Medios

Publicado en El diplómarzo de 2012
http://www.eldiplo.org/archivo/153-hay-que-acabar-con-los-usureros-internacionales/en-sus-zapatos/

Publicado en Radar6 de noviembre de 2011
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-7454-2011-11-06.html


Publicado en De Garage, noviembre de 2011
Banda de turistas

En la puerta de casa dejé un cartel que decía: nos fuimos todas de viaje. La que se queda pensando; la que prefiere obrar; la que busca el camino del conocimiento. Volvemos en unos días. Deje sus mensajes bajo la puerta o después de la señal. Muchas gracias.

Hotel
Me quedé pensando que, tal vez, tenías razón. Que ya no es hora de andar deambulando. Que sería mejor quedarme quieta en algún lugar… Pero aún quién sabe dónde. Seguramente por eso –porque tenés una razón tan exacta, tan parecida a la mía– buscaría un hotel, un refugio por hoy. De vos y de mí. 
Dormiría sola, escucharía a Cat Power, escucharía a Neil Young, escribiría un rato. Miraría por la ventana cómo ante el avance del tiempo se va durmiendo todo, hasta la noche, bien tarde. Tomaría whisky, como si me gustara, aunque nunca haya podido ni siquiera tragar un mínimo sorbo. Jugaría a la que no me animo a ser: una turista con salud y tiempo de sobra como para malgastar su vida. Una chica sin culpa, a las carcajadas, en Chelsea hotel. O una chica remando de a poco el inicio del día con el sol de frente.

Alquilo playa
De pronto se me ocurre una casa en la playa. Sillas pintadas de blanco un poco despintadas. Otros muebles de colores. Plantas, ensaladas… Todo, self made. Pareos colgando de la barra, del techo, de la mesa de luz como si se pudiera vivir sólo de vacaciones. Una guitarra a mano, montones de lápices, de hijos, un sólo papel para escribir y borrar, así, tantos años viejos. Bombachas, pijamas, juguetes, montones de mallas y trajes de neoprene todavía mojados, tablas de surf. 
Y no constuir más sentidos. Constuir… por ejemplo… una casa. Con una hamaca paraguaya colgada entre las barandas al mar y el marco de la puerta para que todos nos sentemos allí –en el atardecer– a comer fruta, a cantar y a componer canciones diferentes, como Celeste Carballo, pero sin esa voz. Con una orquesta.
Quizás sea eso… lo único que quiera. Volver al mar. O a donde siempre estuve: en el borde de todas las cosas. Del suelo firme y el gigante océano. Abrumador, pero vital más que el suelo firme. 
Otra costa, un nuevo principio, un nuevo mar. Uno, por lo menos, ruidoso, feliz y voraz. Uno como una respiración agitada en la noche, como la humedad del aire en la mañana, como cualquiera de esos ruidos que hacen los regresos; la pura espuma que termina quedando de las olas… Esa que no hay forma de limpiar con gel desmaquillante, de devolver al mar.

Citi–zen
Caminar por París. San Petersburgo, Brasilia, New York, Tokio y hasta por un jardín luxemburgués. Distribuir postales para que cada cual tenga en el buzón que le vendieron mejores palabras. Cargar en la mochila con todos los viejos mapas. Rehacerlos. 
Ir por todas las apuestas que quedaron truncas porque no hubo tiempo, ánimo, esperanza, sentido colectivo. Reponer en el mundo un mensaje de unión, de igualdad. 
Imponer la paz, como Caetano Veloso y, luego, hacer silencio. 
Ir en busca de –sin intentar capturar– la sabiduría.


Publicado en Dulce Equis Negra, junio de 2011
veranos

Recuerdo ciertamente, de algún modo, el día en que lo conocí.
         ¡No te puedo estar buscando por toda la playa cada vez que nos tenemos que ir!– gritó mi madre desde el final de la rambla y el grito rodó por la costa y me reventó en la cara.
Las siguientes veces ya no tendría que venir a buscarme; subiría sola hasta la carpa en el horario promedio de partida. Yo tenía doce años, estaba a días de cumplir los trece y él tendría muchos ya. No recuerdo demasiado lo que me dijo la primera vez, mientras mirábamos el mar, con los pies hundidos en la arena porque esa conversación se mezcla con otras, posteriores, a lo largo de todo ese verano. Recuerdo el regreso a casa y del dolor de panza al llegar. 
No sé si habrá habido alguna relación entre ese dolor y aquel descubrimiento ingenuo y fundamental pero sé, en cambio, que me fui de la playa pensando que hasta el inicio del otro día mediaba una eternidad; la noche más larga que tendría, como un viaje hacia el fin de los tiempos y un regreso. Recuerdo haber temido que al día siguiente ya no estuviera allí ni en ningún lugar a lo ancho de la Tierra; recuerdo haber sentido una desesperación imposible de ser descrita, revivenciada luego, a medida que fueron pasando los años.
Al irnos, esa tarde, subimos como siempre las escaleras de piedra hasta el boulevard donde estaba el auto recalentado por el sol de enero. Pusimos bajo nuestras piernas, sobre los asientos, los pareos para no quemarnos con el tapizado. Yo saqué la cabeza por la ventanilla y no hablé en todo el viaje. Me quedé mirando hacia atrás, sintiendo que mis pelos se iban de vuelta hacia el punto exacto de la costa en que nos habíamos conocido y despedido con un serio: hasta mañana.
Fui alejándome primero del mar, luego de las casas blancas con techos de tejas coloniales y jardines con flores dispersas en las frondas verdes del barrio Los Troncos y, finalmente, de todo el entorno hasta que estacionamos en la puerta de casa. Mi hermana bajó del auto, lo rodeó y al ver que no me movía del asiento abrió desde afuera la otra puerta de atrás y se sorprendió de mi cara extraviada.
         ¿Qué te pasó?
         ¿Por?
         Tenés una cara rara…
         Nada
Ella levantó y bajó los hombros; yo cerré la puerta; mi mamá dijo: estoy podrida.
Como permanentemente usaba esa palabra, con el tiempo me fui convenciendo de que le encantaba estar podrida. Ella podía estar podrida en el lapso de un rato –y con igual intensidad– de realidades absolutamente concretas y de fabulaciones alucinantes sin que tan siquiera la paralizara el abrupto cambio de enfoque o de objeto que la pudría. Estaba podrida de Tribunales, de levantarse temprano, de mi papá (aunque no fuera más que un espectro del pasado), de los sistemáticos incumplimientos de palabra del techista que le decía señora mañana voy y después no venía, de tener que recordar sacar la basura, de pagar cuentas, de que todo el mundo pensara que ella podía hacer todo sola, de que no le avisemos cuando habíamos terminado el último rollo de papel higiénico que había en la casa. Ese día, con un poder de síntesis luminoso como el día, dijo que estaba podrida de hacerse cargo de todo. Y luego las tres entramos en silencio a casa: un bastión de mujeres dejando a su paso plantas, limas, trapos, perfumes, tazas, papeles en tres niveles distintos al nivel del suelo.
Tata y Cota ya no iban a la playa –mi abuela era demasiado blanca; Cota era demasiado gorda; las dos eran un poco viejas–; se quedaban timbeando sobre la mesa del comedor diario que da al jardín, charlando sobre mi abuelo muerto y sobre Perón, viendo crecer el limonero… hasta que nosotras volvíamos de la playa con el mismo hambre con el que llega cualquier ejército a su bastión. Cota trabajaba en lo de mi abuela desde que mi mamá tenía tres años y desde entonces preparaba cada tarde el té más genial y más gigante que yo haya tomado en mi vida. En verano, reemplazaba el té por un licuado poderoso de ciruelas y melón con jugo de naranja y cocinaba la misma torta de manzanas o de ricota que hacía el resto del año y que devoraba a la par nuestra cuando nos sentábamos todas a la mesa, porque ella decía que no sólo el agua de mar abría el apetito. Yo ese día no tenía ganas de comer. Hasta pensé que había empezado a entender a qué le llamaba mi abuela taquicardia. Revolví el licuado con una cuchara mientras todas hablaban a la vez, miré de reojo la comida, el jardín, las ojotas…
Cuando fueron levantándose las demás de la mesa y quedamos a solas con Cota, me examinó un rato con sus negros ojos pícaros, escrutadores, y comenzó a reírse cada vez más fuerte hasta que terminó cubriéndose la boca con la mano como hacía siempre que se tentaba y no quería que los demás se dieran cuenta de que se le movían los postizos desmontables. Tenía la habilidad de descubrir todos nuestros secretos.
         Ramona…– dijo y siguió riéndose un rato más hasta que se le empezaron a caer las lágrimas y me contagió la risa. – ahora sí que estás en problemas…
         ¿De qué te reís? –le pregunté empujándole el brazo y me puse colorada. – ¿Qué voy a hacer?
Cota medía un metro cincuenta y era tan gorda que cuando se reía con los codos apoyados en la mesa y la cara entre las manos movía la mesa entera y hasta mi silla. Yo apoyé el pie cubierto de salitre sobre el tapizado de la silla y me abracé la pierna.
         Aaaaay… Yo no sé… Pero que no se enteren tu madre y tu abuela porque cobrás… –dijo y se volvió a reír. – Lo sabés… – más carcajadas, más lágrimas y luego se calmó de pronto. – ¿Qué te dije a los cinco años?
         Que me iban a gustar los caciques.
         No te quejes ahora. ¿Cómo es?
         Grande
         Eso ni falta hace que me lo cuentes… Me lo imagino…
         Alto, de piel oscura, de ojos marrones.
Se mordió el labio y comenzó a sacudir la cabeza, hasta que las últimas lágrimas se le desprendieron de la cara. Después me miró un rato más a los ojos en silencio. Yo me quedé viendo sin ver su piel trigueña –cruza de sangre indígena con irlandesa–  tersa y traspirada en la penumbra del comedor diario hasta que se hizo completamente de noche y ella se levantó de la silla y caminó rumbo al aplique de la luz. De espaldas, canosa y redonda, sacudiendo la cola como un elefante por toda la cocina me pareció más hermosa.
         ¡Ay Señor, Señor! Diga que en unos días... yo ya me voy pa las casas… Pero esto va a ser para alquilar balcones…
Se río una vez más. Ahora estaba nítida su silueta de perfil, apoyando todo el peso de su cuerpo y de sus brazos extendidos sobre las manos que templaron la mesada.

***

Una tarde del verano me devolvió un libro que yo le había prestado.
         ¿Y?
         Me gustó -después hubo un silencio largo... -   Pero termina mal…
         A veces la vida también termina mal
Pensó un rato, callado. Quizá trataba de unir esa frase con algunos otros pedazos que le había contado de mi historia breve que él llamaba breve pero intensa. Sabía que vivía rodeada de muchas mujeres y que, en general, me gustaba más hablar con gente grande que con gente de mi edad, con la que me aburría bastante.
         ¿Y las historias tienen que terminar como la vida? ¿No pueden terminar mejor?
         Como quieras…
         Como quieras… –repitió resoplando, con un dejo de burla y de desolación, como si lo enojaran mis respuestas. – ¿Cómo quiera qué?
Y entonces fui yo quien hizo silencio.
         Decime cuáles son los mejores finales para vos…
         No sé. Los que no son conclusos– le contesté.
         Concluyentes, se dice
         No es lo mismo. Creo.
Supongo que fue ese el instante en que terminó de saber lo mismo que yo había presentido sobre la arena caliente de enero a pocos metros de llegar a él por primera vez y había confirmado, después, en cada una de nuestras siguientes charlas: que nos separaban demasiados años solamente. Se lo vi en los ojos; en esa media sonrisa que contuvo el aluvión que iba a llegar después.
La última vez que nos vimos fue una tarde nublada y ventosa de fines de marzo. Yo había logrado ir a la playa, luego de una ardua lucha contra mi mamá que me había demandado una estrategia de baja intensidad: ese ruego adolescente obstinado y quejumbroso que a sus nervios crispados los desgastó finalmente. Lo mejor iba a ser sacarme de encima, llamar a su amiga Ana para pedirle que si ella iba a la playa con sus dos hijas me llevara a mí también.
Ya habían empezado las clases en los colegios privados y en la playa, a desmantelar los balnearios. Quedaban únicamente las carpitas más alejadas de la costa. No tuve que buscarlo entre la gente. Lo vi ni bien puse un pie en la arena. No había casi nadie en la playa y él estaba bajo el chiringo cercano al muelle, sentado, mirando el mar que traía crestas blancas y duras como aletas de tiburones desteñidos, con una campera azul con detalles rojos.
         Me voy mañana –dijo apenas me senté a su lado y mi rodilla fría se desplegó y durmió sobre su rodilla fuerte y tibia. – Va a ser mejor.

***
Este verano, tantos años después, voy con mi novio a las orillas de otro mar. Es sábado, en el atardecer de un pueblo nublado. Y luego de unos cuantos días, por fin nos hemos alejado unos metros uno del otro. En la tabla, sobre el mantel celeste que cubre la mesa, hay rollitos de jamón crudo, rodajas de salamín y pan; cuadrados perfectos de queso. Veo el vino en mi copa, la otra copa vacía… aguardo que él termine de trazar el ir y venir de sus pensamientos sobre el pasto reseco. De pronto pienso en las abismales distancias y en las sorprendentes coincidencias que puede haber entre el primer amor y el amor real… Cómo cada descubrimiento puede ser una forma de amar.
Pienso en Cota; en todo lo que supo antes que yo, sólo de mirarme a los ojos en silencio y pienso cómo empezar a escribir algo… una historia que le prometí sin decirlo cuando no era posible prometernos más que una vida a la distancia y, eventualmente, el recuerdo precioso de ese verano. Pienso cómo contar una historia que pueda ser o hacer el milagro de un final feliz, que pueda viajar atravesando la incertidumbre de la geografía, la seguridad del tiempo hacia donde él esté. Probablemente en una playa distante, sin saber a quién contarle los secretos del mar, a quién preguntarle cómo son los mejores finales. Puedo imaginarlo aguardando la playa se preste a dormir. Quieta, limpia, sola, serena. Tal vez, frunciendo el seño. Para ver mejor; más allá del mar.

Publicado en De Garage, mayo de 2011