viernes, 26 de junio de 2015

Nos han dado el trigo


Los mejores trigos crecen en este país. Por sus condiciones climáticas, Argentina, Australia y Canadá son los suelos ideales para sembrar y producir trigo. Culturalmente, este cereal se enraíza en la historia nacional desde el comienzo, cuando lo trajeron a América los conquistadores y la idiosincrasia que resultó de la fusión entre pueblos originarios y los principales afluentes inmigratorios –españoles e italianos y, en menor medida, suizos, alemanes, noruegos, galeses– también afectó en la construcción de la cultura culinaria. Es un cereal que tiene sentido consumir como alimento en un territorio de clima templado frío y que nutre –como hidrato de carbono; solo con ese potencial– y ayuda a templar los cuerpos.
En los últimos años ha comenzado a instalarse como discurso en los medios masivos de comunicación, en los medios de divulgación científica, en papers médicos y en los consultorios de nutricionistas y médicos alternativos que el consumo de harina “hace mal”. La posibilidad de que esto sea cierto o no depende de una actividad que contraría la pereza: habrá que desarmar la masa y volver a identificar los elementos, las instancias y procesos en los que la harina se vincula a otros elementos y su consumo puede ser nocivo. Ahí habrá algo más cierto para decir. Y también será necesario repensar las formas propias de consumo.
Hay una primera cuestión verdadera: la harina no debería consumirse como base en la pirámide nutricional. Esa pirámide alimentaria que se propagó por el mundo occidental y durante décadas se utilizó como criterio para alimentar a los niños en edad de crecimiento apoyada en los cereales fue desarrollada por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos -organismo que controla la producción de cereales en el mundo- en el año 1992; momento en el cual comenzó a desarrollarse en forma geométrica la epidemia de la obesidad infantil en el país que tiene el peor sistema alimentario del mundo y los peores hábitos de consumo (porciones grandes de comida, paquetes individuales, saborizaciones artificialmente, la ingesta desasociada del hecho social de la reunión familiar y asociada a otras actividades que se realizan mientras tanto, como mirar televisión, hacer footing, ir a un museo y que produce el pensamiento de que la comida es un hecho automático; ni meditado ni medido).
Hoy esa pirámide está cuestionada por la OMS, que definió en la base de la alimentación aconsejable el consumo de frutas y verduras. El primer error está entonces en el paradigma de referencia que se utilizó y la información científica que lo propagó.
El molino Campodónico es el molino más grande en la ciudad de La Plata y un productor importante de harinas en el país. Consultado Alejandro Campodónico, uno de sus dueños sobre el momento del proceso en el cual la harina podría convertirse en un alimento nocivo, advierte: “Si el campo no es tratado con agroquímicos para el control de maleza –y en los campos argentinos sembrados de trigo no se usan más que los permitidos por Senasa porque no es complicada la producción de este cereal– la molienda es un proceso natural; tal como viene del campo se descarga, se limpia de materias extrañas u otro tipo de granos y no se agrega nada. Algunas moliendas le agregan encimas para generarle estabilidad a la producción pero no incide en las potencialidades nutricionales del producto ni altera la calidad. El problema real me parece que aparece en los cambios que hubo en el proceso de panificado. Antes para la cocción de la harina se usaban hornos de barro y ahora se usan hornos eléctricos y rotativos; se hacen cocciones más cortas y a más velocidad, entonces la harina tiene que soportar y acomodarse a una pasadora de alta velocidad que rompe las estructuras proteicas… A lo mejor las proteínas de alguna manera no soportan la liberación de ese oxígeno que produce el dióxido de carbono que provoca la levadura y se queda adentro del pan como alimento. Quizás a la harina hay que ponerle algún tipo de aditivo para que soporte ese proceso y se desnaturaliza la harina, pero eso sería en la posmolienda. La harina en sí no tiene conservantes; no tiene grasa ni se enrancia. Tampoco provee las necesidades proteicas, pero porque no son los cereales los que tengan esa propiedad. Por un tema de normativa actual lo que se le agrega hoy en la molienda es un núcleo vitamínico. De alguna manera, así se garantiza que la población consuma las vitaminas que quizás no puede consumir de otro modo. Se le ponen también a la leche. Si bien no es la manera más natural, compensa una carencia existente por la falta de acceso de la población a otro tipo de alimentos. Y es mejor darle el núcleo vitamínico de esa manera que el hecho de que no consuma vitaminas”.
Otra voz autorizada en el tema es la de Silvia Elena Lerner, Ingeniera Agrónoma, ex investigadora de la Universidad Nacional del Centro y de la UBA, dedicada a conocer la calidad de las harinas y la genética de las variedades de trigo, que da la clave para entender esto: “en la producción de trigo, la relación entre productividad y calidad es inversamente proporcional y no se le paga la calidad del trigo al productor. Muchas variedades de trigo se eligen con un criterio rentable: que sea resistente a los fertilizantes y que sea subsidiario de la soja. Es decir, se eligen trigos de cosechas rápidas, cortas, que en diciembre están listas y que luego permiten sembrar soja, aportándole a esa cosecha propiedades que el trigo deja. Por otro lado, la demanda en el mercado de productos de una apariencia mejor significa que hay que borrar el rastro desparejo del trigo, utilizando blanqueadores, por ejemplo. Y luego, en la posmolienda, para lograr la textura aireada que queremos encontrar en los panes lactales que a veces compramos como saludables porque tienen semillas hay agregados de gluten porque la variedad de trigo requerida tiene bajo gluten. La apariencia no tiene que ver con la calidad.
En su completo y fundamental libro ¿Qué come mi hijo?, el médico especialista en nutrición Lucio Tennina, advierte que los niños no pueden comer sino lo que los padres estén dispuestos a permitir que coman y lo que ellos mismos consumen. Por eso, recomienda que la familia funcione como un núcleo trinchera contra el avance del Mercado que evite el consumo de los derivados procesados industrialmente, con procesos sobre los que el consumidor no tiene noción o injerencia; que sea un lugar de lucha contra los propios errores alimentarios como forma de permitirles una herencia en salud. Tennina señala tres momentos clave en el desarrollo biológico, en que los adipositos (células grasas) tienen una mayor tendencia a aumentar en cantidad y volumen y a fijarse la estructura de un cuerpo. El primero de estos momentos es el tiempo comprendido entre la alimentación complementaria (a partir de los seis meses de edad) hasta que el bebé tiene doce meses. El segundo, entre los cinco y siete años (fundamental porque es el incio de la escolarización y cuando empieza a tomar contacto con otros niños y sus formas de alimentarse, cuando “comienza la contaminación alimentaria”). El tercero es en el comienzo de la adolescencia.
En estos momentos, especialmente, pero a lo largo de la crianza de los niños en que la alimentación depende de lo que les provean los padres como alimento, debe tenerse en cuenta que aquello que no se cocina; que se compra hecho como derivado tiene el riesgo de contener ingredientes que no podemos determinar exactamente qué son, cómo se vinculan a los que estamos eligiendo que consuman porque estimamos en ellos un poder nutricional que sí nos interesa ni que riesgos produce esa forma de producirlos, aunque los estándares industriales que se expliciten al dorso de los paquetes nos prometan alimento. “El trigo, el más insípido y maleable de todos los cereales por su gran contenido en gluten, va a ser introducido no sólo en los productos de panificación sino también en fiambres, quesos, helados, poco relacionados con los cereales. Los almuerzos y las cenas van a saturarse de productos empanados: patitas de pollo, milanesas de pescado, bollitos de espinacas, alimentos de muy fácil preparación, de aspecto inocente y saludable y sumamente adictivos. Las clases sociales más informadas han ido tomando conciencia y tratan de mejorar sus conocimientos para evitar el sobrepeso y la obesidad, pero las clases bajas siguen pensando que el azúcar es lo que engorda y que un producto se vende libremente, con alto contenido de cereales no puede ser algo malo”.
Miguel Cardós, profesor en la cátedra de Cereales de la Facultad de Ciencias Agrarias de la UNLP, comenta que en la cuestión alimentaria el problema no está en qué se le agrega a la harina, sino en a qué otras cosas se les agrega harina. “Hoy hay demasiados productos de los que circulan en el mercado que están mezclados con harina por una condición que tiene la misma llamada palatibilidad y que es la sensación que se siente al morder un alimento. La harina tiene esta condición y por el hecho de ser inolora e insípida permite integrarse otros sabores, sin estorbar y redondeando su sensación al paladar. Ninguno de todos los otros cereales ni seudocereales tiene esa posibilidad. El maíz es dulce y cualquier cosa que se le agregara, se notaría; el arroz no leuda; la quinoa o amaranto no se integran ni producen gluten”. Por esta razón cuando se habla del consumo de harinas en la dieta de un país tienen que pensarse no sólo los productos cuya base es la harina sino todos aquellos que la contienen traficada. Mucho más cuando otros alimentos (verduras, carnes) reducen su potencialidad de absorción cuando se combinan con harina en una misma comida.
En Argentina se produce y consume trigo por una cuestión cultural. Alejandro Campodónico que probablemente el proceso de obtención de harina de quinoa sea mucho más simple por tratarse de una molienda integral; más simple, incluso, que la molienda de trigo. Sin embargo, el consumo no justifica ese tipo de producción”. La cuestión cultural incide en que si bien los costos de producción no estén tan distanciados, la rentabilidad aparezca, en este caso, dada por una demanda idiosincrática. Pero es necesario diferenciar algunas cuestiones en esta asunción de que el consumo de trigo sea un patrón cultural. Porque uno es el hecho arraigado que nos dio un tipo de idiosincrasia gastronómica, alimentada y perfeccionada por modos de cocinar de los descendientes de italianos de la primera oleada inmigratoria y de suizos, noruegos, franceses, alemanes que poblaron nuestras pampas con la segunda oleada inmigratoria y que han sido las recetas con las que se dado calor, alimento, combustible a un pueblo.Y otro  –muy distinto en calidad – es el patrón de conducta alimentaria actual, promovido por el mercado, la industria alimentaria y la publicidad que se traducen en un sinfín de snacks saborizados, edulcorados, salados, coloreados ofrecidos en las góndolas como si se tratara de verdaderas opciones cuando, en definitiva, provienen de la misma mezcla de sal, azúcar y harina, que es un veneno a corto y largo plazo para quien lo ingiera y que, combinado con alimentos verdaderos –fruta, verdura, proteína– dificultan la absorción de los nutrientes que tienen estos últimos alimentos y que modifican los metabolismos, sobre todo en etapas de crecimiento.

Soberanía alimentaria puede significar tantas cosas, que sería bueno ir definiendo de qué estamos hablando cuando apelamos a esa bandera que tan bien nos hace quedar. Como principio, no estaría mal que sumemos en la lista de ítems que le dan cuerpo a la bandera: el control de las producciones propias y, fundamentalmente, la capacidad de replantearnos si necesitamos la comida que le conviene al Mercado producir. Y como otra cuestión central habrá que apuntar el hecho de recuperar el hábito, el gusto y placer por la cocina, que es una pieza esencial en esta cadena de revertir los malos hábitos que se han inculcado en la población derivados del consumo de harina. Porque no es lo mismo el pan que se logra luego de un amasado casero, con harina y levadura, que es predecedero y que no podremos hacer revivir más de una vez una vez cocido que ese pan de apariencia saludable decorado con semillas que es resistente al envejecimiento; cuya contextura es más blanca y su textura más palatible, que tranquiliza nuestra conciencia. En ese pan –que además es más caro– ha habido modificaciones para que el pan sobreviva al tiempo. Para advertirlo es necesario recordar el proceso verdadero. Y mientras no se cocine; mientras no se recuerde lo que sabíamos y se recupere ese poder; mientras se deje el hacer (y el precio) en manos del mercado, ganará el consumo del discurso engañoso. La forma de revertir la impotencia adquirida con respecto a una actividad tan esencial y vital para el ser humano, que se repite entre dos y seis veces por día, con suerte todos los días de la vida, en todas las clases sociales, las casas, los géneros, requiere volver a meter las manos y experimentar. 

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