lunes, 21 de marzo de 2016

Mariposas


“No me duele ser tan transparente; no creo que hubiera sabido hacerlo de otra manera; mi madre decía que un buen libro era aquel que podías haber escrito sólo tú, que si no, no valía la pena… Insisto en que no sé mentir… ¿Qué cómo se puede hacer ficción, entonces? No sé, pero yo no tengo mecanismos de defensa y eso te proporciona momentos maravillosos en la vida... Si bien puedes hacerte corazas, yo no sé cómo. El resultado es que me siento “muy incómoda en esta vida: quizá por eso me relaciono tanto con mis exmaridos… Confío en que la gente me vaya salvando. Porque uno, a sí mismo, nunca se salva. De la gente quiero la salvación y si no: nada”. Ella es Milena Busquets (dixit) en una entrevista, a raíz de su libro “Esto también pasará” –que explotó de ventas en la feria de Frankfurt y con el que se puso al público de habla hispana en un bolsillo- y, entre otras cosas, por frases como esta –torpes, sin mucha reflexión ni cautela ni erudición; pero cargadas de un sentir que es el de una mariposa: pleno, breve, huidizo de la muerte– adoro a Milena Busquets.
No solo me parece una escritora fresca, divertida, sensible; también me gusta porque podría ser mi amiga. Porque es un poco como yo y un poco como son mis amigas. Ineficaces en el crucial arte femenino de la manipulación. Derrotistas. Ansiosas. Impacientes. Inseguras. Intensas. Capaces de reírse de sí mismas. Aterradas y, por esto, aterradoras. Aparentemente complicadas y, en el fondo, chicas fáciles; de las que se quedarían a dormir sin mucho más ofrecimiento que unos mimos y que necesitan, solamente, que las hagan reír y las escuchen lidiando con sus cabezas maravillosas y oscuras como bosques. Mujeres que no saben tejer bien, sin dejar hilachas, puntos sueltos; sin que se les desarme el tejido y del enojo le claven las agujas a alguien lastimándose, antes que nada, a ellas mismas. Y eso para mí es encantador.
Una me dice el otro día, luego de haber tenido un primer encuentro amoroso, sexual, con un hombre que le encanta pero que, desgraciadamente: vive lejos; está separado; está complicado; tiene en común con alguien seres y cosas cuando ya no tiene ningún sentimiento ni valor en común; está asustado: “Pero yo pensaba… ¿Por qué no me deja entrar? ¿Por qué no quiere que lo quiera? Si es tan fácil… Yo no voy a dejar mi trabajo y  mi vida pero yo estoy dispuesta a hacer todo para verlo; puedo viajar cada quince días… Y cuando me jubile a mi me encantaría irme a vivir al medio del campo donde él vive”. Paré la caminata; lancé una carcajada y la abracé. “¿Cómo no va a tener miedo?”, le pregunté. Ella se mantuvo quieta, en silencio. “Si hasta yo tengo miedo”, le dije tomándola del brazo y estalló en una carcajada. Así seguimos caminando juntas hasta nuestro destino: el puesto callejero de venta de duraznos sobre la vieja vía del tren.
Unos días después, fui testigo del proceso de disolución de su ilusión amorosa. Y protagonista del mío. Ayer, ambas, esuchamos la historia de otra amiga con su correspondiente hombre, que no se sentía bien tratada ni correspondida. A la noche, hablé por teléfono con otra amiga y fue la cuarta que se sentía mal por el amor.
Ayer fue domingo. Y me puse a pensar en la dinámica común a todas: primero, la atracción; luego, el acercamiento; una primera intuición de que no era el lugar ideal; una racionalidad preventiva que pedía distanciamiento; un momento reflexivo posterior como atisbo de avance sin excesiva implicancia; un segundo encuentro en el que se revela que por encima de las racionalidades están los sentires y luego, un recuerdo con ternura de ese otro imperfecto, ya adorable; el deseo de saber de él, de volverlo a ver y un camino de mínimos, avergonzados o temerosos pasos adelante… mientras el deseo de que su voz, su olor, su historia empiece a volverse un territorio para nosotras pulsa con una intensidad descomunal, vertiginosa. Y me puse a pensar también en la dinámica común a ellos: la que va del total interés y el cortejo a la desimplicancia, la fobia, los pasos atrás, las aclaraciones de “yo te advertí que…” o su pariente: “yo te avisé”. ¿Yo te advertí o te avisé? Yo te avisé… ¡¿qué?! ¿Qué me avisaste? No tenías nada que avisarme… No se manejan las relaciones personales con señalizaciones de tránsito para explicar esa curva ascendente-descendente que es la simple traducción literal de su proceso físico, porque nosotras no vivimos eso. Así que las advertencias bien se las podrían ahorrar, cuando son tan demodé que ya que no las dicen ni nuestros padres.
“El sexo es una manera de salvarse, de intentar sacar la cabeza en medio del oleaje; es una búsqueda de algo, no lo veo para nada banal, ni pornográfico”, dice Milena Busquets en la entrevista. Bien. Yo tampoco. Ellas tampoco. Y si bien en el libro cuenta ese sexo desparpajado y un poco promiscuo como una necesidad; es mucho más cierto como deseo de hallar vida; de hallar un pulso de nado, suave, tibio, que sea la vida, que nos desentumezca, que nos permita olvidar algo distinto de lo que esperan olvidar ellos -las responsabilidades o la presión-; que nos permita olvidar el fin. Ellos parecen no tener un problema con el fin. El fin es el fin y para nosotras es el principio de algo. Llegamos allí movidas por una promesa que no nos hicieron ellos ni todas las señalizaciones de tránsito nos hubieran evitado: la de un territorio nuestro. Yo no sé cuándo ocurrió… pero el deseo de conquista que tuvieron los navegantes del siglo XIX ya es más nuestro que de ellos. ¿Cuándo cambió todo tanto? ¿Cuándo comenzaron a titubear? ¿Cuándo comenzamos a salir de casa, a salir de casería y para qué? ¿Cómo puede ser que salgamos con ese desenfado, volvamos a casa con tanta preocupación, vivamos pendientes de las noticias del fin del mundo, estemos llorando como niñas y cuando volvemos a salir sea con la convicción de hacer tres cosas -patearles la cabeza como un punk borracho a un tacho; iniciarles un juicio de lesa humanidad por la merma en las palabras cariñosas después de que han garchado con vos; leerles un manual de estilo y instrucciones sobre buenos modales- y hagamos otra: sentarnos a charlar con ellos, que no saben hablar y no les importa hablar.
“Durante un tiempo, el cuerpo de Oscar fue mi única casa, el único lugar del mundo. Luego, tuvimos un hijo. Y luego nos conocimos. Uno intenta actura como un animal de la selva, guiándose por el instito, la piel y los ciclos de la luna, respondiendo sin demora y con agradecimiento y cierto alivio a las exigencias de todo lo que no necesita pensarse porque el cuerpo o las estrellas ya lo han pensado y decidido por nosotros, pero siempre llega el día en que es necesario ponerse de pie y empezar a hablar. Lo que, en teoría, sólo ocurrió una vez en la historia de la humanidad, dejar de ir a cuatro patas, ponerse en pie y empezar a pensar, a mí me ocurre cada vez que aterrizo del amor. Cada vez, un aterrizaje forzoso”. Claro. Así es. Así tal cual…
Hace unos años, conocí a la mamá de Milena Busquets, en una conferencia de un ciclo de editores que se organizó en Buenos Aires. La mamá fue la grandiosa Esther Tusquets; una vieja pícara, desfachatada, jugadora de timba, bebedora de whisky que con su encanto
Tres novelas de ella se llaman: El mismo mar todos los veranos; El amor es un juego solitario y Varada tras el último naufragio. Escribió doce –además de prólogos, contratapas, ensayos, ediciones–. ¿Qué más hace falta? Decir más nada. Y, sin embargo, ella, a los setentilargos, dijo cosas tan inquietantes y descolocadas para una conferencia de editores como: “Soy editora porque empecé creyéndome alguna vez que podía ser editora sencillamente porque tengo buen gusto y es en lo único que confío de mí” o “no voy a enamorarme de mi último nieto; ya se los dije a sus padres. No tengo tiempo de vida para ese amor”. O… (y ésta me encantó rotundamente): “De pronto, algunas veces pensaba: ¿qué estaba haciendo los años en que no editaba nada? ¿Por qué tal año no edité? Invariablemente, la respuesta es que estaba perdiendo el tiempo enamorada de alguien”. Era imposible no amarla, automáticamente.
También conocí primero a la mamá de mi amiga Cocó y, luego, a ella. Y me enamoré primero de su mamá, una diosa de casi sesenta, que tuvo 6 hijos y no tardó muchos minutos en decirme – a pesar de su belleza, de su gracia y charm; a pesar de ser una madre querida y una abuela canchera, a pesar de tener amor por su profesión, a pesar de estar en pareja y enamorada-: muchas veces dudé si valía la pena vivir. “Miraba mis dos manos alternativamente y pensaba: to be or not to be”. Hablábamos de cómo se llena ese vacío afectivo que nació en la infancia. Dónde, cómo, cuándo, con qué se cura la orfandad y no había nada. Se convive y ya.
Una mañana me levanté en la cama de un editor de un prestigioso mensuario político y cultural. Acostada de costado, mirándolo a él… y más allá –cómo tras el ventanal de aberturas blancas de madera de su dormitorio, en un edificio de los años cincuenta, las cañas de bambú aleteaban al viento del fin del verano– le conté cómo me había sentido alguna vez en una vieja relación. Él recordó que había escuchado una frase casi igual de su exmujer. Me preguntó, con calma, acostado boca arriba, mirando ahora el techo, con los anteojos ya puestos y los brazos cruzados tras la nuca y con el mismo tono cauto, reflexivo con que desgloza la realpolitik, dijo, sencillo: “Yo no entiendo… porqué es que las mujeres se sienten siempre solas…”. Y había en esa pregunta un verdadero interés por la respuesta. Pero yo no supe contestárselo en concreto.  
Ahora, años más tarde, pensándolo un poco; de momento de pie, recién aterrizada y con un leve jetlag, hago las primeras reflexiones: Cuando el primer día con alguien pensás que va, casi seguro no va. Y cuando el primer día con alguien pensás que no va, no va. Y que te encante no es ni siquiera un dato de color. Que te enternezca su fisura, tampoco. Que sea promisorio, tampoco. Que te incendies, tampoco. Nunca va. Y siempre vamos solas. Al supermercado. A manejar. A llevar a nuestros hijos al colegio. A visitar a nuestra abuela. A trabajar. A caminar. A terapia. A estudiar, como una buena máscara de que alguna otra cosa nos importa más que el amor; a sobrecompensarnos con títulos por esas carencias que no tenemos siquiera muy detalladas; no sabemos bien qué es lo que siempre nos falta.
A veces necesitamos un poco no ser; not to be. Perder la conciencia, amarlos un rato y que puedan prestarnos su olor y su simplicidad; llenar ese vacío eterno, como lo hacen ustedes: con dos cajas de pizza, tres cervezas abiertas y el partido de Talleres cuando se fue a la B. Olvidarnos del fin. Del fin del día, del fin del vuelo. Del fin de la belleza, que a ustedes jamás les ocurre. 

No hay comentarios: