños estaban parando y tocó timbre varias veces hasta que alguien atendió y la hicieron pasar más allá de donde se hace pasar a un desconocido que brama con clamor desprejuiciado, adolescente y con tanta alegría su admiración y agradecimiento. El viejo, entre los humos del tabaco, se daba un baño de inmersión y escribía a máquina algunos poemas sobre un tablón de madera cruzado en diagonal sobre la bañera -un tablón que preservaba la fuga de vapores, el decoro de Vinicius y los papeles de la humedad y que sostenía a Toquinho y a su guitarra que soltaba sonidos desarticulados-. Si bien a cualquier persona en su sano juicio semejante intimidad tan pronto lo intimidaría, a mi madre no. Porque a mi madre casi nunca cosas así la intimidan. Y se sentó feliz, sobre la misma tabla que Toquinho y al lado de la Remington, a agradecerles personalmente su invitación y a invitarlos, a cambio, a una guitarreada con amigos esa noche en el departamento de mi abuela.
Con respecto a aquella noche circularon en mi casa, por años, algunas anécdotas. Una es que sacaron fotos y prueba de ello es la que ahora, un poco manchada por el tiempo y enmarcada en un portarretratos dorado opaco, está sobre la mesita baja, al lado de la lámpara amarilla y de la llave de la puerta balcón. La foto también tiene una mancha de whisky en su punta que data de un tiempo posterior a aquella noche a la que, evidentemente, honraron de la misma manera. Otra anécdota es que mi abuela, queriendo ofrecerle a Vinicius una especie de ofrenda que lo remitiera a su tierra, sacó de una de sus revistas una foto de Carmen Miranda… y cuando Vinicius la vio, se inclinó sobre mi abuela y besándole la mano se emocionó al ver la imagen de su gran amor. La última proviene de la tarde previa a la juntada, cuando mi mamá llegó hasta Villa d´ Este a invitarlos a su casa. La hicieron subir hasta el baño. Vinicius la atendió sentado en la bañera, tapado por una tabla de madera sobre la que había una máquina de escribir en la que tipeaba versos nuevos. A partir de la propagación de esa versión, mi hermana y yo comenzamos a usar la bañera para dejar tazas de té, revistas, esmaltes, semillas de frutas y esencias para hornito. Cada vez que mi mamá encontraba algún resto náufrago comenzaba a los gritos. 
- Vinicius lo hacía. Y no le dijiste nada. 
- Vinicius no se bañaba en mi bañera... Y ustedes no son Vinicius. 

diario de edición de un ensayo


Dedico este posted a una actividad tan invisible como central: la de la edición de libros. 
A una figura abstracta: la del editor. Y, en concreto, a todos aquellos 
que disfrutan y padecen, a diario, los vaivenes de este oficio artesanal.

Una mochila llena de libros llega a mi casa arrastrando a Esteban.
– No loca, no estoy bien –me dice. – Me acabo de separar… No sé qué hacer de mi vida. Lo único que sé es que quiero publicar este libro.
En el largo silencio que le sigue, camino a mi pc con su pen drive y lo enchufo.
– Ahí está el libro.
Su mirada ya está atravesando las cuarenta cuadras que separan mi casa de la suya, de sus libros y de su vida tal como la conoce. En ese estado en el que está, no tengo más de tres opciones, cuando la cuarta –sentarme a hablarle como si yo fuera un profeta de la nueva era que divulga la obligatoriedad de estar bien y el un fiel en busca de esperanza– no me parece cuidadoso ni inteligente:
1. darle royphnol con fernet, como a un reventado de los años ochenta, y dejar que se olvide de todo arrojado en la alfombra de mi casa, mientras voy hasta el supermercado a comprar algo para cocinar.
2. hacerle preguntas para que hable de lo que le preocupa, aún a riesgo de que éstas sean indiscretas, comprometedoras o disparen cataratas de lágrimas.
Ponerme a editar su libro, para que se ponga a pensar en otra cosa.
Aplaudiendo como lo haría cualquier madre –inclusive la mía– de esas que son madres de verdad y que creen que ayudar al otro no pasa por condescender a una escucha afectuosa de sus lamentos o consustanciarse con el relato trágico de una ruptura amorosa, sino arrojar zapatillas por la escalera o levantar con la frialdad de un cirujano o de un sepulturero a la gente del piso, diciendo: “bueno, bueno, que la vida sigue”, opto finalmente por la tercera opción y me siento frente al escritorio.
Ante el libro dividido en mil pedazos como él, pienso una pregunta [¿y vos qué esperás que haga con esto y con vos así?] pero, en cambio, emito una respuesta reconfortante y serena: Esteban, ¿te acordás de la frase de Rob Fleming, el personaje de Alta fidelidad: “la música no te convierte en una persona susceptible de que le rompan el corazón en mil trocitos”? Sonreímos juntos y le digo, solamente: ya vas a estar bien. Vas a ver. Él me mira con cierto escepticismo detrás de los cristales de sus anteojos nuevos que se parecen tanto a los de Elvis Costello. Le recuerdo otra frase, de Bob Dylan: “cuántos caminos deberá recorrer un hombre, antes de que puedas llamarlo un hombre”. Le encanta la frase. Decide que sea la última frase que abra su libro.
Entonces hago un té. Pongo un disco. Hago bajadas a papel de los artículos del ensayo sobre rock que están todavía en versión digital. Dice que mi música no es moderna –que no está para escuchar a Ray Charles–; que mi música es un bajón–que saque a Joni Mitchell–; que deje de tomarle el pelo, de burlarme de su estado –haciéndole prestar atención a las letras de amor bizarro de Zambayonni–; que de ahora en más vamos a escuchar solamente (¡¿solamente?!) los veinte discos que trajo guardados en ese pen drive junto al libro, para que nos inspiren en la edición. Y después de sus imposiciones en ese tono adorable y tranquilo típico de Esteban, pretende convencerme de que acepte que la tirana soy yo, cuando solamente (esta vez sí: solamente) me he sentado sobre la alfombra en posición de Buda –como una inocua maestra jardinera– a rearmar pedazos de su libro; a cortar fragmentos de las hojas A4 donde se han impreso las versiones preliminares de los capítulos y a pegar textos que andan sueltos y que –a mi humilde criterio irrefutable– deberían estar todos juntos en una misma sección del libro. Y se atreve a llamarme así porque estoy provista de una tijera con mango celeste y puntas redondeadas; una tijera tan inofensiva como las propias maestras jardineras.
De alguna u otra manera llegamos a acordar las versiones finales y lo que queda es comenzar otra vez. Y ahora pido la colaboración del lector para entender este punto. Este es exactamente el momento de la confusión. Los autores se van felices creyendo que el trabajo ha concluido; que su libro está presto para ir a diseño y luego a la imprenta –como por un tubo– y que cualquier demora del editor será una negligencia, falta de compasión o mala praxis. De este error deriva, primero, que su ansiedad se convierta en una parecida a la de la hinchada completa de los Chicago Bulls, ante el dribling del último minuto en el set definitivo del partido contra Los Angeles Lakers por el cierre de la copa de la NBA – y, segundo, que entren en una escabrosa persecución al editor digna de un mafioso de la Gomorra.
Les narro, a continuación, algunas de las secuencias que ocurren a partir de entonces, porque son dignas de ser mencionadas y, sobretodo, porque no hacen alusión a la edición de este libro en particular sino de todos los libros del mundo de ésta y todas las editoriales de éste y todos los países de la Tierra, en éste y en todos los tiempos.
Mail 1 (cuatro minutos después de la finalización de la reunión con el editor): contame cómo va el libro.
Llamado 1: ¿Ya está? ¿Terminaron?
El editor está afincado en la casa del diseñador como los docentes, en su carpa blanca, están frente al Congreso. El editor vuelve a ver errores. Oraciones que no se entienden; que es preciso explicar mejor. El editor ve que todavía sobran páginas. El diseñador tipea correcciones a una velocidad de record Guiness.
Llamado 2: ¿Cómo va todo? ¿Y tus cosas?
[Ya no tengo más cosas. Las olvidé todas. Sólo estoy editando tu libro].
Mensaje de texto 1: Te mandé un mail a la mañana
Mail 2 (el mismo día; horas después): avisame cuando ya esté en imprenta
Mail 3 (y ante la ausencia de respuesta): te quiera agradecer por toda la ayuda que… bla bla bla… y por favor manteneme al tanto.
(Ésta es una típica maniobra que los autores estiman agradable y efectiva, en términos de que los editores no hagamos oídos sordos a su desesperación; un recurso de la más baja calaña para obtener alguna información al respecto de un libro que ellos creen terminado cuando ni siquiera ha empezado a estar listo, con la intención de que el editor sea mejor persona de lo que está siendo y deje de jugar con su ansiedad y que por fin entregue el libro a la imprenta).
Mensaje de texto 2: ¿y?
Portero: Soy yo. Pasaba por acá justo. Iba al supermercado y dije: ¡paso! A ver cómo está todo. Si necesitabas algo…
[Aire.
Dormir.
Recuperar la vista, luego de días de vigilar caracteres en el Indesign como si se tratara de los doce apóstoles de la cárcel de Mercedes.
Comer otra cosa que no sea pan dulce sin frutas, en otro lugar que no sea un escritorio, acompañado de otra cosa que no sea mate, a una hora razonable que no sean las cuatro de la tarde, al lado de otra persona que no sea el diseñador.
Una vida.
Unas vacaciones en Brasil, detrás de unas poderosas gafas de sol y dentro de una hamaca paraguaya.
Masajes.
Aprender a hacer mejores negocios. No sé: transar con el fisco, vender cocaína… Para que la edición de libros sea mi hobby caro como lo era para Sherlock Holmes la averiguación de crímenes en la rue Morgue. ¿Sabés de alguien que de un curso de eso? ¿Me averiguás mientras yo edito tu libro?
Alguien que haga las compras del supermercado. ¿Te copás y me armás un changuito paralelo al tuyo, mientras yo edito tu libro, ya que ibas para el supermercado?
Alguien que limpie un poco mi casa. ¿Querés? Tiene dos botones la aspiradora: on y off. ¿Preferís hacer eso y de paso te baja un toque la ansiedad, mientras yo edito tu libro? ¿Qué te parece?
Pero el editor es, ante todo, un ser educado, correcto; capaz de editar, justamente, absolutamente todo. De reprimir su bostezo al otro lado del portero eléctrico y de agradecer la preocupación del autor. De disculparse por no poder hacerlo subir y ofrecerle un rivotril porque justo se estaba yendo a lo del diseñador a avanzar con el libro –suyo– y en el camino pasar por la gráfica.
Pero las ansiedades se entienden; no debe haber momento más vertiginoso que el de esperar un libro propio se haga papel y esté allí, sobre la mesas y las vidrieras, esperando las manos de sus lectores.

rock editado


Terrazas e ilusiones
En una ventana como ésta, hace algunos años atrás, yo añoraba –igual que ahora– vivir en un edificio alto y ver un suelo lejano de copas verdes de árboles, piletas de natación; terrazas y balcones, porque ya entonces aceptaba que no volvería a vivir al en una casa grande que diera a un jardín por un largo tiempo. Vivía y vivo en un departamento que da al frente de una calle ruidosa, donde apenas tres metros debajo frenan camiones que, a las siete de la mañana, aguardan, en punto muerto, ser descargados cuando yo atravieso a 10 máx. el primer tramo del día y por culpa de ellos.
Hoy recordé esa ventana porque, mientras Gonzalo se bañaba y yo me estiraba de horas enajenados frente al monitor de la computadora clavado en Indesign donde editábamos un libro, diseñábamos su tapa y vigilábamos con desesperación obsesiva y milica que no se nos pasara un doble espacio o una coma al otro lado de la raya, en una ventana así pude verme, alguna vez, ilusionada con el hombre equivocado que, detrás mío –y mientras dejaba caer sin querer la ceniza que colgaba del cigarrillo entre sus labios y que contruibuía a la mugre nada ocasional del piso de su casa–, desordenaba su pila de discos de Bob Dylan para hacerme conocer, primero, el tema del que hablábamos y luego, todos y cada uno de los temas y los discos y los libros y las biografías de Bob. Huricane era el tema y es, según sus dichos, la crónica perfecta; la mejor escuela de periodismo jamás planeado y por eso la más efectiva.
Él ensayaba su clase magistral, mientras miraba cada tanto mis piernas desnudas y yo sólo pensaba en dos cosas: la displicencia con que arrojaba una tras otra las colillas sobre el parqué y la convicción con la que volvía a repetir –sobre distintos aspectos de la vida– que la mejor idea era el no plan. Yo sí quería planes. Moldes para hacer flan; una agenda Rhein para el 2002; que se cortara un poco ese pelo, que dejara de fumar, que tuviera amigas con ropa distinta a aquella alternativa y mal cocida que usaban en composé con uñas cortas mal pintadas de rojo; que se bañara más seguido, que dejara a su novia para estar conmigo, que dejara de ser un freaky vintage con saco de paño, remeras de Bjork y zapatos de abuelo y, por último, que dejara de enternecerme con esa mirada de perro mojado, si al fin y al cabo no iba a dejarla.

Kisses desde el baño
– ¿Qué disco pusiste? –le pregunto a Gonzalo mientras yo vuelvo de mi viaje estratoférico, histórico y él, del baño inminente, adelantándose a una nube de vapor y secándose el pelo con una toalla, ahora, al lado del equipo.
– El de alguien de quien jamás te vestirías para una fiesta de disfraces
Nos reímos los dos. Mordiéndome el labio y frunciendo el ceño como hace su novia cuando él dice disparates, juega a hacer caras, se pone histriónico y teatral, le digo: Kiss, Gonzalo.
Aunque ni ellos parecen ellos; parecen disfrazados a cara descubierta en el umplugged de mtv, y ya no suenan rompiéndolo todo, interceptando el viento y la respiración. Será el tiempo de otras cosas, de sonar distorsionando aquellas rarezas pasadas, como aires de tiempos actuales.
Gonzalo deja la toalla sobre el barral de la cortina y me mira. Yo me saco el lápiz del pelo; lo mordisqueo y le digo:
– Qué raros suenan… A ver… Mostrame la tapa.
Silencio.
– La tapa del cd; no la del libro.
– Ah… Está en el escritorio de la pantalla.
– ¿Todavía siguen teniendo el pelo así? ¿La mujer no les dice: “Roberto, ya estás grande… Cortate esas crenchas… que estoy podrida de levantar los pelos del piso del baño”? ¿Con qué clase de mujeres se casan?
Ahora es Gonzalo el que se muerde el labio inferior y sacude la cabeza y yo chisto.
– Pasa que cuando ya te encariñas –le digo, después.
Suena ahora un ruidoso tilín en la pantalla. Me mira. Miro la pantalla.
– Es tu novia. Te manda besos soplados por un muñequito amarillo.
– Decile que venga a ayudarme. Que entre el libro y vos me están enloqueciendo. Pero más vos.

Cielos modernos
En cuanto terminamos de cerrar la versión final de la tapa del libro me voy corriendo a la casa de mi amiga Sol para mostrársela. Sol es –y a mí me encanta esta presentación aunque ella la deteste–: preocupantemente inteligente, linda, socióloga, horoscopera, analítica, intuitiva, garagera, propensa a relajarse con el mundo despeinado, temible, moderna aunque reniegue, novia de un roquero. Por eso yo creo que lo mejor es que la vea ella y opine. Porque ese va a ser un suficiente test de edición.
Así arranca. Juro.
- Sos muy polémica nena; te gusta el quilombo. ¿Por qué cielo rosa?
Ella ya lo sabe y quiere que lo diga yo.
- Porque está bueno. Es copado, romántico como el…
– Dejá de hacerte la mosquita muerta
– Porque habla sobre otro momento del rock, más amable, son cincu…
– La intelectual…
– Porque tiene un tono subido, lisérgico, saturado y fantasioso, como el rock
– La editora progre– ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
- ¡Están bien Sol! Porque no nos gustan las vulgaridades, ni los textos torcidos, ni la letra rota, ni los pelos en el piso, porque ya ni siquiera les tememos tanto a nuestras madres. Porque no nos "cabe la nasta". Pero para ellos sí. A ellos los queremos roqueros, reventados para seguir pareciendo intachables; bellas, prolijas y perfumadas, cuyo peor rasgo es tener al lado a alguno de esos atorrantes. ¿Ya es suficiente? ¿O ahora encima me vas a pedir que no me haga la enojada?
Se descose de risa sobre un sillón. Después me cuenta que ayer su novio Lucas, el roquero, llevó a su gato, Wasabi, a la veterinaria y lo trajo a upa.
– ¿Ves que los roqueros también reclaman su cielo rosa?
Y entonces se muere de amor.



un dios

Necesito un Dios, pienso. Necesito un Dios –o una idea– en que creer. Camino por las calles de la ciudad sin saber si va a pisarme un colectivo. Sin querer levantar la cabeza porque la estampa podrida del cansancio ajeno no me ayudaría. Fuman. Pasean ojeras, hijos, portafolios, pasajes de subte, infelicidad. Y cuando pasean felicidad es peor. Ahora, por ejemplo, una chica sonríe y habla por teléfono frente a la puerta de un local de ropa. Entra. Se mide frente al espejo un vestido fucsia. Se acerca a la caja, lo paga con débito, sale con la bolsa enorme y con cara de felicidad. Bien. Es tuyo. ¿Ya está? ¿Qué sigue? ¿Los zapatos? ¿Luego la fiesta? ¿Luego la conquista, entonces otro vestido? ¿Luego el novio con el cual pasear por estas mismas calles y con quien reventar el resto del saldo de la tarjeta de crédito comprando otro vestido?
No es el lugar. No es el día. Me siento igual en palermo indie, en Quilmes indígena o en Apache indigente. Todo es igual. La misma cosa. Veo dentro de mi cabeza un millón de imágenes sucediéndose como en un videoclip utópico sin un sentido muy claro ni una estética definida. Todo podría ser: salir rumbo al Himalaya / renunciar al trabajo / volver atrás, hacia la casa de mis padres con jardín y hamacas, hacia cualquier relación anterior / suicidarme. Aunque esto no le he pensado realmente. Si lo pensara realmente me espantaría tanto que dejaría de pensarlo. Y seguiría todo igual. Tengo que hacer algo que le dé sentido a mi vida. Una idea, entonces un proyecto, entonces una vida. Comprendí que así funciona. Me lo han dicho, lo he visto, lo he intentado. Pero no hay proyecto concreto; un plan de salvataje a gran escala; una idea motor de un mundo. Nada parece tan importante como para cobrarse entera mi vida tan poco importante. Una pareja, un proyecto. Una empresa, un proyecto. Una profesión, un proyecto. Ser el mejor tirador de cartas; el mejor contador de chistes. Bien. Va por ahí. Arriba la autoestima (no entiendo porqué algunos dicen el: si es autoestima y ejemplo: vos sabés la estima que te tengo; y el miedo que me daría una enunciación semejante, el miedo de prever un chantaje).
Ahora, ¿cómo sostener esa idea en el trajín de los días? El proyecto en el día concreto es solo un poco de agotamiento, de transpiración, de cansancio. Es, al fin y al cabo, como ir a un gimnasio. Daría lo mismo ser presidente que ir a una clase de step. Y sí. Da lo mismo, porque la sociedad lo que elogia es el Trabajo. El trabajo en sí. Entonces el proyecto es el trabajo. Diario, cotidiano, sacrificado (si es sacrificado es mejor). Perón nos educó bien. Todos sabemos que el trabajo es un valor en sí. Chicos buenos los argentinos, disciplinados, vestidos de bandera celeste (el color de la obediencia); con un sol en el medio, miren qué orgullo. Aplausos, por favor. Gorro, bandera y vincha. A dejar todo en la cancha.
Pero resulta que yo también trabajo. Y ahora disculpen compañeros: no quiero demoler esa conquista. Estoy con ustedes: Perón vence. Perón vuelve. Siempre. Pero resulta que hoy en el trabajo no me encontré con Perón, ni tampoco con el dueño del lugar. Una lástima porque debimos pedir ya no un adelanto sino un atraso de sueldo y el no estaba. Para eso están los encargados. Ok. Nos lo dieron, todo bien. Así, al cabo de atrasos, tendremos a fin de mes que viene el sueldo del mes pasado cobrado totalmente y dos sueldos aún por cobrar. Pero, ¿de qué me quejo? Peor es nada. La vida no es fácil.
Justamente hoy en el trabajo me encontré con Sol. Sol es socióloga, es linda, es muy inteligente. Sol me hace reír e ilumina livianamente la tarde con su humor escabroso. Como esta tarde cuando me contó que su amigo había intentado entrar al Conicet, pero había quedado tercero. Le dijeron los administrativos que no pierda las esperanzas; que llenando un par de formularios podría el año que viene agilizar el tránsito, cuando tuviera que recorrer el mismo camino sinuoso que recorrió este año y el pasado para intentar ingresar. Pero entonces su amigo dijo: “necesito un Dios. Algo en qué creer para mi vida. Y no sé si el Conicet es un buen Dios para mí”. Insaciable el amigo de Sol. Parece que además el Dios tenía que ser bueno. Se lo digo. Se ríe. Me dice, mordisqueándose una uña y con un gesto apocalípitico, sospechoso, de quien confabula un plan que no sabe a dónde lo va a llevar. “Todo está muy mal. Todo va a explotar, pero hay que resistir. No hay que dejar que nos ganen”. ¿Quiénes? Ayer se murió Fernando Peña. Y no era un resistente, era un luchador contra este mundo pelotudo. La primera línea está destruida. Avancen, por favor. Pero entiendo el punto al que va Sol. Que no nos gane la desazón. Que no triunfe Nietzsche. Que no nos gane la pesadumbre, la posmodernidad.
Nosotros tenemos una inteligencia intuitiva e instruida, un vocabulario prolífico, un título universitario. Eso es mucho más que lo que tienen 2/3 de la población; somos de ese tercio que está por arriba de la línea de pobreza. ¿Qué significa estar por encima de la línea de pobreza? ¿Una absurda cuerda sobre la que debemos saltar poniendo cara de Dánica Dorada? Pero bueno… Comemos. No pedimos por la calle. Dormimos en una cama limpia. Nos tomamos taxis cuando llueve. Gracias, totales!!! Es cierto lo que algunos hombres inteligentes con los que nos hemos cruzado nos han dicho, en tono irónico y seductor: que el mundo ha sido injusto con nosotras; reinas descastadas. Nosotros creemos que tienen razón. Y que el mundo ha sido injusto. No entendemos cómo bajo nuestros pies hay cáscaras de mandarina, yerba, pañales, aceite de autos y no una alfombra, pero hicimos terapia. Y mejoramos. Llegamos a darnos cuenta de que el mundo era más grande. Gracias a esos hombres también.
Pero ahora, frente a nosotras mismas, ¿qué perseguimos? Supongamos una primera respuesta: el dinero. ¿Comer sushi en palermo? ¿Comprar vestidos fucsias como la chica que entró al local y reventó la tarjeta? ¿Todo eso –un proyecto, una vida organizada, un norte– movidos por un par de botas Prüne? ¿Para ir a dónde? ¿A caminar por este mundo reventado? Si en el fondo nos gusta levantarnos a media mañana, quedarnos en pijama, hacer mate y tostadas, leer Radar y, a lo sumo, ir hasta la computadora o a regar una planta.
Una segunda respuesta: hacer algo, intervenir en la cultura. Dos opciones. La primera, la más top: creemos que está bien la integración social de los países. Entonces sacamos fotos a los chinos del Once, a los bolivianos de la frutería, a las cuatro prostitutas yugoeslavas menores de edad, a la hija del embajador inglés tomando champagne con su familia y a ocho mujeres casadas con los dientes para afuera como todas las chicas de la sociedad: morochas, pecosas, frígidas, dientudas, fumadoras, mal casadas. En este lugar más top de la cultura podemos elegir, tenemos más opciones sobre qué hacer con esas fotos: editamos LNR. O colgamos la muestra en la galería Ruth Benzacar. Orly, chocha, con su concepto vanguardista y Benettoniano del arte. Todos somos uno. Todos somos iguales.
La segunda, la más lumpen: nos juntamos en un bar de Barracas o Almagro o Montserrat, tomamos mate, cerveza, vino, cocaína, decimos cosas alucinantes, geniales, talentosas, escribimos, nos vamos a una orgía, nos vamos a dormir. Nos levantamos de mal humor. Ya no queremos hacer nada.
Tercera: salvar a la demás gente. ¿Qué gente? ¿De quién? ¿Dónde está el malo? ¿Es el dealer; es Macri; es Chabán; es el marido que le pega a la mujer; es el alcohol; el rock and roll; es la maestra de la escuela; son los dinosaurios desaparecidos no tan desaparecidos; es el país; es su propia vida? ¿A quién hay que pegarle? Pero nada se resuelve a los golpes. Así que no.
Entonces llegamos al lugar cero de la cuestión, sentadas alrededor de una pequeña mesa. ¿Cuál es la solución? Un pasaje, dice sol. Pienso en Into the wild. Le digo: y cuando volvés de la selva, ¿a dónde más te vas?
No tenemos un plan. Nuestra vida la organizan ese trabajo, el Radar de los domingos, los amigos y nuestros charlas con nuestros compañeros de trabajo que se sienten igual. Y que también se juntan con amigos –más o menos famosos y prósperos– que hacen música; discos, sobre sus temporadas en el amor; canciones, sobre sus desesperanzas que le dieron sentido a su vida (las desesperanzas y las canciones); shows, donde finalmente se hacen visibles; viajes, en los que la geografía marca el rumbo; amigos, con los que hablar de algunos viejos tiempos y de las películas de Leonardo Favio. Y, entonces, no hay dioses para venerar ni verdades donde poner las manos en el fuego, ni referentes con vidas prodigiosas, ni proyectos donde clausurar otras opciones. El proyecto ha acabado. La modernidad ha acabado. Estamos solos con nuestros discos con canciones.



discos en el tercer reich




En torno a las librerías y disquerías del mundo se congrega un tipo de gente con ciertas características muy particulares y que de la combinación y el amontonamiento de especímenes de la misma raza surge “eso” que son millones de teorías e ideas; manifiestos políticos, éticos y programáticos con respecto a la música y la literatura mundial. Y a la vida misma. O sea: el modelo político que prevalece en todas las disquerías/librerías del mundo que se jacten de ser “de culto” –quedan exceptuadas las sucursales de cadenas como Musimundo, que se dedican a su vez a la venta de electrodomésticos– y que no es una tiranía sino un sistema filo nazi. Comparto aquí con ustedes algunas características propias de los ejemplares de la clase dirigente, con el fin de evitarles el posible error de llamarlos como llamarían al quiosquero de su barrio: “quiosquero amigo o de confianza”. Porque el librero/disquero no merece este mote; ninguna confianza en absoluto y mucho menos su sincera amistad.
Aunque trabajen en un shopping (al que todo el mundo acude de punta en blanco y con olor a crema Avene y zapatos Prune) ellos se visten como si no trabajaran.
Piensan que existen dos formas del gusto: el suyo y el mal gusto. Y quienes quedan del lado incorrecto merecen ser –dependiendo del grado de mal gusto– asesinados a sangre fría, como esa familia tradicional, laboriosa y casi perfecta es asesinada en el libro de Truman Capote.
Son fundamentalistas; caen –sin preocupación de ser condenados– en posiciones políticamente incorrectas con respecto a los clientes y perjeñan planes maquiavélicos para lograr prevalezca esa vieja consigna de “la casa se reserva el derecho de admisión” sin necesidad de poner esto en palabras.
Están seguros de haber sido elegidos por un designio divino como miembros civiles de la fuerza de seguridad que garantiza el reinado del arte y la filosofía por sobre el mercado, la economía, la sociedad, la ciencia.
Caminan con habilidad, con destreza y arrogancia por el tenue y frágil límite entre cultura culta y cultura popular. Y allí: a quince metros de altura al borde de caerse para siempre se animan a sugerir que el hilo debería estar más acá o más allá pero no justo ahí.
Sus mentores ideológicos son: Nick Honrby, Rob Fleming (personaje que interpreta John Cussack en Alta fidelidad), Oscar Steimberg y Piero (el de los colchones; no todo puede ser cultura, también hace falta dormir. Aunque el sueño también es cultura, porque todo es cultura, diría Carlos Ruckauf).
Al final del día hacen la caja con desinterés porque están involucrados en asuntos más importantes; por ejemplo, en una discusión acalorada en la que uno acusa a otro de antisemita por preferir a Martha Argerich que a Daniel Baremboin. Cuando llega el momento de contar las monedas las toman en el puño como si juntaran semillas de sésamo y las arrojan hacia arriba para saber cuánto pesan. “Ya está. Acá habrá más o menos dos pesos con cincuenta. Bajá la persiana”.
Leen parados frente a la computadora –con el torso recto e inflado en voz fuerte, clara y argentina, como si recitaran el himno nacional– los pornosonetos de Ramón Paz un domingo a la mañana, mientras dos viejitas que acaban de salir de misa intentan preguntarles si llegó el último libro de Isabel Allende. Y no les contestan jamás.
Algunas veces se deprimen pensando que su labor no tiene sentido. Lamentan que la gente no esté en condiciones de apreciar la importancia de su misión en el mundo y sienten que todos sus esfuerzos caen en saco roto.
Les preocupan con obsesión las canciones, las letras; recordar las fechas de grabación de los discos, las remasterizaciones, los años de edición de un libro y desacreditan la labor de los periodistas culturales de los medios gráficos nacionales, arguyendo que se dedican al periodismo maricón.
Suelen inventar, profundizar o aumentar discusiones que no tienen sentido desde su mismo origen. Simple y sencillamente porque les divierte la práctica de la tertulia como les divertiría a los jubilados de un club pasarse la tarde jugando al ajedrez y tomando vermouth. Y al igual que ellos, toman vermouth y mueven sus fichas (esos argumentos irracionales que fabrican) para tomar por asalto las partidas.

Kevin Johansen vs Soledad Villamil
– ¡Ay no sé cuál llevarme! –dice una mujer joven, mordisqueándose una uña, prestando atención a las dos opciones que tiene sobre la bara: Citizen, de Johansen o Morir de amor, de Villamil, mientras sus pequeños y hermosos hijos dan vueltas por el local como si fueran dos karting.
Yo estoy a su lado cuando Emiliano le dice: 35 a 40 pé. Y le vende Citizen argumentando que su peso específico es más justo, porque Soledad Villamil está inflada por la tele.
– Si no fuera conocida valdría 28. Y además Johansen es menos peronista y que el peronismo esté en su mínima expresión es muy bueno para un disco. Cuanto más lejos del gran relato unificador de la Argentina mejor.
– Tenés razón –le dice la mujer, con devoción, como si hubiese hablado un oráculo. Luego paga y se va.
Le digo: Emiliano: tenías para decirle que Kevin Johansen, a diferencia de Villamil, es compositor. Que transita con destreza distintos estilos. Tenías para decirle que mejor cantante de tango que Soledad Villamil es Lidia Borda.
– Naaaaa –me dice. – No valía la pena hablar de música.

una entrada para el cine



Casi famosos
No sé porqué nunca hablé de esta película. Y, sin embargo, no debe haber habido otra situación de ir a ver una película que haya disfrutado más y haya sido, luego, más reveladora. Era 12 de enero de 2001; el sol estaba derritiendo Buenos Aires y yo había salido de trabajar de la redacción de la revista Veintitrés, cuyo edificio quedaba –y tal vez quede– al lado de las ruinas de lo que había sido la embajada de Israel. Tenía algunas opciones y ninguna incluía quedarme afuera, dentro ese hervidero infernal. Una de ellas consistía en cruzar Arroyo y meterme subrepticiamente en el jardín de una capilla que quedaba sobre Suipacha, a ver cómo el sol le regalaba su brillo a las flores. Pero no iba a salir con un chico que me besara y, entonces, sentarme en un banco junto a una gaseosa de pomelo a escuchar pajaritos me pareció un gesto de vieja neurótica y deseché el plan. La otra opción era volver a Tigre, a la casa de mi papá. Pero sentía que antes de ese descanso, de la pileta, de la rendondez de ese mundo que también me era tan ajeno, faltaba algo que me nutriera realmente; tal cosa corría por mi cuenta y no se trataba de algo para comer.
Dudé en la puerta de la revista y volví a la oficina donde Agustina Rabaini –una de las chicas de Zona Roja, la sección de la revista dedicada al cine– me dio una entrada para la avant premiere de una peli: Casi famosos (Cameron Crowe). Y dijo: “andá a ver ésta, porque te va a encantar y te vas a sentir identificada”.

El film
William Miller tiene quince años en 1973; una madre soltera y una hermana hippie que se fue de casa hace un tiempo, dejándole algunos LP escondidos en el cuarto: Led Zeppelín, El mítico Sargent Pepper´s, entre otros. Detrás de esos anteojos al estilo Janis Joplin su hermana lo mira fijo y vaticina con la ferviente seguridad de un ministro eclesiástico de la iglesia anglicana: “one day you´ll be cool”.
Un día, entonces, el fancine que William edita a pulmón llega a las manos del editor de la revista Rolling Stone, que lo llama por teléfono para encargarle la cobertura de una gira de una banda de rock prometía ser una gran banda de rock ya entonces; cuando aún no había salido del off: Stillwater. Así, el chico se embarca en un viaje que le hace conocer los entretelones de la fama, la belleza de las canciones, el mundo de las drogas y sus efectos inesperados, la tristeza de las gruppies, la soledad de los managers y, en el camino, se descubre. En la mitad de una de las largas noches del viaje, al borde de la desesperación ante el mareo, las líneas no escritas y la fragilidad del lugar que ocupa, llama a Lester Bangs –su gurú; un experimentado periodista de rock (Phillip Seymour Hoffman) con trayectoria en el ambiente– que masticando una hamburguesa fría en su solitaria habitación regada de discos, le dice al otro lado del teléfono: “Oh man. You became their friend because they make you feel cool. But I know you: you´re not cool”. La frase tira por el aire los castillos de arena y a William le queda, bajo el desorden y la confusión de esa gira, la idea de que ser periodista no es ser uno de ellos; una estrella de rock. Que lo importante son las líneas honestas e inclementes. Un camino solitario. Un mismo camino que recorren quienes creen que van a encontrarse allí los brillos de la fama y la línea es delgada y, en el medio, se juega quién uno quiere ser, más allá de lo que quieran ellos, todos, el resto.

No more planes
Mi primera charla con Jorge Lanata –unos dos meses antes de que entrara a trabajar en la revista que él dirigía– fue en su oficina hiperventilada. Yo había llegado hasta la revista porque quería ver cómo funcionaba una redacción. Tenía diecinueve años, una mochila negra, sed y la misma distracción que me caracterizó siempre. Era un viernes a la tarde, no había demasiado movimiento y su secretaria de entonces, Delia, me preguntó si quería charlar diez minutos con él. No llegué a contestarle; me quedé pensando qué decirle mientras caminaba en dirección a su oficina y me sentaba. Media hora después Delia ingresaba a la oficina con dos cafés y otra media hora después con el libro Vuelta de página que Lanata había escrito y editado.
La charla recorrió temas varios. Me contó la anécdota que inauguraba su carrera de periodista. A los trece años le habían pedido en la escuela una tarea sobre la vida de Conrado Nalé Roxlo y como no había encontrado nada escrito sobre él, había tomado la guía telefónica y había discado su número para preguntarle qué era lo tan importante que él había hecho. Hablamos otro rato. Yo justo tenía en mi mochila una revista que se editaba en mi facultad. Se llamaba Negro y yo le conté que me gustaba la editorial.
Y fue entonces que me dijo dos cosas que guardé en mi memoria, aún a sabiendas de que así olvidaría todas las otras cosas que me estaba diciendo y que se suponía yo debía registrar para hacer carrera en el medio. Esas dos las guardé porque no pude no escucharlas, porque me resonaron demasiado, porque me importaron más que todas las otras y porque la memoria funciona de manera caprichosa. Una fue: “si querés aprender a escribir no leas los diarios; si querés leer buenas historias no leas los diarios; si querés estar informada no leas los diarios. Lee ficción”. Y a continuación tomó el Benson & Hedges con la otra mano y escribió con su pluma de tinta negra: Juan Rulfo, Truman Capote, Raymond Chandler y otros autores que ya ni recuerdo.
La otra fue lo más hermoso que alguien podría haberme enseñado sobre la escritura: que es música. Estábamos intentando comprobarlo con esa editorial de la revista Negro y él decía que sonaba como jazz. Yo no había escuchado jazz entonces; mis únicos referentes en tal género eran Louis Amstrong y Glenn Miler y aquella editorial no sonaba a ninguno de los dos. Aquel día me fui de allí tratando de hacer sonar ese pedazo de texto que habíamos leído, como un inexperto que intenta hacer sonar un saxo alto.
Algún otro día, varios meses después de aquella leyenda inaugural y del día tórrido en que Agustina me regalara una entrada para ver Casi famosos, yo estaba desparramada sobre el escritorio donde hacía algunas tareas de poca envergadura y relevancia, mordisqueando la punta de un lápiz y viendo sin ver cómo los periodistas –Margarita Perorata, Martín Caparrós, Miguel Brascó, Ernesto Tenembaum, Sandra Russo–circulaban de una lado al otro atropellándose sin tregua y sin noticias nutritivas con las que llenar la página del día siguiente, me puse a pensar qué hacía yo allí; en medio de la circulación ruidosa de tantos periodistas persiguiendo la notoriedad y la fama. Entonces, me di cuenta de que yo no iba a correr detrás de las noticias; que no me iba a poner histérica porque un diputado no me atendiera el teléfono y que no me importaba un carajo la fluctuación del índice Merval.
Entonces, sentí una inmensa felicidad de haber conocido ese mundo y estimé que ya tenía todo lo que necesitaba de allí. Dos frases regaladas; el deseo de ir a descubrir nuevas músicas; un par de libros recomendados por un periodista al que yo admiraba y la certeza de que caminar despierta las ideas y de que los viajes en avión producenjet lag.


novelas

Entra un chico a la librería, con una sonrisa de “feliciten a mi odontólogo” (como diría una amiga); una sonrisa excesiva y execrable para una tarde de sol que raja la tierra y derrite cualquier voluntad de felicidad y movimiento, incluso -el mecánico- del dedo índice sobre el control remoto, para subir el aire acondicionado. El chico me dice, sin descolgar esa sonrisa de cartel de Broadway que quisiera regalarle un libro a su novia, para el aniversario de la feliz, joven, reciente pareja, pero que no sabe qué libro regalarle.
Le pregunto qué le gusta leer a su novia. Me dice: “Mucho no lee. No sé; novelas de amor”.
Ya me he expedido en este blog acerca de lo peligrosas que pueden ser las películas de amor para la psique femenina en general, así que en el camino recto desde la biblioteca donde está Orgullo y prejuicio, de Jane Austen hacia al chico, detengo la marcha para preguntarle si la chica le importa realmente o si preferiría perderla pronto (o bueno… pronto o no tan pronto, en realidad dependiendo de su velocidad de lectura). Me mira fijo; no me contesta. Luego pregunta: ¿está buena esta novela? Sí, le digo, está buenísima; pero no creo que te venga bien.
Me mira, se acerca, me saca lentamente la novela de las manos; lee la contratapa. Mientras tanto yo camino hacia la modesta pila de ejemplares de Anagrama que hay en ésta, en todas, en cualquier librería que no sea amiguíiiisima de la distribuidora Riverside.
Vuelvo –ésta vez yo- con una sonrisa, triunfante, a decirle que he encontrado lo que busca. Alan Pauls, El pasado. ¿El pasado? Sí. ¿Y está buena? Sí. ¿Es una historia de amor? No. O sí. ¿Sí o no? Sí y no. ¿Por qué todo tiene que ser tan terminante, tan obediente?
¿Cuál está mejor? ¡No tienen nada que ver!, le digo frunciendo el seño, arrugando la frente, haciéndome más vieja perceptible y vertiginosamente. El punto es que El pasado te conviene. Se pone un poco colorado. No. No me refiero al tuyo, a la otra novia que dejaste cuando ella te amaba profundamente y tenía esperanzas; me refiero al libro. ¿O de qué estamos hablando?
Del libro.
Bueno.
¿Por qué me conviene?
Porque es imposible que luego de que ella lea esta historia de amor vos la pierdas. No existe ningún protagonista de una historia de amor; ninguno, creeme, ni siquiera vos (no es nada personal; es una forma abreviada de hacer una síntesis de algo tan general) más lamentable que Rímini. Cualquier hombre se sentiría mucho mejor comparado con él que solo. Rímini es un obsesivo, una ameba que se pasa los primeros ocho capítulos tomando cocaína, peinando rayas sobre el vidrio del portarretratos de Sofía (la protagonista) y haciéndose la paja en el baño pensando en los textos que dejó para traducir sobre el escritorio. El chico se pone más colorado. Bueno, masturbándose, ¿está bien?
¿Y cuál es la historia de amor ahí? Que pese a que se pasa casi un año en ese estado; otro o el mismo, saliendo con una celosa posesiva insoportable a la que querés matar desde la escena en que aparece (al borde de un ataque de nervios, hablando por teléfono en un lamentable negocio de bijou y otras baratijas) hasta cuando efectivamente muere atropellada, y pese a que hace varios intentos fallidos de salvarse del pasado, siempre Sofía vuelve y él siempre vuelve a Sofía (que es también muuuy triste, pero eso no es lo que está en juego ahora).
Ante semejante cobardía y sinsentido de esta trama, vos –que es a mí a quien me importa hacer quedar bien en este regalo- quedarías como un duque. Porque nada de lo que puedas hacer sería más patético que lo que hace Rímini. Nunca (recordalo bien; grabátelo en la cabeza) por más desastrozo que seas vas a igualarlo a Rímini.
En cambio, al lado de Mr Darcy, my friend… te espera un largo calvario. Un camino sinuoso de comparaciones que siempre van a ir en tu desmedro y en el sentido de tu deterioro anímico, orgánico, físico y espiritual. No hay un hombre como Mr Darcy. Y va a ser mucho peor cuando te diga –una noche lluviosa de invierno, aferrada a ese dvd cuya tapa es igual a la del libro y manoteando, compulsivamente, chocolates del canasto de Blockbuster: “veamos esta peli, amor” y vos estés allí, a su lado, para constatar en imágenes tu derrota. Es el fin. Al día siguiente te deja. Aunque sea domingo te deja, aunque llueva. Te lo doy firmado. Siempre es mejor que una mujer no conozca a Mr Darcy porque vos pasarías a ser algo así como “un tipo común”; tan común como una milanesa o un par de Toper´s sucias. Abre los ojos, amigo.
El chico abre más lo ojos, mucho más la boca, sacude la cabeza. “Ahora, todo bien. Entiendo el punto. Pero… ¿y a vos no se te ocurrió pensar que las mujeres siempre creen que con todo lo que hacés (cosas aparentemente tuyas, que no las afectan en absoluto; cosas como jugar al squash, dormir la siesta… cosas por el estilo) les estás queriendo decir algo? ¿Y qué es lo que vos esperás que mi novia piense que le quiero decir con este libro; que voy a dejarla por tomar cocaína en el baño, al lado de textos que ni siquiera voy a saber leer, mucho menos traducir, para después volver?
El chico camina a paso de soldado hasta la caja. Paga. Él se va abrazado a Jane Austen y yo me quedo abrazada a Alan Pauls.


oído absoluto


Dije en un cumpleaños, creyendo que nadie me escuchaba, que yo era como Charly García. Lo dije en un contexto, a raíz de algo que es algo así como una teoría o una epistemología que tengo a esta altura. No una teoría; tampoco una epistemología. Bah, en realidad, tampoco es tan importante, pero me preserva. Un poco.
La cuestión es que el comentario, descontextualizado, volvió como una ráfaga de viento helado, momentos más tarde, cuando alguien, desenfundando una vieja guitarra me decía, irónico, triunfante, desde la otra punta del departamento de mi amigo: “Tocate un tema Charly. Uno de Serú” y el gentío explotaba en una risa desbordadamente enérgica, mientras yo hundía la cabeza dentro del vaso de cerveza y recordaba la resignación de Lisa Simpson cuando intenta hablar con Bart. A mis amigos les encanta hacerme quedar mal. A mi también me divierte, pero no entiendo que se tomen con tan poca seriedad algo tan importante.
Es fácil decir que Charly está loco. Los periodistas lo dicen, los médicos lo dicen, los de seguridad de las puertas de los teatros lo dicen y Charly no hace demasiado para desmentirlo. Mi teoría consiste en creer que Charly no está loco; que el problema reside en que Charly tiene oído absoluto. Y por eso está así.
En una entrevista, el editor de Radar dijo: “alguien que se tira a la pileta de un décimo piso y cuando un periodista le pregunta ¿qué sintió?, dice: primero, vacío; después, mojado, no está loco. Tiene perfecta conciencia de sus actos y está vivo, mientras todos nosotros estamos muertos, yendo del trabajo al living”. Eso, en primer lugar.
En segundo lugar, ¿cómo alguien que escucha no va a estar como Charly? Charly camina por la cornisa; por el borde tenue y difuso entre la cordura y la locura porque escucha. Y el que escucha de verdad en este mundo es un demente. O algo así.
Mi teoría (ok; modesta, preventiva y un poco exagerada) consiste en creer que si la gente se escuchara y escuchara de verdad, podría vivir mucho peor de cómo vive; vivir en el vacío y en la soledad más absoluta; estar como Charly. Doy dos muestras de esto y ustedes me dirán si soy yo; si es Charly o es la gente la que está loca y no se escucha lo que dice.
1) Un hombre que pretende conquistarme me dice, apenas lo conozco, que las tres cosas que más le gustan en la vida son: el fútbol, el asado y las mujeres. (Les dejo la trilogía para que la piensen).
2) Un hombre que no pretende conquistarme pero pretende que le crea que a él también le gustaría formar una familia me cuenta que no; que casa no le preocupa tener, pero que le encantan sus dos motos, sus dos autos y su lancha. Usa un perfume de Calvin Klein que se llama Escape y me pregunta porqué lo miro como si no le creyera una sola palabra. (¿Existe alguna otra forma extra de irse? ¿Qué más? ¿Aviones; globos aerostáticos; submarinos?).
De verdad estoy muy preocupada. Estoy pensando seriamente en dejar de comprar Cottonetes; en comprar, además, en alguna casa deportiva, unos tapones para nadadores o en invitar a salir a un sordomudo. O, en última instancia, en preguntarle a Charly si le molestaría que le hiciera compañía un rato, mientras tomamos unos mates y cantamos unos temas de Serú.


mar


Tengo la nariz contra el pareo extendido sobre la arena de la costa de una playa marplatense, la más grande, y el horizonte está teñido de color lavanda y el pareo huele a lirio y a bambú –o al menos así deberían oler el lirio y el bambú, de acuerdo con las promesas del paquete amarillo de Vívere; y en Vívere creo más que en la familia porque Vívere tiene más que ver con mi infancia que la familia y porque tal olor me suena familiar desde tiempos inmemoriales, creo que él nació conmigo o yo con él-. Tengo la nariz enterrada en un pozo suave, de límites difusos y no tan asfixiante hasta cuando necesito respirar otro aire, un poco más arriba del nivel del mar.
Se cuela en el olor salitroso del ambiente, otro; uno a madera quemada por una pulidora eléctrica. Otro: el del barniz con el que están cubriendo la base del chiringo colorado en el cual, próximamente, venderán panchos, licuados, choclos. Despegada medio metro del pareo puedo ver en éste que el cielo turquesa se ha despejado; que ese color lavanda del cielo no era más que el de una de las nubes que tiñen la tela batik. Despegada un poco más de ese universo imperceptible a los ojos de cualquiera a excepción de los míos, pienso, ahora sí, en la playa nublada y no como está ahora: asediada de gente, de ruidos, de sol. Pienso en la playa del atardecer, la solitaria, en ese desierto predecedero que luego de algunas horas morirá nuevamente arrasado por la turba insistente, veraniega y febril. Pienso en esa playa que todos aman pero todos abandonan con la amenaza de la lluvia –una amenaza con forma de mochila que llevarán ajustada, a los saltos, rumbo a las escalinatas que van al Maral 53, junto a niños aferrados a helados y kilos de arena con sus barrenadores de telgopor con pelos chorreantes de olor a shampoo-. Y esa es la playa que me gusta. La que recupera su energía poderosa y agreste, la que escupe en varios soplidos las lonas que descansaban sobre su lomo. La que ejecta a la gente que charla pavadas, lee La Nación, teje crucigramas y come facturas sobre los poros por los que respira la playa.
Hace tiempo, algunos años, hicieron un rellanado aquí, en la costa de Playa Grande. Yo no me acuerdo bien cuál era la edulcorada y magnificente historia de esa gran obra que nos contaba la profesora de Geografía de tercer año, que prefería que estudiáramos eso que las vetustas capitales del viejo mundo. Pero me acuerdo de un apellido, entre los velos de la memoria: Lagrange. Y las escolleras en T y el rellenado que era noticia auspiciosa en dobles páginas de La Capital. Lagrange y su maravillosa lucha contra la naturaleza.
Algunos años pasaron ahora y el gran desierto del Sahara -que era el camino desde la cabina de los bañeros hasta el mar- se ha desecho. Y el mar avanza, antiquísimo, paciente contra los caprichos urbanos, turísticos. El mar aguarda para comerse esa playa que es suya. El mar asola con su bramido las lonas, las risas y espera no tanto tiempo más para reestablecer el orden debido. Se tragará la playa sin la menor intención de demostrar su poder mientras otros se jacten del suyo y de sus fueron para intervenir sobre la naturaleza. Otros serán los que hablen de desviar su curso; otros negociarán nuevos rellenados, otras profesoras darán clases.
Se tragará la playa en el invierno, cuando nadie pueda ser lastimado. Y nosotros; nuestras vacaciones; la niñez que corría por la pasarela, entre las carapas, camino al mar, para no quemarse los pies y éste pareo, no serán más que una historia de ficción.


postales de nueva york


Día 1. 
Allí, detrás de esa cortina, detrás de una y de todas las ventanas de las habitaciones impares de este hotel, está el Empire state. Un edificio como una jeringa inmensa, que brilla con el sol. Aquel lugar al que subí en un atardecer apacible que teñía Manhattan de celeste y desde donde vi que la estatua de la libertad apenas si se veía. Allí mismo estaba King Kong declarándole sin palabras su amor a una mujer cuando los hombres lo mataron y yo seguía gastando kleenex con odio e impotencia frente a la pantalla.

Día 2. 
Dicen que Tribecca es un barrio que prefieren los artistas, los intelectuales, la gente cool como esa chica lánguida, rubia, inmensa, encerrada dentro de un sobretodo negro a quien freno, una tarde en alguna calle oscura del barrio, para preguntarle si sabe dónde hay algún barcito donde se pueda ir a escuchar jazz. Me indica hacia donde debo caminar. Mi mamá le dice que es muy parecida a Caroline Kennedy, la mujer de John John. Ella le dice que es la mujer de John John. Esa chica muere, algunos años después, en un accidente aéreo y queda sonriendo en las fotos de mi álbum de viaje.

Día 3. 
Parada sobre el asiento de uno de los tantos micritos colorados descapotables que recorren rutinariamente la Gran Manzana cargados de turistas ignotos y atontados por el ruido, aprovechando con oportunismo la luz colorada que da el semáforo, intento retratar las torres gemelas. Y el plano supino no es un buen augurio. Ya en el ´97, en esa foto, las torres se están cayendo sobre el pavimento. Pero todavía nadie imagina una catástrofe y el semáforo corta de pronto y la que se cae soy yo, por hacer boludeces; por querer que entre en una 9x13 un edificio demencial.

Día 4. 
Parte del tour tiene ese costado macabro que a la gente, en general, le interesa y ahora hemos llegado a la esquina donde murió John Lennon. Donde alguien que lo amaba, lo admiraba demasiado, lo rezaba, lo acribilló de un disparo para guardar su última postal. Y en mi foto de esa esquina, del palier de su edificio, cruza una gorda ajustada por una riñonera paseando un perrito que parece un hot dog con pies (el perro; no ella).

Día 5. 
En alguno de los pisos del Metropolitan Museum están los lirios de Van Gogh y, después de tantos libros con reproducciones y de tanto ver esa misma obra en consultorios de: médicos, dentistas, abogados, escribanos, contadores, agentes inmobiliarios, psicólogos, mentalistas, homeópatas, acercarse a la contextura gruesa de esas pinceladas de un violeta eléctrico azulado es desandar el camino de lo que uno creía conocido; resulta, mucho más, una experiencia única, inolvidable, lisérgica, en medio de las luces cenitales y de un montón de gente intentando comprender algo del arte.

Día 6. 
Mi mamá tuvo el sueño de ser esa chica que caminaba una mañana desierta por la 5ta avenida y que comía medialunas en la vidriera de Tiffany. Yo tuve el sueño de elegir los colores de la nueva colección de Prada.

Día 7. 
Es sábado en Wall street y el barrio chino. Es sábado en South seaport y las palomas caminan picoteando el pan tirado en la vereda donde están ubicadas las mesas del restaurant donde pedimos un pescado. Probablemente vaya a llover. Y el puerto y el cielo nublado, y esos remolinos de viento que se levantan cuando el tiempo está así y la cercanía de nuestro vuelo de regreso nos mantiene un poco calladas; cada cual está en su cabeza despidiéndose de algún sueño o inventando uno nuevo.



ciclos


De pronto aparecen pedazos de este mundo que he hecho; me doy cuenta de que fueron pasando los años.
Qué cómo a primera vista puede ser una canción y una sentencia; que cómo Bebel Gilberto se enhebra con Liliana Herrero y el color del río y el ruedo de la pollera de Scarlet Johansen en Perdidos en Tokio con su peluca rosa y alguien que fumaba al lado mío; que cómo los sándwich de Aníbal podrían ser tan ricos como el sushi por teléfono o los choripanes de una cancha de fútbol infantil solo yo lo sé y nadie más, aunque estimo que algunos cómplices hubo.
No puedo evitar ver la esquina donde, el jardín en que, el sol como cuando: alguien que no está, estaba; alguien se rió y era una voz profundamente audible; alguien lloró y me perdí contándole las lágrimas intermitentes que bajaban por su pulóver y formaban un charquito que entonces, ya sabía, iba a estar para siempre en mis recuerdos.
Son tantos los momentos; es tanta la gente –mucha de la cual ni siquiera sabe que está allí; viva en algún rincón entre mi cabeza y mi alma– y es el mismo lugar. Ese lugar, la ciudad desierta en la que camino hoy, un domingo por la noche y, en realidad, nadie escucha los sonidos que yo he escuchado, los olores que se mezclaron con mi identidad, con mis comidas, con mis sueños nuevos e inesperados, con mis tristezas, con lo que nunca pensé que iba a desear, con lo que descubrí de pronto, con risas tan extremas que hicieron eco para siempre; que alguien que no soy yo todavía las recuerda.
Alguien camina al lado mío ajeno a todo eso. Lo más probable es que esté pensando en otras cosas o en nada. Y es mejor no hablar de ciertas cosas que a uno lo hicieron tan feliz, tan intenso, tan miserable, tan humano. Mejor caminar la cuadra en silencio; mejor esperar para reírse de que el semáforo no corta en el momento en que el auto se avecina; mejor, esperar algo trivial y pasajero para volver a encontrarnos. Y ese algo pasajero alguna vez será fundacional, constitutivo; tal vez se recortará único, como todas esas otras cosas que yo he callado cuando caminábamos entre el irrefutable olor a basura y unos perros que andaban sin rumbo y esperamos el color del semáforo para volver a hablar.
Y nadie sabe cómo se está escribiendo esta historia como no sabía yo antes cómo se iba a escribir la otra y lo cierto es que aquellas anteriores están guardadas en la biblioteca del alma y brillando en mis pupilas mientras cruzo la calle con vos; esperando mi soledad para ser releídas, revisitadas.
Y no es que me sienta vieja aunque esté por cumplir años; solo me siento… como una ciudad, donde se guardan tantas cosas e historias que se cruzan, se chocan o, por un rato, caminan juntas. Tal vez me sienta como esta ciudad. Así de fea, de bella, de simple, de inexplicable, de común, de antiturística.


nobleza


Ella me quiere ayudar. Por eso me dice que no me ve bien, que me ve perdida. Mi hermana insiste en ayudarme y yo le digo ¿cómo? Me dice: ya sé. Llama por teléfono y pide un taxi.
– ¿A dónde me llevás?
– Ya vas a ver.
El reloj del taxi marca 9,92$ y vuelvo a preguntarle si falta mucho porque si la solución está tan lejos mejor que deje, que ni la quiero.
Esperá. Falta un poquito. ¿Y si me decís mejor? Si te digo te bajas del taxi. Es por eso que el conductor mira por el espejo retrovisor; para decir que, al menos él, ya ha resuelto el enigma: ¡ustedes van a un brujo!
Giro la cabeza a la derecha y le clavo una mirada a mi hermana.
– ¿A un brujo vamos?
– Bueno, es que no lo diría así…
– Sabés que no me gustan ese tipo de cosas. Que para arreglar mis problemas voy al psicólogo
– Sí, buen… pero evidentemente mucho no te sirve.
– Y vos crees que trayéndome a un mentalista me vas a arreglar la vida.
El conductor se ríe. Atravesamos la ciudad, la periferia, el campo, la nada y recién después llegamos a una casa enrejada con vereda de barro.
– Me quiero ir.
– No, esperá. Ya vinimos hasta acá.
– Qué horror, Lola, ¡qué horror!
– Verónica tranquilizate. Y dejá de decirle mentalista. Señor… ¿nos espera un ratito, por favor?
Aprieto las manos en la puerta delantera del taxi y con una mirada desafiante le digo al señor: a usted no se le ocurra moverse de acá –y en ese momento no me importa parecerme a mi mamá.
– Lola yo tengo muchos problemas en serio… ¿Por qué no volvemos?
– Shh
– ¿Quién es?
– Venimos a hablar con Néstor Fabián.
Después se abre la puerta y una mujer de treinta años aproximadamente dice: pasen.
– Gracias.
Le aprieto el brazo a mi hermana y le sonrío a la mujer.
– El señor Néstor Fabián las va a atender en unos minutos…
[el mentalista Néstor Fabíán. El brujo]
– Mientras tanto si quieren pueden colaborar comprando estos llaveros que hace él. No tienen precio, el precio es a voluntad.
[Error. Justamente ese es el error. A voluntad, dice, mirando a mi hermana cuyo alma samaritana no tiene fondo y su voluntad no se acaba jamás]
– Bueno, le dejo así– apoya $50 en una mesa pequeña y pregunta – ¿Está bien?
– No –digo, casi en el oído de mi hermana.
– Sí –dice la bruja esposa del brujo.
Le clavo otra vez la mirada a mi hermana como si fuese una lanza; a mi hermana que, además de un alma samaritana sin fondo y una buena voluntad inapropiada, tiene un escudo más grande que el de un guerrero espartano y ni se da por enterada de mi reproche.
– El señor Néstor Fabián ya las atiende, ¿eh?
Y luego cruza la pequeña sala y se pierde detrás de una puerta corrediza desde donde proviene el olor a cebolla y a humedad que invaden el ambiente.
– Te voy a matar
– Confiá
[El brujo, el mentalista. No el señor Néstor Fabián]
– No es mentalista, Verónica.
– Y si me lees tan bien lo que estoy pensando, ¿se puede saber por qué razón estamos acá en este salón inmundo de olor a cebolla esperando que ese tipo nos atienda, en vez de estar en casa charlando de esto y tomando unos mates? ¡50$ le dejaste, Lola, por ese llavero de mal gusto! [Sí, definitivamente, cada vez me estoy pareciendo más a mi mamá].
Pasamos.
Y es verdad: no es un mentalista, ni un brujo, pero tampoco un señor. Es una cosa amorfa empotrada en una silla de ruedas con unos brazos larguísimos y unas manos como las de e.t. Nunca vi algo tan feo… me da mucho miedo pero mi sorpresa es tan inmensa que no puedo siquiera largarme a llorar o salir corriendo. Néstor Fabián le sugiere a mi hermana que debe ayudarme, extrayéndome las malas influencias y me augura un futuro un poco turbulento. Luego me señala con el índice… Mi hermana le está hablando como si fuese una persona. Están los dos hablando de mí como si yo no estuviera, hasta que suena un celular y miro a mi hermana.
– Apiadate –me dice.
– ¡Apiadate vos! ¿Así pensás ayudarme a arreglar mi vida? [Yo todavía espero que alguien me pueda salvar antes de hundirme completamente, pero no Néstor Fabián]
Néstor Fabián me mira. Y me da el mismo miedo que si estuviese frente a la monstruosa criatura de Ridley Scott, Allien, pero la diferencia es que esta criatura es real y su nave está mucho menos buena.
– Porque usté chica… a usté alguien le hizo mal… una mala presencia… veo un aura oscura que está encima suyo… vamos a prenderle una vela para ahuyentar…
– No, Néstor– le dice mi hermana. –Tampoco le diga así.
– Usted chica; usté debe colaborar también…
En el camino de vuelta, ya a salvo y en el taxi, no puedo dejar de pensar cómo hace mi hermana para tener la vida tan controlada. Cómo pudo haber escuchado a esta cosa como si fuese una persona, cómo pudo haber gastado 20$ en taxi y otros 50$ en un llavero de plástico con forma de perrito y decir que estuvo bien esa plata, que seguramente el señor Néstor Fabián los necesitaba. Cómo puede ser tan buena. Y me largo a llorar. Y no lloro exactamente por no saber qué hacer de mi vida sino por no saber cómo ser buena.
Paso el fin de semana escuchando a mi hermana como si fuese un enviado de Sai Baba, Dalái Lama; como si fuese el mismísimo Osho o Depak Chopra o un discípulo de Jesucristo; intentando imitar sus actitudes bienintencionadas… Pero el lunes, durante el viaje de regreso a La Plata, pienso que no me sale y que no es culpa mía. Que todo esto es porque no fuimos educadas de la misma manera.
Mi mamá le habló a mi hermana de la nobleza de espíritu y a mí de la nobleza de Inglaterra. No podemos ser iguales


lista de casamiento


Ring. Ring. Ring.
– Hola
– ¿Vero?
– Hola Pau, tanto tiempo… ¿Cómo estás?
– ¿Qué haces?
[Lo miro]. Prendo la televisión en mute.
– Estoy haciendo zapping.
– ¿tan temprano? ¿un sábado? ¿haciendo zapping? ¿y qué miras? ¿y tu chico?
– Casablanca. ¿Qué hacés vos?
– Te llamo para contarte que me caso. Y te quería decir que seguramente te van a llegar las tarjetas esta sem… [Me caso] Quería avisarte para que no te ofendas porque te enteras con la tarjeta…
– ¿Con quién?
– ¿Verónica vos me estas jodiendo? ¡Con Diego! ¿Con quién va a ser? Hace cinco años que salgo…
– ¡Uy! Hace tanto que no la veía... la vi como... diecisiete veces...

Esperar, esperar, esperar… Nunca saldré de aquí. Moriré en Casablanca.– ¡Verónica! ¿Vos me escuchas que te estoy diciendo que me caso?

– Sí, claro. Claro… ¿Y cuándo es el cumpleaños?
– ¿Qué cumpleaños?
– El casamiento, quise decir.
– Dentro de un mes.
– ah
– ¿No te pones contenta?
– Claro que sí
Sabías mentir mejor, Sam– Ché, pero, ¿tan pronto te casas? [Me caso]
– ¿Cómo tan pronto?
– Claro ya…
– Sí, más o menos. Dentro de un mes.
– No, no me refería a eso… ¿no es demasiado pronto en la vida?

Y, ¿por qué lo ayudaría a escapar?
Porque creo que, bajo ese cinismo, usted es un sentimental…– 


Y… pero… salimos hace cinco años. ¿No me vas a felicitar?
– Pero, ¡cómo no! [Me caso] [Me caso]

Todos intentamos; usted triunfa


-Y ¿necesitas algo? Digo… ¿Necesitas qué haga algo para la fiesta?
– No, para la fiesta nada. Pero en realidad sí necesito pedirte un favor. Que me acompañes a la casa de regalos donde está la lista. Tengo que elegir las cosas. ¿Nos podemos encontrar en una hora?
– Sí, Pau, podemos. Te mando un beso y nos vemos allá– Cuelgo.
[Me caso]
En la puerta de la casa de regalos Paula no me está esperando así que me pongo a mirar la vidriera de al lado; una peluquería de hombres en la que un hombre calvo [escena 10] se convierte en un hombre rapado y revive diez años [escena 2]. Qué bueno que se pueda ser tan joven rápido. Paula me grita desde la puerta de un taxi. Llega corriendo.
– Hola, nena. ¿Cómo estas? ¡Qué lindo tenés el pelo! ¿Vos estas más flaca? ¿Te desperté esta mañana? Diego se quedó durmiendo– dice todo eso y luego se queda sin aire.
– Ché, Pau… Estaba pensando si Diego no se va a ofender si elegís las cosas conmigo
– No. Es más; me pidió que venga yo sola. Dice que él nunca sabe elegir. Así que yo pensé en decirte a vos que tenés buen gusto…
[Dice que él nunca sabe elegir]
– Y además hay unos platos que yo lo quiero para el juego de comedor, son un poco pesados…
[Dice que nunca sabe elegir]
– ¿Serán necesarios 12? Porque también quiero comprar otro montón de cosas, ¿son lindos? ¿Vos qué decís?
– …
[Dice que nunca sabe elegir]
– ¿Son lindos estos? ¿Qué pensas, Verónica?


Un franco por lo que piensas…
No creo que lo que pienso lo valga


-Nada, nada. Sí, son lindos [Dice que nunca sabe elegir]
– Bueno, entonces ahora las copas. Altas, de vino. Mirá estas… ¿Serán cómodas para tomar vino estas?
– … [Dice que nunca sabe elegir]
– ¡Verónica! ¿no me escuchas?
– Sí Paula. ¿Por qué te casas con un tipo que te dice que nunca sabe elegir?
Paula me mira. Mira los platos, vuelve a mirarme con cierto dejo de tristeza.

Interfirió con mi romance
Fue un gesto de amor

– Platos, digo. Por culpa de él tengo que venir yo y ni siquiera me vas a cocinar rico… 
Paula sonríe. Paula se casa. 
- Esos platos estás mejor...


la cofradía de la bifera



Yo sé que nadie me creería si dijera que tengo amigos que no sé si son reales. Creerían que estoy loca o que me inventé amigos como hacen los niños o que los tengo en la vida real y que me las tiro –con cierta prepotencia– de conocer gente extraña y excéntrica que al fin y al cabo no lo es tanto. Pero juro que ninguna de todas esas opciones sería tan cierta o acertada como la primera: tengo amigos que no sé si son reales. Concretamente, no sé si son personas o forman parte del staff de personajes de un cómic religioso que se han sublevado contra su inventor, lo han matado en un sacrificio umbanda y han salido del papel donde estaban inscriptos para llevar en la Tierra una vida normal. O bueno; no diría normal pero, al menos, casi humana.
Tienen documento de identidad, apellido, nombre, edad, grupo sanguíneo. Alguna vez se los llevó un móvil policial en circunstancias poco claras y ellos terminaron explicando el hecho con su integridad amoral intacta, aludiendo a una simple frase plagiada –no hubiese podido ser de otra manera– de Marta Minujín. Dijeron: arte, arte, arte, mientras ella, Ladyshus, miraba por encima de sus lentes ahumados ubicados a la altura de sus fosas nasales que su zapato de Blahnik no se rozara de tierra y él, el Vikingo, le ponía al agente esa cara de: “¿yo, que parezco el integrante de una banda telonera de heavy metal? Sería incapaz, oficial”. Los devolvieron a las pocas horas, al comprobar que iba a ser inútil cualquier intento de corrección. Son, eran y serán eso; se dieron cuenta, incluso, los policías que estaban esa noche de guardia, con bastantes poco signos de vida o de lucidez.
Horas más tarde ambos cayeron a mi casa a comer milanesas compradas en el Consejo que yo serví encantada de tenerlos allí y acercando mantelitos individuales, servilletas, copas, cubiertos a una pequeña mesa al lado del sillón con el afán de ser una anfitriona correcta y servicial; todo, para que terminaran diciéndome que si iba a hacerme la minimal con la decoración del depto por lo menos tuviera la consideración de pedir empanadas y no milanesas al plato si pretendía que hicieran algún tipo de digestión, dado que comer milanesa al plato sentados como Budas sobre el sillón blanco de mi casa y bajo la presión de mi mirada aterradora y luminosa como un cartel de neón que ruega: “no manchen” iba a ser peor que pasar la noche en el calabozo.
Resultó que luego de la cena me contaron de qué se trata su más reciente invención; ya no un concepto –como ha sido algunas otras veces–; ya una historia; ya no un chiste, sino una institución religiosa de la que ellos forman parte como miembros fundadores y vitalicios: la Cofradía de la Bifera.
El origen mitológico de tal culto se remonta a algunos años atrás, cuando una noticia de información general circuló por el noticiero más caliente de la grilla televisiva; el de Crónica tv. Un peatón paseaba alegremente por alguna vereda del microcentro porteño cuando, de pronto, una bifera arrojada desde un balcón anónimo se insertó de punta en la cabeza del pobre tipo que debió ser hospitalizado a la brevedad. No conformes con este final de relato, fuentes periodísticas informaron, meses después, que el hombre a quien se le había caído una plancha de bifes en la cabeza ya estaba fuera de peligro, caminando nuevamente por las calles de la Capital.
Ladyshú y the Viking consideraron que era demasiado tentadora la leyenda como para acabar en el olvido, más aún cuando aquel relato mítico tan jugoso –el término es sin dobles intenciones, lo juro– podía tener un poder de síntesis tan fuerte para describir sus propias vidas cotidianas.
Así fue como surgió la Cofradía de la Bifera; gente a la que la vida la espera todos los días con una bifera que acecha en el cielo de sus pretensiones a punto de caerse para darle un golpe en la cabeza cuando uno menos está preparado: zunc!
Cuando no –como apuntó the Viking, con la sabiduría de un profeta de la nueva era– con un tinglado de biferas pendulares que no son un golpe seguro, pero sí una amenaza latente.
Si hubo alguna noche de revelación en mi vida, no tengo dudas de que fue aquella, en que sentí un llamado espiritual muy profundo que me acercó la luz de suficiente esperanza que necesitaba para levantarme al día siguiente. Así fue que comencé a formar parte de un credo profano; a adorar a mis amigos como deidades y a dudar de su existencia humana.


películas de amor


Para las chicas 
(y eso que no conté lo del almidón)

Estamos cenando con mis amigas chop suey, sobre unos almohadones incómodos, bajo la luz amarillenta de varios veladores y también bajo los efectos etílicos del vino y los susurros noctámbulos de la voz de Ray Charles.
Y hablando de cualquier cosa y siempre de lo mismo, llegamos a la conclusión unánime de que mucho más que las facultades públicas de ciencias sociales a las que hemos concurrido, lo que nos ha quemado –verdaderamente– la cabeza es la lista interminable de películas románticas que hemos visto a lo largo de nuestras vidas.
El diario de Bridget Jones, Secretos de Diván, Cuando Harry conoció a Sally, Alta fidelidad, Vida de Solteros, Todo puede suceder en Elizabethtown, Orgullo y prejuicio, Casablanca, Letra y Música, Camila, Romeo y Julieta, Must have dogs… Un día muy particular, Breakfast at Tiffany, Perdidos en Tokio, Último tango en París. De todos los tiempos y todas las nacionalidades: love, love, love…
Generalmente, en una buena y divertida película estadounidense de amor el protagonista es John Cussak y en una buena película inglesa de amor, Hugh Grant. No hay buenas películas argentinas de amor. Les digo a las chicas que deberíamos inventar una y a pesar de que Nana–que estudió dirección de cine– no sabe si quiere ser cineasta o vender tartas de coco, de manzana y pastafrola a domicilio [abrazada a una canasta tipo Laura Ingalls a pie, por las calles de City Bell] y a pesar de que Janluca –que podría ser la productora de la película porque estudió producción de cine y televisión– tampoco sabe si quiere ser productora o dedicarse el resto de su vida a llorar por hombres que no le importan y sólo por el placer de llorar e incluso a pesar de que Jopis –que estudió periodismo conmigo y fotografía– tampoco sabe si tiene ganas de algo más que de separarse de su novio, casi todas de acuerdo en que de hacer una película, el protagonista debería ser Antonio Birabent. ¿Por qué? Porque tiene que ser así medio lánguido, medio ameba para que sea creíble que el amor con ese hombre podría durar para toda la vida.
De pronto, Janluca dice que está decepcionada porque luego de ver por tercera vez Secretos de Diván [Younger than you] descubrió que ellos, al final de la película, no se quedan juntos. Y ella había creído que ellos habían quedado en llamarse:
            – Uuuuhhh, pero, ¿qué viste? –decimos todas a coro, en una berreta intervención seudo-terapéutica que tiene un único objetivo: que, cuando apoye su cabeza en la almohada, reflexione sobre sus propios dichos.


           – Y bueno –dice, a punto de volcar el contenido de la copa sobre la alfombra– ¿cómo podés no quedarte con Uma Thurman? Ven que no soy yo; ven que no es creíble…
Paula no dice nada. Paula no vino. Paula está casada. Paula no mira películas románticas; se levanta muy temprano. 


Jopis dice que yo no puedo escribir un guión de película romántica porque terminaría en algo trágico y bizarro a la vez como una chica borracha cantando bajo el balcón de la casa de un hombre y, luego, esa misma chica más borracha, sentada a la barra de un bar charlando con Harvey Keithel sobre la incomodidad del tiempo y sobre los desencuentros amorosos. 
Yo digo que para una buena historia de amor preferiría a Robert Downey Jr. 
Jopis dice que cree que él, para una buena historia de amor, preferiría una bolsa de merca y que no sea de la mejor no cree que le importe mucho…



jóvenes


Hay formas de mantenerse joven. Muchas. Es imposible relevar todas. La gran mayoría nunca sirven, pero he descubierto una fórmula sin recurrir a la cirugía estética. No la he inventado en un laboratorio entre tubos de ensayos, no soy Einstein, pero creo que puede funcionar. La he descubierto en la calle. Allí está. Proviene de algunos imperceptibles puntos que cruzan las avenidas de la gran ciudad a la velocidad de la luz. Sólo hay que saber captarla. Es una especie de energía que proviene de esos puntos móviles, fugaces y anónimos que caminan por la ciudad. Para hacer creíble mi idea debo empezar a formularla como si fuese una teoría.
Sí, una teoría, siguiendo las reglas del método científico: observación, laboratorio, deducción… Luego algún desarrollo teórico que parezca lógico. Así, al fin y al cabo, se han concebido sin errores los grandes inventos de la modernidad: los trenes, las bombas atómicas, las vacunas, las telecomunicaciones.
Casi toda la gente que, en principio, puedo decir parecería un/una prototipo forever young respeta las mismas características [sobre el universo incalculable de seres humanos aislo a un especímen para las pruebas de laboratorio].
A la comunidad científica debo aclarar: vivo en un país del tercer mundo. No tengo plata para ir a probar la eficacia de mi teoría en Japón. Conseguí que un haitiano que vende cadenas de oro paraguayo en el Parque Saavedra accediera a mi pedido. No me pidió nada a cambio. Sólo quiere colaborar, de buena voluntad, con el progreso de la ciencia; ser alguien importante en la Historia. Lo entiendo. Todos lo queremos. Es un deseo común como el de tener un hijo, una casa con patio y un perro. Y entonces le explico en qué consiste el procedimiento y el orden de los pasos.
Vestir siempre (siempre) siempre, incluso después de los 30, zapatillas Converse All Star.
Coleccionar todos (todos) todos los números de la Rolling Stone.
Cortar y teñir, enroscar, dejar caer el pelo de forma irregular.
Consumir la droga de reciente aparición, la de vanguardia.
Usar remera de cuello redondo (no chomba, no camisa, no sweater) con blazer y ponerle a éste tres pines en la solapa. Uno de Radiohead. Sí o sí.
Tener buen sexo.
Y ahora hace falta dar el siguiente paso: corroborar su veracidad, su eficacia.
Al cabo de dos semanas voy al Parque Saavedra y veo que el haitiano no se ha muerto e incluso que, con ese par de zapatillas nuevas que le he facilitado y la remera negra con la cara de Bjork, está mucho mejor. Que vio los últimos videos subidos a You Tube; que sabe la página desde donde se puede bajar el disco inconseguible de Damon Albourn antes de The Good, The Bad & The Queen; que sabe dónde se realizará el próximo recital de Smashing Pumkins y también que hay un nuevo modelo de reproductores de Macintosh, mp4. No le quedan demasiados Prime de la caja de 100. Se lo nota relajado. Sonríe.
No sigo con el resto de las pruebas. Estoy al límite de mi presupuesto para investigación, así que directamente llamo a ediciones anteriores de Rolling Stone; invierto en un par de zapatillas nuevas; compro tintura amarillo limón en la mercería donde un montón de viejas compran botones y hacen terapia con las vendedoras y luego me tiño los últimos diez centímetros del pelo, por las dudas el color no me convenza. Más tarde llamo al dealer ex casi novio de mi amiga Carla y me vende una última droga que, dice, es un flash.
Pero no soy Einstein. Y no todo funciona bien. Sigo teniendo frío. Ya no tengo ganas de salir los sábados y cuando lo hago vuelvo a mi casa con un pip en el oído que se me va recién al día siguiente. No veo que me hayan desaparecido esas primeras canas que me descubrí el mes pasado en el espejo retrovisor del auto de mi amiga Carla.


sábado


"escribe tu pluma, una noche oscura"
Francisco Bochatón

Estoy mirando un recital de los Stones y leyendo un libro de Martin Amis. Nunca mi mamá pudo lograr entender cómo hago para hacer dos cosas al mismo tiempo y digo esas dos cosas juntas y no otras más fáciles como caminar y mascar chicle; respirar y tomar sol o jugar al tennis y pegarle a la pelota. Digo mirar tele y leer un libro.
Es una compilación de artículos que Martin Amis ha publicado a lo largo y a los ancho de esas revistas en las que escribe cualquier escritor norteamericano o inglés que se precie y que, como dice mi amigo Daniel, sea un verdadero escritor –o sea: que tome merca en un 10° piso de un departamento en el barrio de Tribeca, en Manhattan escuchando autum leaves, como mínimo–. Digo The Observer, digo Village Voice, The Independent, Esquire, The Guardian, GQ, Vanity Fair, Playboy. Digo: escriben sobre cualquier cosa… Y esta vez le está haciendo un reportaje a Graham Greene.
Graham Greene está viejo al momento de la entrevista aunque, en la misma, Amis se obstine en sostener –repetidas veces– que Greene sigue siendo una especie de adolescente. De cualquier modo, eso no viene al caso.
Lo que realmente me ha quedado de la entrevista con Graham Greene es la primera línea: “Todos mis amigos… han muerto”. Pienso que los míos también, incluso con muchos menos años encima que los que pueden llegar a tener los amigos de Graham Greene. Han dejado de creer en el amor y ahora se casan. Hacen esas parejas que se juntan los fines de semana a hablar de cosas que compran para la casa y siempre son tecnologías; nunca un limonero; nunca un criadero de cienpiés. Igualmente no todos mis amigos están tan mal. Algunos organizan fiestas underground, pero la mayoría ha elegido “una existencia solitaria y peligrosa” –diría Ariel Rot– y siempre dentro de su casa. Ya casi ni salen. Yo tampoco. Me tiro los sábados y domingos en el mismo lugar del sillón a comer chocolates y helados en soledad, como Lovecraft –pero sin su talento– y a esperar que den algo mejor en la tele. Y, finalmente, me paso el fin de semana esperando. Viendo el mismo recital de los Stones; no llorando amigos ni tampoco a los Stones.


too late to lords




Me gusta este bar sólo porque es distinto a los demás bares de la ciudad de Buenos Aires. Tanto que casi no parece un bar de la ciudad de Buenos Aires. Es el bar de un museo, que tampoco responde a los antiguos criterios de construcción de museos de arte ni al olor de los museos de arte. Es una gran edificación en la que predominan: el durlock, el vidrio y los espacios aireados y altos y, como la muestra que exponen ya la he visto, espero en el café y busco algo en el revistero. Vogue.

Estoy sólo pasando las páginas, mirando sin detenimiento las fotos cuando algo encuentra mi concentración. Es la fotografía de apertura de una nota. Un hombre joven en jeans gastados, camisa, blazer azul y botas de goma verdes está apoyado sobre las ruinas que emergen de un paisaje despojado; al fondo se ven algunas colinas de color verde intenso, cubiertas de una vegetación brillante y primaveral. En un pueblo inglés y es la imagen más contundente de la belleza. No es él, tampoco la ropa que lleva puesta, ni siquiera el paisaje. Es la armonía, ese secreto que comparten él, la ropa y el paisaje.
Christopher Bailey nació allí; en una casa de humilde entre los valles de Halifax, Yorkshire. Hijo de un carpintero, se graduó como diseñador en la Universidad de Westminster, en 1990 y, en 1994, terminó su maestría en en el Royal College of Art. Con pocos años más que veinte cruzó el océano Atlántico y en el norte del continente americano le diseñó la ropa a Donna Karan, Gucci. Usó su creatividad, entendió el tipo de ropa que las marcas querían y no desplegó demasiado su estilo. Se ganó el reconocimiento en las pasarelas de Nueva York, Milán, París y antes de cumplir los treinta y cinco años volvió a cruzar el océano de regreso a la campiña de Yorkshire para reemplazar al modisto Roberto Menichetti y ser el nuevo mentor de los diseños de Burberry.
Volvió a hacer tangible la magia de la fusión entre lo pulido y lo agreste, lo aristocrático y lo callejero; para combinar el campo con la ciudad en un mismo concepto de moda; a hacer visible la trama que se teje entre la historia y la modernidad. A jugarse en su estilo. A su hogar. Lejos de Nueva York, Milán, París. Lejos de lo que no sentía su esencia. “Quiero volver a las raíces de la casa y explorar lo que significa ser británico”. Así, el primer día de trabajo entró a los archivos de Burberry y encontró el libro Open Spaces. Lo leyó y luego hizo una copia para cada uno de los miembros del personal. Un libro y otro viaje de Bailey; esta vez al pasado.
El libro salió del polvo y con él la historia viva de los aventureros. “Nuestra principal protección contra el frío y el viento fueron las camisas y los pantalones de Burberry”, escribió Sir Ernest Shacklenton cuando contó sobre sus expediciones al Polo Norte.
El explorador noruego Roal Amundsen, el primer explorador del Polo Sur también recomendó las gabardinas de Burberry diciendo que las elegía por considerarlas “extraordinariamente ligeras y fuertes”. Bailey fue a buscar la historia de una casa de moda y encontró la historia de las grandes hazañas. Hombres que dominaron el mar; historias de resistencia y de lucha contra la adversidad; antiguas glorias del antiguo imperio. A Bailey, que le son ajenas las pasarelas de las capitales del mundo de la moda, las palabras impresas en Vogue, le importó el origen. “Si no sabes de donde vienes no sabrás adonde es que vas”. El hijo de un carpintero, la cara actual de los diseños de Burberry, apuesta a seguir construyendo, apoyado sobre las ruinas de un pueblo inglés.


tiempo y espacio




Enero de 2007. El micro Rutas del Sol estaciona en la mitad del camino. Faltan algunas horas para saber si va a salir el sol o si va a estar nublado. Por ahora la niebla, esparcida a un metro del camino de tierra, es el manto enigmáticos que cubre la respuesta. Hay humedad y olor a bosque.
Algunos kilómetros distancian ese punto de Cabo Polonio.
Dicen que pasará un camión que va hasta allí. Otros vehículos no tienen acceso; el Cabo es un lugar abrazado por el mar tras un desierto regado de cierta vegetación extraña y hay que atravesarlo para poder llegar.
En el momento en que el camión estaciona en la calle principal -un surco abierto entre las dunas- ha salido el sol. El Cabo es, también, un mini pueblo inventado entre el rugido del mar y la velocidad de los vientos. Aparecen, salpicados, un par de ranchos de madera y material, algunos pintados, otros no. Y eso es todo.
Por 10 días, 15, un mes volveran a aparecer ante nuestros ojos algunas cosas perdidas y luego desapareceran al llegar a ciudad, donde el beat, el pulso de la vida lo marcan las estaciones de subte, la puntualidad del reloj. Un rato de oscuridad total cuando llega la noche; el silencio absoluto; la brillantez natural de los colores.
Una mezcla rara de olores que, al cabo de un tiempo, nos parece que se acompañan bien. Marihuana, sal marina, la dulzura que despiden los floripondios al atardecer en el bar de Joselo -donde suenan Marìa Bethania, Los Redondos y los grillos- excrementos de animales, los panes recién horneados, los pescados friéndose en sartenes que no llegan a enfriarse. Estar en el Cabo es algo parecido a abrir un corchete donde puede transcurrir la vida de otra forma, de una forma impensada y desconocida. Es allì, en ese pequeño lugar de la costa uruguaya donde cobran sentido las categorías de tiempo y espacio: hay tiempo, sobra; hay espacio, mucho. Y en la playa, entre los barquitos pesqueros que han vuelto del mar al amanecer, la gente se saluda porque sí, porque quiere y las charlas se prolongan hasta que la oscuridad las aplaca por un rato... La gente se vuelve próxima familiar; ese lugar se convierte, de pronto, en la casa de todos los que llegan y no se quieren ir. Los celulares no tienen señal, no llegan los periódicos, no hay luz artificial, no hay agua caliente. Nadie usa reloj. Nadie se peina, nadie se baña, nadie se asusta.
Por la noche la magia proviene del este. Desde el bar más lejano: La pescadería, viajan por el Cabo sonidos extraños; ensambles de instrumentos: saxos, tambores, trompeta, chelos, congas, cajón. ¿Y qué estan tocando? Nadie lo sabe pero suena bien. La música se acompaña por el crepitar del fuego y algunas voces se pierden en la inmensidad...
Sobre las cuerdas se secan las ropas al sol y pasada la tarde también se llenan de humedad y de olor a salitre, como si nunca hubiesen sido lavadas, como si no pudieran ser lavadas.
Es raro; de pronto nos asalta una vocación indie que hasta entonces desconocíamos. Somos todos tan hippies y el mundo allá está bien. Somos de la legión de las gruppies de John Lennon. Somos peace & love con esos pañuelos en la cabeza y el sol en la risa y la risa siempre. Le damos de comer a las gallinas, tiramos el balde al fondo de una aljibe y sacamos el agua más limpia del fondo de la Tierra. El aljibe hace ecooooo. Ahora prueba él, ahora yo, ahora ella, ahora todos: el aljibe hace ecoooo and it is all happening...
Nunca vi tanta gente cepillándose los dientes durante tanto, tanto, tanto tiempo sin un espejo delante, casi sin saber que lo están haciendo. Sí; un lugar para gente colgada.
Pasan los días y en determinado momento no hay forma de extender más ese sueño; ya hemos dicho "ahí voy" demasiadas veces, hemos postergado todo pero hay que volver.
Empezamos a destender las carpas, las ropas, los pañuelos de la cabeza y con ellos se va el sol, el mar, el olor inolvidable de una fusión impensable hasta la próxima vez.